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La educación prohibida y Ferdyduke: Diálogo platónico

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Con el documental La Educación Prohibida y la novela Ferdyduke de Gombrowicz como pretexto, Miguel Blasco y su álter ego Arturo Von Rizzori se enzarzan en una intensa conversación sobre el arte y la (no) educación. Que no quede títere con cabeza es siempre la consigna.

¿Podríamos hablar del documental “de moda”, ‘La educación prohibida’?
Hablemos. ¿Por qué “de moda”?

Bueno, aparte de tener más de seis millones de visitas en Youtube en pocos meses, ha sido financiado mediante crowdfunding, el método de producción de moda.
Es un método interesante, aunque en Hollywood siempre ha habido problemas para contentar a uno o dos productores. ¿Qué películas nos esperan si han de seducir a tropecientos mecenas?

No sé si películas más democráticas. Aunque el dinero se pone de antemano. El resultado final, seguramente, no agrade a los tropecientos.
Ya. Pero tremendo handicap a la hora de dirigir. O a la hora de crear. Hacer productos de entrada apetecibles…. Posiblemente en La educación prohibida ha pasado algo de esto.

¿En qué sentido?
Sus directores han hecho un montaje para agradar: esta versión que está colgada on-line y que no me parece una película, más bien un reportaje informativo.

Sí. Pero es necesaria. Abre conciencias. Viene a despertar ojos abiertos. No sé, plantea un esquema de cómo ha sido nuestra educación o cómo ha sido de dos siglos a esta parte, el modelo prusiano, la dinámica del premio-castigo, etc… 
Sí, supongo que si la educación hubiese sido otra, la película habría sido diferente. Lo que me inquieta es que la película no comulga con lo que predica.

¿Por qué? 
Quiero decir… si la cosa es mostrar que otro tipo de educación es posible, ¿por qué no empezar precisamente por hacer otro tipo de cine?

Ya. Supongo que los dos directores querían que la entendiera mi madre, mi primo y tu tía.
Luego, de alguna manera, estaban tratando de educar. Y se tropiezan con los mismos defectos que critican.

Pero es complicado… 
No creas. No tanto. Y hay ejemplos. Lo que pasa es que tenemos una capacidad asombrosa de relegar al olvido todo aquello que se sale de la norma.

¿En qué piensas? 
En ‘Ferdyduke’, la novela de Witold Gombrowicz, de 1937. Es pura dinamita, y lo digo literalmente. El argumento es bien sencillo: un escritor novel, tras la publicación de su primer libro, se siente inmaduro, no sabe si ese libro suyo ha tocado los grandes temas universales y si en sus próximos escritos podrá alcanzar la profundidad que normalmente aceptamos que tienen las novelas de los grandes escritores. Así que el tipo va y le lleva su primera novela a un señor súper culto y educado y éste, escandalizado, lo encierra en un colegio. Lo mete en una clase con chavales justo en el día en que éstos inician una revolución.

Me recuerda a ‘Cero en conducta’ de Jean Vigo.
Sí, en este arranque son muy similares. Son dos obras incendiarias. Fíjate lo que le suelta uno de los alumnos a su profesor de Latín:

 “-¿Cómo es eso, señores? ¿Es posible que no aprecien? ¿No ven acaso que “collandus sim” educa la inteligencia, desarrolla el intelecto y enseña a fraternizar con el pensamiento antiguo? 

Entonces se levantó Kotecki y gimió: 

-¡Por Dios! ¡Por Dios! ¿Cómo se desarrolla si no desarrolla? ¿Cómo perfecciona si no perfecciona? ¿Cómo educa, si no educa nada? ¡Oh, Dios mío! 

EL MAESTRO: ¿Qué, señor Kotecki? ¿”Us” no perfecciona? Usted sostiene que esta terminación no enriquece? ¿Cómo puede ser eso, Kotecki?
KOTECKI: Esta terminación no me enriquece. Esta terminación no perfecciona. ¡Nada!
EL MAESTRO: ¿Cómo no enriquece? Pero Kotecki, ¿entonces no sabe usted que el conocimiento del latín constituye la base de toda riqueza? Pero por favor, Kotecki, ¿acaso, según usted sería posible que tantos y tan expertos pedagogos durante años enseñasen, y en tiempos como los nuestros, algo carente de todo valor educativo? Si nosotros enseñamos el latín con tanto sacrificio y tanto empeño, eso prueba que debe ser enseñado el latín. Confíe en mí, Kotecki, su mente común no puede apreciar debidamente esas ventajas.
KOTECKI: Y yo no puedo… no lo aprecio. ¡Dios!”
 

