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La Reconquista (III): Covadonga is not Spain

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La Cordillera Cantábrica, para aquellos que la hayan visitado alguna vez, suele ser un paraje encantador. Para el turismo sin duda, pero algo menos para la vida cotidiana si uno es mínimamente urbanita. Regiones abruptas y de economía pastoril, a comienzos del siglo VIII muchos de sus dispersos habitantes apenas habían aprendido a agruparse en una organización social más compleja que la tribal gentilicia, con alguna cosilla tomada de los romanos, y desconocían los placeres de las sociedades jerarquizadas, el urbanismo o los grandes señoríos agrícolas con sus villae rurales y sus relaciones de servidumbre. Un panorama bastante poco atractivo para los musulmanes, ya que no había una autoridad visible con quien pactar su dominio, además de tratarse de una zona geográficamente no muy agradable para ellos; encajada entre el Atlántico y las llanuras yermas y agrestes del valle del Duero, el clima húmedo de las montañas cantábricas no era muy del gusto de los invasores beréberes, que se conformaron con establecer algunas guarniciones al norte del río que de vez en cuando cobraban impuestos o repartían esporádicas collejas. Así, las crónicas musulmanas hablan de pasada de pequeños choques armados con grupos de habitantes de la zona, a los que ellos llaman “asnos salvajes”, entre ellos el de un tal Pelagius, formado por unos 30 guerreros, barbudo arriba, barbudo abajo.

Mientras tanto, hacia el Oriente, en los Pirineos se da un escenario que a simple vista puede parecer similar (zonas montañosas de población agropastoril a medio romanizar), pero que en realidad es algo distinto. En un primer momento, y tras el éxito arrollador de la conquista, los invasores nómadas tratarán de hacer lo que venían haciendo desde que salieron de la actual Arabia Saudí; continuar un poco más allá las campañas de saqueo. Los musulmanes, siempre en movimiento, lanzarán sus ataques a través de la cordillera pirenaica…para toparse con la superpotencia europea del momento: el Imperio Carolingio. La estrepitosa derrota de Poitiers en 732 marca el final de la expansión islámica; a partir de ese momento, los Pirineos se convierten en la zona de fricción de dos potencias mundiales. Empotrados entre carolingios y musulmanes, los habitantes de la zona pactarán o guerrearán con unos u otros a conveniencia para mantener un difícil equilibrio. Además, estamos hablando de zonas cercanas al valle del Ebro, que a diferencia del Duero, es una zona muy fértil y llenita de población hispanogoda. Allí la presencia islámica no será precisamente pequeña.

Después de la mentada castaña, recibida de manos de los francos, para los musulmanes se acabaron los gloriosos días de tropas nómadas en constante avance; se impone un cambio de política y toca arraigar definitivamente en la Península. Esto conlleva establecer una forma de gobierno medio coherente y proceder al reparto de las tierras, ahora ya sí para su explotación y no el simple cobro de un impuesto. Y como todo nacido en España sabe, los repartos de tierras siempre implican una buena ración de odios, cainismo, mala follá y unas cuantas raciones de tortas, y en eso los islámicos no son diferentes a otros seres humanos. Los listillos de los árabes procedieron a dejar a los beréberes (a quienes miraban por encima del hombro) las peores tierras, entre las que se encontraban las del valle del Duero; con una bajísima densidad de población, unas cuantas aldeas, las antiguas villae romanas desmanteladas y con apenas un par de “ciudades” de consideración (lo que se definía como ciudad en el siglo VIII era más o menos un grupo de 500 a 1000 habitantes viviendo en un recinto semiabandonado lleno de construcciones romanas en desuso que completaban con cabañas, huertos, pozos, ganado y la inevitable iglesia), aquello daba más pena que otra cosa. Así que enseguida estallaron las sublevaciones, y los beréberes desmantelaron las guarniciones y las abandonaron, bajando a Córdoba a protestar democráticamente espada en mano.

Esto lógicamente dio un respiro a nuestros amigos astures. Poquito a poco, algunos campesinos-pastores montañeses empezaron a asomar el morro fuera de las alturas, y pequeños grupos de población ocuparon zonas del valle del Duero abandonadas por Mohamed. Mientras tanto, en los Pirineos, el emperador Carlomagno decidió crear una zona tapón militarizada entre su reino y el Ebro, a cargo de condes designados por él, para evitar ver aparecer más cordobeses por sus tierras. Y así, de esta forma tan humilde y tan poco gloriosa, es como comienza la epopeya reconquistadora. ¿Y ya está? Pues sí, más o menos, aquí tendría que terminar el artículo y dejarles con un palmo de narices, pero seguro que a estas alturas se están haciendo un montón de preguntas. Por ejemplo, ¿qué pasa con esos miles de cristianos visigodos que, según nuestros profes del cole, corrieron a refugiarse en las montañas? ¿Y lo de la cueva de Covadonga, la Reconquista, el gran Pelayo y todo eso de la cruzada contra el infiel hasta arrojarlos al mar y en última instancia, la propia “idea de España”?

