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Biografías: Pedro Téllez-Girón, el Gran Duque de Osuna (II)

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En el anterior episodio dejamos a Osuna relegado a un segundo plano en la cadena de mando de la escuadra naval y teniendo que pagar de su bolsillo el arreglo de las galeras reales, mientras a la vez se preparaba para recibir una tremenda galleta turca. Emoción, intriga, ¿qué pasará a continuación?

Pues bien, en las series de televisión hay giros de guión emocionantes e inesperados, pero en la vida real…el azar, la contingencia, o por decirlo de vulgarmente, la chamba campan por sus respetos. Porque el caso es que los turcos bajaron a Sicilia, sí…pero muy disminuidos por temas presupuestarios que tenían que ver con una guerrita de nada que el sultán sostenía contra Persia y que también le quitaba el sueño. Al final, la flota turca no constaba de más de 80 galeras, cuya avanzadilla fue además completamente derrotada por la flota de Octavio Aragón. Ante este primer fracaso, el grueso del contingente turco se retiró sin lucha, siendo perseguido por Filiberto de Saboya, quien, cuando tenía a tiro al enemigo, resguardado en la rada de Navarino, optó valientemente por no hacer nada y retirarse sin lucha digna de mención, aunque eso sí, enseñando los dientes muy apretados. Vamos, que hizo acto de presencia y poco más. Osuna se tiraba de los pelos; tanto esfuerzo, tiempo y dinero gastado para no conseguir nada.

Lo que es aún peor, a estas alturas para todo el mundo era evidente el doloroso contraste entre la eficacia bélica de la escuadra del virrey y la inoperancia manifiesta de las tropas imperiales. Lo cual no sentó nada bien en la corte, así que la maquinaria más poderosa de la psique hispana, la envidia cochina por el éxito ajeno, se puso en marcha. Las primeras señales no dejaban lugar a dudas: el Consejo de Estado promulgó un decreto por el que se prohibía a los virreyes dedicarse a la piratería, ya que al parecer el rey tenía la peregrina idea de que “no era bueno que la infantería española se acostumbrase a piratear”. Sí, este tolili gobernaba el imperio más poderoso de la época. El caso es que lo único que les faltó fue poner el nombre de nuestro héroe en el decretazo. Además, esta orden se acompañaba con instrucciones para desmantelar su flota privada y enviar la escuadra siciliana a Génova. Esta brillante estrategia filipina dejaba a Sicilia completamente indefensa en la práctica. Para rematarlo, le negaron al pequeño virrey la ayuda solicitada para los rebeldes griegos, aliados de España.

Ante este despropósito, Pedro respondió con una triple maniobra orquestal en la oscuridad. En el terreno operativo, se hizo el loco y con la excusa de nuevos ataques turcos, no sólo no desmanteló nada, sino que envió a una figura de la cantera, el prometedor alférez Francisco de Ribera, a probar una novedad técnica que había incorporado a su escuadra privada: el barco de casco redondo. Ribera atacó La Goleta con dos naves y obtuvo un sonoro éxito, perdiendo sólo tres hombres. Por supuesto, el rey se negó a ascender al joven alférez, porque eso de la piratería era una cosa muy fea que además estaba prohibida. En el terreno político, por un lado el virrey dio acuse de recibo de las órdenes y presentó la correspondiente dimisión, pero a la vez se postuló para el cargo de virrey de Nápoles, que andaba vacante por entonces. Para ello mandó a Quevedo a Madrid cargado con una cantidad astronómica de dinero con el que comprar voluntades. El confesor del rey, el valido Lerma, su hijo Uceda, e incluso el valido del valido fueron convenientemente untados por el cojo (ya saben, “Poderoso caballero…”), que no sólo logró el nombramiento, sino que influyó en Felipe III lo suficiente como para que dejara las manos libres un rato a su subordinado.

Así, Osuna fue nombrado a principios de 1616 virrey de Nápoles, a donde llegó en Agosto. En este periodo, siguió apretando las clavijas al sultán de forma espectacular: Francisco Ribera, que andaba pirateando el Levante turco, se presentó con 8 naves (incluyendo algunos galeones de los nuevos) en el cabo Celidonia, donde le salieron al paso unas 50 galeras turcas a las que derrotó completamente, echando a pique más de 20. Esta tremenda victoria dejó muy maltrecho el poderío naval turco y propició el ansiado ascenso de Ribera directamente a almirante. Pero una vez desbaratado el turco, desde su flamante nuevo cargo, Pedro Girón tenía un nuevo objetivo en mente.