O esta otra conversación entre el tipo que mete al protagonista en el colegio y el director del centro: 

“-Sí, pero la maestra de francés parece interesante-observó Pimko.

-¡Pero qué esperanza! Yo mismo no puedo hablar con ella un minuto sin bostezar dos veces por lo menos.

-¡Ah, entonces es otra cosa! ¿Serán sin embargo bastante experimentados y conscientes de su función pedagógica?

-Todos los profesores son las más fuertes cabezas de la capital –repuso el director- ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio; y si lo tuviera, ya me encargaría de echar al pensamiento o al pensador. Esos maestros son perfectos alumnos y enseñan sólo lo que aprendieron, no, no, no queda en ellos ningún pensamiento propio.” 

Y otro diálogo con el profesor de Literatura:

“-Pero si a mí no me encanta. ¡No me interesa! No puedo leer más de dos estrofas y aun eso me aburre. Dios mío, socorro, ¿cómo me encanta, si no me encanta?

Se le desorbitaron los ojos y se sentó, sumergiéndose en abismos. Esta confesión ingenua atragantó al maestro.

-¡Cállese, por Dios, Kotecki!, ¿quiere perderme? ¡Le pongo un uno a Kotecki! ¡Kotecki no se da cuenta de lo que dice!

KOTECKI: ¡Pero yo no puedo comprender! ¡Yo no puedo comprender cómo es que me encanta si no me encanta!
EL MAESTRO: ¿Cómo no le encanta si le he explicado mil veces, Kotecki, que el encanta?
KOTECKI: Me lo explicó, pero a mí no me encanta.
EL MAESTRO: Bueno, eso es asunto privado suyo. Parece que Kotecki no es inteligente. A los demás les encanta.
KOTECKI: ¡Pero palabra de honor que a nadie le encanta! ¡Cómo puede encantar si nadie lee esa poesía, fuera de los que están en edad escolar y eso porque se les obliga a viva fuerza!
EL MAESTRO: ¡Cállese, por Dios! Es porque son contados los seres en verdad cultos y a la altura…
KOTECKI: Pero ni aun los cultos. ¡Nadie! ¡Nadie, digo!
EL MAESTRO: Kotecki, yo tengo mujer y un niño. ¡Tenga piedad por lo menos del niño, Kotecki! Es indudable que la gran poesía debe admirarnos y como Julio Slowacki era gran poeta… A lo mejor Slowacki justamente no le conmueve, pero no me diga que no le sacuden en lo más profundo Mickiewicz y Byron, Phuskin, Shelley, Goethe…
KOTECKI: A nadie sacuden. Nadie se interesa, todos se aburren. Nadie puede leer más que dos o tres estrofas. ¡Oh, Dios! ¡No puedo!”.
 

Claro, Witold Gombrowicz está hablando de unos alumnos hipotéticos. 

Sí, el tono es surrealista e iconoclasta pero no me creo que cuando tú estudiabas no te asaltaba de vez en cuando ideas parecidas a algunos de estos diálogos. Lo que pasa es que te anularon. La educación prohibida explica muy bien eso, pero se queda ahí. Gombrowicz va más lejos todavía. Son los niños, los jóvenes, los que se dan cuenta del engaño. Y, a partir de ahí, son imparables. El delirio va en aumento conforme avanza. Además, la novela está cargada de expresiones como de parvulitos, juegos de palabras con culos y cacas, a veces parece tremendamente infantil… pero es que, ¿sabes cuál es el verdadero propósito? 
¿Cuál?

Atentar contra el Arte. Dinamitarlo. Es una obra 100% terrorista. Mira lo que se dice en el capítulo cuarto: 