Pues sencillamente, que la mayor parte de todas esas creencias es falsa. Se trata de un mito puro y duro, fabricado a posteriori. La inmensa mayoría de los cristianos visigodos se quedó donde estaba, en el antiguo reino de Toledo y futuro Al Andalus. Tanto es así que la máxima autoridad eclesiástica siguió siendo el arzobispado de Toledo durante un par de siglos más. Nadie, excepto algunos personajes del bando nobiliario perdedor en las guerras internas visigodas o los que ya poseían condados en el Norte se refugió allí. El reino de Asturias, posteriormente reino de León, el nacimiento de la involuntaria “reconquista”, son productos fundamentalmente astures. Los condados de los valles pirenaicos no estaban pensados para expandirse hacia el sur; se trataba de zonas de control militar, en manos de condes francos o autóctonos. Sí, queridos, la responsabilidad de la primera expansión de los reinos cristianos del norte, de la España medieval, y de lo que vendría después, recae casi completamente en esos montañeses medio asilvestrados con exceso de vello y fuerte olor corporal. Muy probablemente, el legendario Pelayo no fue un noble visigodo, sino un pequeño caudillo cantábrico, y sus hombres ofrecieron la misma resistencia a las tropas musulmanas que sus antepasados habían ofrecido a las de Leovigildo.

Si se han recuperado mínimamente de la sorpresa (vale, me ha quedado un poco sobrado, pero como los futbolistas, a veces yo también me gusto, ¿qué pasa?), seguramente estén pensando que en ese caso…¿por qué ahora? ¿Qué es lo que hace que esta gente de las montañas, que durante siglos no ha bajado al valle más que a robar o saquear esporádicamente, se instale definitivamente en las zonas abandonadas por los invasores? Atención que aquí va un rollo socioeconómico de escuela marxistoide, pero imprescindible para entenderlo todo. En los capítulos anteriores he hablado de un proceso de prefeudalización, y ahora es el momento de explicar qué rayos significa esto de forma comprensible. Al colapsar el Imperio romano, y después, con la crisis del reino visigodo, el poder del Estado desaparece, dando paso a multitud de poderes y podercillos locales. Cada uno de éstos, ya sean duques (dux), condes (comes), magnates, obispos, clérigos, propietarios de tierras o bandas de matones con espada, tratarán de imponer su dominio a la masa de población rural que tienen a mano, siempre en la medida de sus posiblidades. Pero esta desarticulación del Estado no es sólo política, sino también económica y social: las ciudades pierden su papel recaudatorio y comercial, los circuitos internacionales de comercio de exportación desaparecen, y el modelo económico pasa a ser de tipo local y autárquico. Cada pequeña región produce lo necesario para vivir y punto. Así que estos personajes de mayor o menor importancia tratarán de erigirse en el mandamás de un territorio y controlar la producción de los campos, las aldeas, los rebaños, los hornos alfareros, herrerías o molinos de los alrededores. Hablando en plata, desde el siglo VI al IX aproximadamente, robarán, extorsionarán, amenazarán, intimidarán y agredirán a quien haga falta (generalmente, las masas de población rural) para dominar una zona concreta. Esto es, de forma resumida, lo que en finolis se llama “proceso de feudalización”. Que ya había comenzado por todo el reino de Toledo y si bien en buena parte del territorio se verá interrumpido por la imposición de un nuevo gran estado centralizador, el emirato de Córdoba, en el norte continuará como si tal cosa, eso sí, a menor escala. No en vano es la región menos “desarrollada”.

Porque en el fondo, los montañeses astures, cántabros o vascones no son los mismos que aquellos a los que Augusto procedió a hinchar a guantazos en el siglo I d. C. Muy lenta y superficialmente se han romanizado algo y han recibido también influencias germánicas, pocas, pero suficientes como para que sus poderes locales traten de abusar de ellos de forma similar al resto de la Península. Las humildes gentes que bajan a repoblar el valle lo hacen, por tanto, huyendo de la presión de los señores. Sólo así se explica que precisamente ahora se produzca este desplazamiento, y que haya grupos de personas que prefieran vivir en una zona potencialmente más peligrosa, al estar expuesta a razzias islámicas (o como las llaman los musulmanes, aceifas) que en la seguridad de las montañas. Obviamente, esta primera expansión, libre, espontánea y privada se ve seguida por una segunda; detrás de los campesinos y pastores vienen las elites del reino a proceder a su encuadramiento político-social y a tomar posesión oficial del territorio que cultivan sus súbditos. A ver si os pensábais que se iban a escapar tan fácilmente. En el Pirineo ocurre exactamente lo mismo, pero la expansión es más lenta y empieza más tarde, porque los montañeses y sus señores se encuentran las zonas del valle del Ebro densamente ocupadas.