La Serenísima pierde los papeles

Nápoles era la joya de la corona del Imperio de los Austrias; de largo el reino más rico de todos sus dominios europeos. Sin embargo, estaba paralizado por la corrupción, sin recurrir al cohecho y el soborno era imposible hacer nada, el bandolerismo campaba a sus anchas, la milicia estaba ociosa y pendenciera, las familias de la nobleza acaparándolo todo, la industria adormecida y la picaresca y el chanchullo campando a sus anchas. Más o menos como en la actualidad, vaya. Pedro aterrizó en el reino con su habitual dinamismo y contundencia, ahorcando facinerosos, enrolando presos en galeras, recaudando dineros y mandando a los soldados que cobraban paga “in absentia” a la guerra de Saboya.

Y es que como decíamos, el duque cambió un tanto su política mediterránea, pasando de dar hostias al turco con la mano abierta a dárselas a la remanguillé mientras ponía como primera de la lista a otra gran potencia de la zona; la Serenísima República de Venecia. Esta ciudad-estado de tan rimbombante nombre había conocido días mejores a cuenta de ostentar la práctica exclusividad del comercio con Oriente. Esto hasta que portugueses y españoles habían abierto la ruta atlántica, así que se encontraba en pleno camino sin retorno hacia la decadencia, aunque seguía siendo un rival de enjundia. Además, geoestratégicamente era enemiga de la monarquía española: aliada con la Sublime Puerta (entre pomposos…), estaba rodeada de dominios de los Habsburgo, españoles en Italia y austríacos en los Balcanes, por lo que les era casi obligatorio ayudar a los enemigos de éstos para mantener el equilibrio italiano. Es decir, apoyaban a Francia, y en aquellos momentos, a Saboya, que libraba contra el Monferrato una guerra menor pero peligrosísima para España, puesto que amenazaba la única ruta terrestre para enviar los Tercios a Flandes, el famoso Camino Español. No hay que ser premio Nobel para comprender por dónde iban a ir los tiros.

Osuna sabía perfectamente todo esto, así que empezó a tomar sus propias medidas, en vista de que la cancillería española aplicaba la doctrina ASM (a salto de mata), también conocida como SSV (según sople el viento), tan popular en las empresas de nuestros días. Decidió pues seguir una política coherente de presión sostenida con el fin de doblegar a Venecia y conseguir, primero que dejara de financiar la guerra de Saboya, y segundo inutilizarla como enemigo de la Corona. Dado que el Adriático, a pesar de ser una especie de lago veneciano, es fácil de controlar desde Nápoles, Osuna procedió a bloquearlo con su escuadra personal, unida ahora a la su reino. Además, prestó ayuda a los rebeldes uscoques de Ragusa (actual Dubrovnik), enclave hostil a la Serenísima. La flota veneciana, acostumbrada a algún roce con los barcos de Osuna, pronto se vio acosada de verdad por la flota del corsario español, que empezó a repetir los éxitos cosechados contra los turcos (batalla naval de Zara). Por supuesto, los venecianos pusieron el grito en el cielo, recurriendo a todas sus habilidades político-militares.