“Señores, existen sobre la tierra ambientes menos o más ridículos, menos o más vergonzosos y humillantes, y asimismo la cantidad de la estupidez no es igual en todas partes. Así, por ejemplo, el medio de los peluqueros me parece, a primera vista, más sujeto a tontería que el medio de los zapateros. Pero lo que sucede en el medio artístico del orbe supera todos los récords de la estupidez y la infamia, a tal punto que un hombre decente y equilibrado no puede no inclinar su rostro inundado por el sudor de la vergüenza, frente a esas orgías infantiles y pretenciosas. ¡Oh, esos cantos sublimes que nadie escucha! ¡Oh, los coloquios de los enterados y el frenesí de los conciertos y aquellas íntimas iniciaciones y aquellas valorizaciones, discusiones, y los rostros mismos de esas personas cuando declaman o escuchan, celebrando entre sí el santo misterio de lo bello! (…) ¿Qué es, en realidad, lo que se imagina aquel que, en nuestros tiempos, siente la vocación de la pluma, del pincel o del clarinete? Él, ante todo, quiere ser artista. Quiere crear el arte. Anhela, entonces, con la belleza, la bondad y la verdad alimentarse a sí mismo y a sus conciudadanos, se propone ser Vate, Bardo, Sacerdote y regalarse en su ser a los demás, quemarse en el altar de lo sublime, procurando a la humanidad ese maná celestial tan deseado. Además quiere dedicar su Talento al servicio de la idea, y quizás conducir a la humanidad o a la Nación al mejor futuro. ¡Qué fines más nobles! ¡Qué magníficos propósitos! ¿No eran tales, acaso, los fines y propósitos de Shakespeare, Goethe, Beethoven o Chopin? Aquí está la cosa, sin embargo, que vosotros no sois Chopines ni Shakespeares, sino a lo mejor semi-Shakespeares y cuartos de Chopin (¡oh malditas partes!) y por consiguiente esa actitud sólo destaca vuestra triste inferioridad e insuficiencia, y parecería como si quisierais por fuerza saltar al pedestal, rompiéndoos en torpes saltos vuestras partes del cuerpo muy preciosas. 

Creedme: existe una gran diferencia entre el artista que ya se ha realizado y aquella muchedumbre infinita de semiartistas y cuartos de bardo que se empeñan en realizarse. Y lo que queda bien en el genio, en vosotros suena de un modo distinto. Mas vosotros, en vez de preocuparos concepciones y concordantes con vuestra realidad, os adornáis con plumas ajenas, y he aquí por qué os transformáis en eternos candidatos y aspirantes a la grandeza y la perfección, eternamente impotentes y siempre mediocres; os volvéis sirvientes, alumnos y admiradores del Arte, que os mantiene en la antesala. (…) ¿Cuál entonces –preguntaréis- debería der la concepción nuestra para que podamos por fin expresarnos de modo más adecuado a nuestra realidad, más razonable y a la vez más soberano? Señores, no está dentro de vuestras posibilidades convertiros, así no más, de hoy para mañana, en maduros vates; podéis, sin embargo, en cierta medida sanear eso males y recuperar la soberanía perdida, alejándoos de aquel arte que os procura un cuculio tan molesto. Ante todo, romped de una vez con todas con esa palabra: arte, y también con esta otra: artista. Dejaos de hundiros en esas palabras que repetís con la monotonía de la eternidad. ¿No será cierto que cada uno es artista? ¿No será así que la humanidad crea el arte sólo sobre el papel y la tela, sino en cada momento de la vida cotidiana? Cuando la doncella se pone una rosa, cuando en una charla amena se nos escapa un chiste jocoso, cuando alguien se confía al crepúsculo, todo eso no es otra cosa sino arte. ¿Para qué, entonces, esa división tremenda: ah, yo soy artista, yo creo el Arte, si más conveniente sería decir con sencillez: yo, quizás, me ocupo del arte un poco más que otras personas. Y, en segundo lugar, ¿por qué ese culto, esa admiración, para ese solo arte que se expresa en lo que llamamos “obras”? ¿De dónde sacasteis esa ingenuidad de que el hombre admira tanto las obras del arte y nos desmayamos y morimos de pasmo escuchando una sinfonía de Beethoven? ¿Nuca os vino a la cabeza cuan impura, mezclada y agudamente inmadura es esta región de la cultura, región que queréis encerrar en vuestra fraseología simplista? El error que monótona y comúnmente cometéis consiste sobre todo en eso: que reducís el contacto del hombre con el arte casi exclusivamente a la emoción estética, concibiendo a la vez ese contacto en un sentido demasiado particular y apartado, justamente como si cada uno conviviese con él en la soledad más absoluta, herméticamente aislado de los demás hombres. Pero en realidad se efectúa aquí una fusión de un gran número de emociones diferentes, todavía multiplicadas por una fusión de muchos y diferentes hombres que mutuamente se influyen y sugestionan, induciéndose a estados de alma colectivos. (…) Es cierto que el arte consiste en el perfeccionamiento de la forma. Mas vosotros –y aquí nos encontramos frente a otro cardinal error vuestro- os imagináis que el arte consiste en la creación de obras perfectas; aquel inmenso y panhumano proceso de crear la forma lo reducís a producir poemas o sinfonías: y aun nunca supisteis apreciar debidamente y aclararlo a los demás cuan enorme es el papel de la forma en nuestra vida. Hasta ahora seguimos juzgando que son los sentimientos, instintos o ideas los que rigen nuestra conducta, mientras a la forma la consideramos más bien como un inofensivo y suplementario adorno. Y cuando la viuda, acompañando el féretro de su marido, con ternura llora, nosotros pensamos que llora porque dolorosamente siente su pérdida. Cuando algún ingeniero, médico o abogado asesina a su esposa, hijos o amigos, opinamos que se deja llevar por sanguinarios y rabiosos instintos. Cuando algún político tonta, mentirosa y estrechamente se expresa en su discurso público, decimos que es tonto porque tontamente se expresa. Pero en la Realidad el asunto se expresa así: que el ser humano no se exterioriza de modo inmediato y concordante con su naturaleza, sino siempre en una definida forma; y que esta forma, aquel estilo, modo de ser, modo de hablar y reaccionar, no proviene sólo de él sino que es impuesto desde el exterior, y he aquí que ese mismo hombre puede manifestarse por afuera, ora sabia, ora tontamente, sanguinaria o angélicamente, madura o inmaduramente según qué forma, qué estilo se le presente, y cómo esté presionado y limitado por el prójimo. (…) La Forma no es para vosotros algo viviente, humano, algo diría, práctico y cotidiano, sino un atributo festivo del arte. Inclinados sobre vuestro papel os olvidáis hasta de vuestras propias personas y no os importa perfeccionaros en vuestro propio, personal y concreto estilo, sino perfeccionar no sé qué cuentos abstractos e imaginarios. En vez de que el arte os sirva, servís al arte, y he aquí por qué, me imagino, con mansedumbre de ovejas, permitís que os estorbe el desarrollo y os empuje a la eterna indolencia. (…) Si el que quisiese agarrar la pluma lo hiciese no con el fin de convertirse en el Gran Escritor y crear el Arte sino para –digamos- expresar mejor su propia personalidad y explicarse a otras personas, o para arreglarse interiormente y también para agudizar y profundizar su contacto con los demás, haciéndolo más íntimo y creador, eso podría serle de gran provecho”.