Llegados a este punto, ¿cómo casamos ahora esta realidad tan sosainas con todo lo de antes sobre Covadonga, la Reconquista y bla bla bla? ¿De dónde sale? Pues básicamente, de una necesidad que a lo largo de los tiempos ha tenido cualquier elite, sobre todo las recién llegadas que se alzan con el poder en un momento dado: la de LEGITIMARSE. Una vez establecido el dominio sobre cualquier población, territorio o recursos, sobre todo si se ha hecho de manera poco ortodoxa (llámenle ilegal o irregular si quieren), como es el caso que nos ocupa, las clases dirigentes proceden a buscar la forma de otorgarse a sí mismas un presunto derecho a hacer lo que han hecho, que generalmente se ubica en un glorioso pasado. Esta mecánica se ha empleado desde siempre y aún se usa hoy día; las elites hispanoamericanas o los nacionalistas canarios que se proclaman descendientes de los guanches son ejemplos palmarios.

Pues esto funciona igual. La propia Asturias no había constituido reino hasta principios del siglo VIII; se considera a Pelayo el primer rey…¿de dónde sale su autoridad? Posiblemente fuese elegido por alguna asamblea de guerreros, al estilo germánico. O igual ni siquiera eso, igual alguno de sus sucesores, al proclamarse o ser proclamado rey, remontó a Pelayo el origen de la corona. Los flamantes reyes astures necesitaban legitimar esta “novedad” de alguna forma, esgrimir un motivo inapelable a los ojos de sus inferiores. Por supuesto, no toda la aristocracia aceptó este estado de cosas, y los primeros monarcas tuvieron que reducir a los rebeldes o a otros posibles candidatos a leche limpia. Pero la nobleza también necesitaba legitimar el robo generalizado que había cometido, encontrar su propia legalidad. Aceptar al rey y su derecho a serlo y a perpetuar a su estirpe en el poder, suponía legitimarse ellos mismos, y al contrario; el rey, reconociendo a la nobleza que le es fiel, le otorga legitimidad. El espaldarazo definitivo en este sentido lo darán, casi dos siglos después de la olvidadísima escaramuza de Covadonga, unos personajes absolutamente trascendentales. Les presento a los autores intelectuales del mondongo: los clérigos leoneses del siglo IX. Adelantémonos pues en el tiempo. 

Córdoba, 850… Como ya vimos, los cristianos son tolerados en Al Andalus, pero hete aquí que el pujante desarrollo cultural árabe va a ir arrinconando la herencia hispanogoda; cada vez más cristianos adoptan el árabe, leen libros árabes y hasta se visten como ellos. Eulogio, un obispo predecesor de nuestro querido Fedeguico Jiménez Losantos, brama airado contra este estado de cosas, y llama a los cristianos a la desobediencia. Les anima a blasfemar en público contra Mahoma y Alá, lo que supone su automática condena a muerte: son los llamados mártires de Córdoba. El emir, espantado, reúne a los próceres de la Iglesia y les pide que ordenen a Eulogio que pare de hacer esa barbaridad. Éste se resiste a hacer caso al arzobispo de Toledo, así que el emir se enfada bastante y la cosa acaba con un buen puñado de ejecuciones (entre ellas la de Eulogio, pero a cambio hoy en día es santo) y la huida de los recalcitrantes a los reinos del Norte, donde se instalarán en la nueva capital astur, la ciudad de León. Bien por haberse rebelado contra el poder del emir, por sentir amenazado su modo de vida o porque no quieren pagar impuestos, los refugiados mozárabes abundarán por el reino durante el siglo IX, y entre ellos, los mencionados clérigos.

El prestigio de estos monjes leoneses es enorme, al fin y al cabo no son sólo eclesiásticos ilustrados, sino que ellos sí que descienden de los visigodos auténticos, y por tanto, pueden otorgar esa buscada legitimidad. Cosa que harán encantados a cambio de arrimar la cebolleta al poder; en esta época es cuando empiezan a aparecer las crónicas, como la Rotense o la Albeldense, donde se glosan las grandes victorias imaginarias, de los ahora sucesores de los visigodos. Pelayo pasa a ser un noble godo, Covadonga una gran batalla, se mencionan unas cuantas victorias más, directamente inventadas, apariciones de santos, providencias divinas… todas bien conocidas por quienes iban al cole durante la dictadura y tomadas como verdaderas sin discusión posible. La realidad es que hasta el siglo IX, y desde 718, supuesta fecha de la “batalla”, ninguna fuente cristiana habla de nada de esto y la única mención a Pelayo es musulmana. Por último, gracias a este pack de invenciones neovisigóticas, los reyes asturleoneses “heredarán” no sólo el derecho a gobernar lo que ya tienen, sino de rebote un etéreo y supuesto derecho y deber de expulsar a los musulmanes (recuerden, esos infieles sinvergüenzas que han echado a los monjes de Córdoba) de España.