Porque Venecia disponía de dos armas principales: una, el dinero que les permitía reclutar hombres y barcos incluso en Inglaterra. Y dos, su auténtica arma de destrucción masiva, verdadero sostén de la república en la bañera llena de pirañas que era el Mediterráneo; sus famosísimos, habilísimos y taimadísimos embajadores. Donde dice embajador, léase espía también. Pronto los agentes venecianos comenzaron a actuar en Madrid contra Osuna, elevando continuas quejas. Osuna se defendía haciéndose el ofendido, proclamando que le acusaban de “los mismos cargos que a Drake”. Pero también empezaron a golpear donde más podía doler al virrey. Como quiera que éste no se hacía a la mar personalmente, sino que dirigía desde tierra las operaciones políticas y militares, los venecianos insinuaron que a lo mejor lo que pretendía Osuna era el trono napolitano. Estas insidias ya tenían orejas envidiosas bien dispuestas a escucharlas, pero además se acompañaron de caros regalos, así que entraron mucho mejor. El clima respecto a las actividades del duque se enrareció, y comenzaron a surgir sospechas que a la postre le llevarían al desastre. El rey ordenó a Osuna levantar el bloqueo. Pedrito se hizo de nuevo el orejas, puesto que la presa andaba ya medio asfixiada, aunque el rey insistió. Después cambió de opinión, pidiendo al duque que apretara pero como si fuera una desobediencia suya particular. Y luego volvió a cambiar. Más tarde…bueno, imagino que van pillando la mecánica de Felipito III “el Intermitente” y no les costará imaginar porqué Osuna acabó haciendo lo que le pareció oportuno o porqué se sintió completamente abandonado por sus superiores.

En esta pugna que se desarrollaba en el mar, nuestro pirata acabó finalmente agotando a Venecia, que tuvo que firmar la paz en la guerra saboyana. Sin embargo, los venecianos interpretaron el tratado en sentido un pelín amplio y consideraron que les permitía hacer lo que les saliera del forro en el Adriático. Desembarcaron en territorio ragusano y erigieron allí una fortificación. Osuna respondió de inmediato enviando a Ribera para allá, que se encontró con la escuadra veneciana esperándole. Como todos ustedes imaginan, otro rotundo y espectacular triunfo de la flota española, incluida vergonzosa y nada serenísima huida de los supervivientes.

La fruta estaba madura para la caída, pero si había que esperar autorización de Madrid sólo podía caer de aburrimiento, así que el virrey corsario urdió por su cuenta un golpe de mano conocido como la Conjuración de Venecia. Se trataba de poner la ciudad en sus manos, para ofrecer el hecho consumado a la corte madrileña. Desde principios de 1619, hombres fieles a Osuna, en contacto con el embajador español y el gobernador de Milán, Don Pedro de Toledo, fueron infiltrándose en pequeños grupos en la ciudad. Se acumularon armas y municiones en lugares secretos. El propio Quevedo formaba parte de la operación. Para Mayo, con ocasión de la fiesta mayor de Venecia, la escuadra de Osuna, que había permanecido inactiva toda la primavera, se movió con sigilo hacia la capital de la República. Pero a última hora, alguien denunció el complot; los venecianos ajusticiaron a unos cuantos conspiradores, saliendo el resto de la ciudad como buenamente pudo. Los huidos fueron recogidos por la flota del virrey. Todos los autores intelectuales del putsch negaron su implicación, incluido Osuna, pero era bastante claro a quién se le había ocurrido la cosa; Venecia protestó airadamente. A pesar de la hostilidad veneciana, el rey de España ordenó levantar el bloqueo marítimo.

Pero a la postre este contratiempo aceleró la caída en desgracia de Osuna, cosa que por otro lado, ya esperaba. Abandonado por su propio gobierno, por estas fechas el virrey optó por escoger un nuevo lema para su bandera pirata, “Quo non ascendam?” (¿A dónde no subiremos?) que sirvió de carnaza a las teorías de la conspiración alentadas por Venecia. Para más inri, como sus demandas de refuerzos eran regularmente ignoradas, desplegó su propia actividad diplomática: trató de enrolar incluso mercenarios ingleses en sus filas, gestión que fue desautorizada por Madrid. Y mientras el virrey empleaba el tiempo en lo suyo, capturando barcos turcos llenos de botín y de personajes importantes, incluida la mejor galera de la flota islámica (a la que rebautizó como “Real de Osuna”, ahí provocando), arreciaban las acusaciones contra él. Ahora se sumó a los venecianos la nobleza napolitana, que estaba esperando su ocasión, y sus enemigos en la Corte.

