Inside Out

«Tiktokación» de la aprobación social

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«Donde está el peligro, crece también lo que salva».
(Friedrich Hölderlin)

Estamos sustituyendo los cuerpos, los hechos y los objetos reales por la información y los signos digitales. Digitalizándonos, nos estamos desmaterializando. Y, de haber un Ser, lo estaríamos reemplazando por la tecnología de consumo, cosificándonos. No se trata de una nostalgia por la materialidad, sino de un mundo que trastornamos, cada vez más especulativo e intangible. En gran medida, se debe al efecto e influencia de los ciclos financieros del mercado de metadatos. Es un «no lugar» hacia el que proyectamos nuestra libido cual infómanos, fetichizando la información más que los hechos y los objetos en sí.

La infomanía es un narcisismo adaptado a esa tiktokación de la aprobación social que nos conduce a una banal cosificación. Una cosificación en la que exponemos nuestras opiniones, consumos y hábitos a cambio única y exclusivamente de narcisismo. Es una adicción a la campana de notificaciones. Una dependencia con base en el like y sus derivados. Una lógica que moldea a los usuarios para segmentarlos y cerrar filas en un reflujo digital de retroalimentación narcisista. Ante esta tendencia, deberíamos arraigarnos al orden terrenal, porque lo estable armoniza la vida. En otras palabras, la clave de la felicidad no se basa en la satisfacción inmediata, sino en la conjunción de presente y futuro. Es decir, se trata de que el instinto y el pensamiento proyectivo vayan de la mano. Lo analógico es palpable, mientras que lo digital es incierto porque esto último está más allá (de la pantalla). ¿Las imágenes espectrales acaban llevándonos de vuelta a la realidad? ¿O, por el contrario, la pantalla irrealiza el mundo?

La familia es la célula social mejor protegida por el Estado debido a su compatibilidad con el sistema capitalista. Ergo, el familismo es antiliberal pero no anticapitalista ni antiesclavista, puesto que los vínculos afectivos están condicionados y condicionan. Mas se supone que esto lo resolvimos en la década de los sesenta, bifurcándonos en la revolución sexual y en el nacimiento del amor incondicional propio de los años setenta. No obstante, somos cómplices conscientes del sistema y, además, estamos inducidos a complacerlo incondicionalmente. Consentimos la explotación a la que estamos sujetos, a cambio de un mero narcisismo acompañado de la fantasía autocomplaciente de que dominamos con libertad la tecnología digital de la que somos usuarios. Vivimos en el cautiverio de optar entre oblicuidades ya preestablecidas. Incluyendo la indignación digital como activismo político, nuestra experiencia está empantanada en un marco de consumo teledirigido. Aceptar todas las cookies responde a la permisiva cultura del like: un capitalismo que evita cualquier confrontación. En lugar de definirnos, navegamos desnudos surcando la Big Data. Ayer blandíamos inermes el ratón informático y ejercitábamos el dedo índice a base de clics. Hoy interactuamos mediante comandos de voz. Martin Heidegger vino a decir que la máquina de escribir anulaba la esencia de la mano porque requería sólo de la entidad dactilar.

En el mundo macroscópico, la entropía es mayor a menor distancia entre cuerpos; a mayor fuerza gravitatoria. Así, mientras que el ojo observa con visión etérea, la mano experimenta con los pies en la tierra. De aquí la estabilidad del orden terrenal frente a la nube digital. Los instrumentos materiales establecen los efectos y fines posibles, con base en el sentido que les da valor. Aparte, el dasein define la efectividad de la existencia; pero el scrolling nocturno e hipnótico causa la inexistencia de la noche, porque Internet no descansa. A pesar de que ser significa alcanzar las cosas en lugar de los bytes, estamos sustituyendo el arraigo por la maquinación especulativa. Y, el hecho de que las instancias humanas estén desvaneciéndose, suena inquietante.

Cabe reconocer que entre lo humano y lo digital hay una barrera espacial que se nos escapa de las manos. Quizá se trate del advenimiento de una especie cíborg. Al menos, nuestra percepción del mundo está cambiando de forma irrefrenable. Pues no es lo mismo un pensamiento estilizado a lo largo del tiempo que un sentimiento espontáneo inducido por la inmediatez propia de las aplicaciones de mensajería instantánea. De hecho, el narcisismo es recompensado por sentir en lugar de pensar. Y, es más, la cultura de la cancelación tiene que ver precisamente con desactivar a quienes nos transmiten negatividad. Pese a que sin esta no hay ni entendimiento ni lenguaje.

El historiador de la cultura Raymond Williams definió un concepto al que llamó «estructura de sentimiento». La estructura de sentimiento sería la fuerza que impulsa una época para llevar a cabo una serie de acciones con el fin de satisfacer sus tensiones internas. La estructura de sentimiento tiene extensas desembocaduras sobre la cultura, generando explicaciones, justificaciones y significaciones que influyen sobre la difusión, el consumo y la evaluación de la cultura misma. Se trata de la conciencia de un período histórico, sedimentada en las obras culturales e interferida en las vivencias que experimenta. Como fuese, el libre albedrío radica en la capacidad de oponerse a esta estructura de sentimiento resistiéndose al inducido «deber ser» de la época. Por el contrario, según Peter Sloterdijk, el principio fundamental del ser humano es la técnica y, por ende, su esencia misma reside en el transhumanismo, entendiendo que, negarse al avance tecnológico, más que proteger, mortifica.

Siguiendo esta línea de Sloterdijk, el Homo sapiens sería más lúdico que prolífico porque descubriría en la comunicación su campo de juego, limitándose a seguir las reglas establecidas para satisfacer objetivos ajenos (o enajenados), por una gratificación narcisista. Este estilo de vida nos alejaría de la acción directa, desvinculándonos de la realidad para especializarnos en lo virtual. Por si fuera poco, creemos además que el sentido de cualquier tecnología no viene dado, sino que está abierto al valor con el que la interprete cada usuario, como si se tratase de las obras ready-made de Marcel Duchamp. Al revés, es precisamente porque la definición de lo virtual se nos escapa de las manos que tendemos a la fragmentación de nuestra percepción y nos dejamos explotar por los caciques de la Big Data, diluyendo la verdad en noticias falsas e ideas inadecuadas.

El sentido de la tecnología no está abierto, sino que sí viene dirigido hacia su propia expansión. Martin Heidegger lo llamó «la esencia de la técnica», porque, aunque el uso de una tecnología pueda variar, su esencia no está abierta a discusión. Se trata de la nueva colonización neoliberal. Frente a esta colonización de nuestras mentes, Aristóteles nos instaría a templarnos para las dificultades que esta suscitase. Desde luego, las tecnologías virtuales nos empoderan, pero no nos emancipan. Por ello, como sociedad, debemos interpelar la política con las manos en lugar de con los clics. Debido a que una causa se soluciona en su sitio, no en la nube. La libertad no está ahí arriba. El más allá de la pantalla es una ilusión; un subproducto de negocio que nos vigila y nos reprocha el no obtener likes suficientes. Así, si fuésemos a obedecer estas reglas de juego, que sea desde la crítica. Pues la obediencia crítica es lo único que nos salvará.

Cineasta con siete largometrajes, casi una veintena de cortos e incontables participaciones en proyectos ajenos o/y colectivos a mis espaldas. Pintor que gusta en darse baños de color. Y escritor que preferiría ser ágrafo. Estoy preparándome para huir al margen del Estado, fuera del sistema. Me explico en "Dulce Leviatán": https://vimeo.com/user38204696/videos

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