¿Qué cosa es esto de España? ¿Es un pájaro, es un avión, es superman? ¿Existe desde siempre, como creían los historiadores con bigotillo falangista? Para desgracia de nacionalistas periféricos, que se cuidan muy mucho de enterrarlas, las menciones a “Espanna” o “las Espannas” no son raras en los textos medievales y se pueden rastrear hasta San Isidoro, obispo en el siglo VI. ¿Quiere decir esto que los antiguos ya “se sentían” españoles o que tenían en mente fundar una nación unificada llamada España? ¿Que los de la sotana y el alzacuellos estaban en lo cierto y España es una Unidad de Destino Universal? No, en absoluto. España existe, pero se trata, nada más y nada menos, que de otra idea de legitimidad, como vamos a ver.

Los visigodos ocuparon a lo largo del siglo V el territorio que el emperador romano Diocleciano englobó en la “diócesis de las Hispanias”, así en plural, porque incluía las provincias Bética, Tarraconense, Lusitania y (ojo) Tingitania. Es decir; toda la Península Ibérica y la actual Marruecos (vean cuán resistentes son estas ideas, que hasta el siglo XX se consideraba que era zona natural de expansión hispana). Pero esta ocupación no es completa; pasa más de un siglo hasta que Leovigildo tiene aproximadamente derrotados o sumisos a suevos, vascones, bizantinos, cordobeses y otros rebeldes. El rey necesita legitimar su derecho a someter toda la península a los visigodos (poder otorgado por los romanos), y por eso el título real lleva inherente un dominio sobre Hispania/Espanna, fabricado por “intelectuales del régimen” como Isidoro. Este es el derecho que hereda en el siglo IX el rey de Asturias, Alfonso III, concedido y consagrado por los monjes exiliados y que a lo largo de toda la Edad Media se irán pasando en cadena prácticamente todas las casas reales de todos los reinos peninsulares, por matrimonio o descendencia, para hacerlo valer cuando les rote, cuando puedan o cuando llegue el momento. Por ello en unos cuantos textos medievales no se les cae la cantinela de la boca; la “idea de España” representa ese hipotético derecho a dominar toda la Península, y resurge cada vez que parece que un poder está en disposición o en condiciones de imponerse por encima del resto (Sancho el Mayor, el intento fallido de matrimonio-unificación entre Alfonso y Urraca…). Finalmente, es la legitimidad abstracta que Isabel y Fernando harán valer cuando unifiquen en sus personas sus reinos, porque es algo que nadie está en condiciones de refutar (nadie de los que cuentan, es decir, nobleza e iglesia), que es lo bueno de las cosas abstractas.

Los condados pirenaicos en principio no necesitaban fabricarse una legitimidad, puesto que se la otorgaba el emperador carolingio, descendiente oficial y autorizado del Imperio romano (con una ISO-9000 concedida por el Papa), por lo que allí, el ideal neovisigótico no tuvo ninguna repercusión. Pero al irse el imperio carolingio a la porra, los condados irán por libre y en el caso catalán, tras la unificación en 1137 de Aragón y Cataluña, ahora ya hecha Principado, las casas reales y la nobleza se irán contagiando la cancioncilla y extendiendo su presunto derecho a conquistar tierras que sus tatarabuelos no habían olido en su puñetera vida. No es una casualidad que en el siglo XII aparezcan sospechosamente otras “Covadongas” en otros reinos, como San Juan de la Peña,  relatos míticos calcados del asturiano y utilizados por la nobleza para imponer derechos adquiridos por su cara bonita (en el caso navarro, el derecho de los nobles a elegir rey) o lo que es lo mismo, por el poder de sus rentas y su ejército personal.

¿Cómo es que los de por ahí abajo no acaban con estos grupos de palurdos en cualquier momento, se preguntarán ustedes? ¿Qué impide a los musulmanes echar a estos tipos al mar? Básicamente, que están pasando muchas cosas y muy feas, que permiten dar un margen de movimiento a los cristianos, y que veremos en el próximo episodio, “Cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta”. Sí, me ha quedado muy largo, pero la ocasión lo merecía, ¿no creen? Que no todos los días hablamos del “origen de España”, hombre.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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