¡Joder!

Claro. Y es de 1937. Esta novela, todas las de Gombrowicz, son un peligro para los que gustan y se acomodan en lo establecido, a todos los niveles, político, social, cultural… son bombas de relojería. Volviendo a ‘La educación prohibida’, estoy seguro que sus dos directores sabían lo que se traían entre manos, ¿cuántas horas de material bruto deben tener? Estuvieron en muchas escuelas alternativas, en muchos países. Pero el resultado final me parecen los apuntes para una película, al estilo de Pasolini, que hacia mucho eso. Pero no es la película. Sólo muestra un estado de las cosas, un fresco de cómo ha sido, es un punto de partida pero no un final o un marco para hablar de la educación. Y ofrece muy pálidas alternativas.
Sí. Una de las cosas que le han achacado es que todos los centros de enseñanza alternativa que aparecen son para una élite, la matricula cuesta un ojo de la cara.

Todo queda en unas grandes esperanzas y unas buenas intenciones para muy pocos. Para quien pueda pagarlo. ¿Los que nos gobernaran dentro de unos años, niños más amables? Todos esos métodos que rompen con la regla y que ahora son la excepción deberían ser públicos, gratuitos. Ahí es cuando podríamos empezar a hablar de algo. Claro que esto tú y yo no lo vamos a ver.
Ya.

[vimeo id=”59298186″ width=”620″ height=”360″]Y una última pista. El otro día vi este corto de animación de un director de cine olvidado como un poco olvidado tenemos a Gombrowicz en literatura. ¿Y sabes qué me encantó?
¿Qué?

En diez minutos es capaz de sintetizar lo que en ‘La educación prohibida’ se tarda dos horas y media. O lo que es lo mismo: que la mirada de un niño sobre las cosas es diez mil veces más potente que las sesudas reflexiones en las que los adultos habitualmente nos enfrascamos. Habría que recuperar un poco eso. 

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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