Finalmente el Consejo de Estado le destituyó y le reclamó en Madrid para hacer frente a un buen montón de cargos, a pesar de los enormes servicios prestados. Se le acusaba de practicar la piratería, de desobedecer las órdenes reales, de vivir rodeado de lujo, producto de sus capturas, de administrar justicia a su albedrío y de no tratar a la nobleza del reino como éstos creían que era debido. Curiosas acusaciones para un virrey, ¿no creen?. Se le ordenó entregar o vender los barcos de su impresionante flota (más de 70 unidades) a quien quisiera comprarlos. El duque sugirió seguir empleándolos en combate, pero no se le hizo caso y se utilizó el dinero de la venta en tratar de restaurar la andrajosa flota real. De esta tonta manera se malgastó una potente, cara y bien entrenada maquinaria bélica, pero se trataba de desmantelar el intimidante poder del duque. Osuna se dispuso a partir, no sin antes pasar revista a sus marinos y remeros y proporcionarnos otra de sus típicas anécdotas. Preguntó a los remeros porqué habían ido a parar a galeras; naturalmente todos culpaban a la mala suerte, injusticia o a algún agente externo. Todos excepto uno, que no sólo confesó sus delitos sino que comentó que le parecía poca pena acabar como galeote. El virrey lo liberó y lo envió de vuelta a casa con un ducado en el bolsillo, pues no era cuestión de que un malhechor así corrompiera a tantas buenas personas.

Pedro Girón llegó a España en 1620, tras sufrir el abandono de gran parte de sus amigos y fieles, como Octavio de Aragón, que en cuanto desembarcó al duque en Barcelona, cambió las enseñas negras de sus naves por las reales y partió al servicio del nuevo virrey. La situación política, de todas formas, no parecía especialmente grave y Osuna seguía siendo una figura importante. Lerma había caído en 1618, pero ahora era su hijo Uceda el valido, y recuérdese que al fin y al cabo, Osuna era uno de sus hombres. Sin embargo, el azar conspiró contra el duque. Mientras se encontraba preparando su defensa, murió el rey Felipe III. El favor del nuevo monarca propició el ascenso como valido de un ambicioso de mucho carácter y muy malas pulgas, bastante más famoso que nuestro protagonista… don Baltasar de Zúñiga, conde-duque de Olivares. Quien procedió a eliminar de la escena política a todo el partido de Uceda, empezando por el más temible rival. La suerte de Osuna estaba echada; fue detenido y encarcelado en secreto. El gran duque de Osuna, terror del Mediterráneo durante más de diez años, el hombre que jamás perdió una sola nave en combate, al que los turcos llamaban Deli-Bajá (el jefe valiente), languideció, enfermó y finalmente murió en una vulgar prisión en 1625.

Y de esta penosa forma acabó sus días uno de los héroes de acción más grandes de la historia de España. La historiografía oficial procedió a enterrar al personaje, como ya hizo desde un buen principio el gabinete de Olivares, con lo cual ha permanecido casi oculto para el gran público hasta la actualidad. Más lamentable es aún por la carga de hipocresía impropia de historiadores que siempre encontramos alrededor de ciertas actividades como la piratería. Si la figura de este “señor muy pequeño que era muy grande” no ha desaparecido del todo en las brumas de los proscritos, se debe sin duda a los elogiosos sonetos que le dedicó su fiel agente, Francisco de Quevedo, otro gran hombre de acción.

Seguro que alguno se estará preguntando si las acusaciones tenían alguna base y Osuna pretendió en algún momento erigirse de forma efectiva en rey de Nápoles. Lo cierto es que estuvo en disposición de ello, por presupuesto y fortaleza política y militar. Y lo cierto es que la Monarquía desaprovechó lamentablemente la oportunidad que Osuna le ofrecía. Quizá un poder independiente habría servido mejor a los intereses de España, a su pesar. O quizá mejor dirigido, o simplemente dándole libertad de movimientos, la historia habría sido muy distinta. Lo que es seguro es que el nivel de frustración de una persona activa y capaz como Pedro Girón debió ser muy grande, y que probablemente se preguntaría porqué tendría que aguantar tanta ingratitud, tanta intromisión y tanta cortedad de miras. En cualquier caso…¿quién hubiera podido reprocharle nada, con tan obtusos señores? Y sin embargo, se mantuvo leal. Esto es la historia de España, amigos, que devora a sus hijos pródigos. A ver si se creen que tanta mala leche ibérica es producto de repartir amor y florecillas.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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