En papel
Leopoldo M. Panero: el enfermo descansa, queda el poeta
Recuerdo la primera vez que oí pronunciar el nombre de Leopoldo María Panero. Mediados de los 90, fingía estudiar con los codos bien clavados en la mesa y la mirada puesta en el libro de Filosofía, o de Matemáticas, o de Historia, como el que pasa horas asomado a un pozo seco porque es lo que le han dicho que haga. Mis sentidos, al menos el auditivo, estaban en la habitación de al lado, en el despacho de mi padre que, una tarde más, rendía (merecida) pleitesía a aquella ‘ventana’ radiofónica del Javier Sardá pre-marciano. Eran otros tiempos. Entonces Sardá, incorruptible, ponía en práctica el noble arte de hacer lo que le daba la gana. No había tertulias de moros contra cristianos, sólo personas CON personas. Y de todos los coloquios que el amigo de Casamajor espoleaba, el de los “locos” era a menudo el que más verdades plantaba en los oídos de la parroquia. Y más dolor, no cabe duda. ¿Acaso las verdades no son casi siempre dolorosas?
Panero participaba en aquella tertulia. Creo, aunque no os fiéis demasiado de mi memoria, que era el único personaje célebre de entre los pacientes psiquiátricos que Javier congregaba para departir de lo divino, lo humano, y lo sombrío. Creo, también, que era Panero el único que solía participar vía telefónica, desde el sanatorio. El resto se sentaban a la diestra y la siniestra de Sardá. Panero, en cualquiera de sus tres estados, el tipo de una lucidez que laceraba la piel, el paranoide o el depresivo sin el más mínimo interés en participar de la conversación, brillaba como un nuevo big-bang en la oscuridad del infinito. Impredecible, real, nunca farisaico, nunca supeditado a los guiones de la corrección ni el buen gusto.
“¿Quién es ese?”, le pregunté un día a mi padre desde mi habitación después de que Panero noqueara mi frágil y esponjoso cerebro de 16 años con alguno de sus versos-cuchillo. “¿Tú no estás estudiando?”. “Ya he terminado”. “Sí, seguro…”, y continuó, porque nunca ha sabido ser severo: “Ese es Leopoldo María Panero, un poeta”. “¿Y qué le pasa?”. “Es esquizofrénico, ha tenido una vida jodida”. Ante el aluvión inminente de preguntas de ese cerebro, frágil pero insaciable, mi querido progenitor cortó por la tangente y puso en mis manos su cinta (beta) de El desencanto, como años antes hiciera con un libro sueco de sexualidad para niños del que aprendí un par de cosas, sobre todo a cascármela. El documental de Chávarri, sin embargo, era ligeramente menos afrodisíaco, aunque soberbio en la ilustración de esa familia Panero que llevaba la disfuncionalidad a niveles de excelencia. Me vi cara a cara con el Leopoldo María de 20 años atrás, un dandy decadente, un Oscar Wilde fuera de tiempo y de lugar que a pesar de haberse ya ‘suicidado’ un par de veces no daba signos de más anomalía mental que la de un coeficiente intelectual desbocado y una cierta pedantería en el discurso, probablemente fruto de las cantidades industriales de poesía (propia y ajena) y filosofía clásica que llevaba dentro.
No transcurrió mucho tiempo entre aquel virginal visionado de El desencanto y el estreno en televisión de Después de tantos años, la segunda entrega de la vida y rencores de los Panero, con Jaime Chávarri fuera de la foto pero con el mejor suplente posible: Ricardo Franco. La década de los 80 había pasado como una apisonadora por encima de los tres hijos de Leopoldo Panero y Felicidad Blanc, pero en el mediano, en Leopoldo María, que ya sentenció en su juventud que era el chivo expiatorio de su estirpe, con la mirada perdida, la mirada del cuco, lejos, muy lejos de aquí o de allá, todo rastro del veinteañero “repipi” que fue había desaparecido en favor de la nada seductora estampa del esquizoide puro y duro, embotado por los anti-psicóticos y las interminables temporadas de internamiento psiquiátrico. Ahora era el poeta maldito por antonomasia; ese al que, como Michi lamentaba, todos decían conocer, admirar, querer, pero al que muy pocos frecuentaban si no había una Nikon de por medio. La locura romántica, la ordinaria follia, es una cosa; la psicosis es otra muy distinta. No hay glamour ni belleza en ello; sólo sufrimiento.
Panero volcaba la lucidez en su poesía, entre versos encontraba la línea de puntos que unía cada verdad que le latía en el corazón, en el estómago, en los huevos; la verdad incluso sobre su propio delirio. Fuera de la hoja en blanco se encontraba perdido, su atención rara vez se centraba en los interlocutores de turno, caldo del que Enrique Bunbury y Carlos Ann recibieron cien tazas agrias mientras rodaban Un día con Panero. De nuevo, Leopoldo, el poeta del orín y la cara oculta de la luna, ponía de manifiesto que el malditismo sólo tiene gracia si nadie sale herido. Y Leopoldo, todo él, era una gran herida que supuraba pus amarga. El soldado caído de las letras españolas, un espectáculo difícil de asimilar en las distancias cortas. En ese documental, no obstante, escupió el mejor epitafio posible. Al despedirse de Enrique y Carlos, esos chavales tan amables que por alguna extraña razón le habían sacado de paseo y colmado de atenciones, cuando ya había dejado atrás la puerta del manicomio, volvió sobre sus pasos para revelarles un último secreto: “Sois vosotros los que estáis en la cárcel, yo no”.
Así es. Panero tenía sobrados motivos para volver a su encierro voluntario. ¿Cuál es el vuestro?
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