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Paisajes del presente: ‘Crash’ y ‘El desierto rojo’

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El Arte vino a quedarse para siempre con nosotros, pero ¿y si no hacemos caso? No pasa nada. El que de verdad desee, el que de verdad avise, el que de verdad conmueva… dejará su huella sobre la arena y la veremos en otras playas. O en otros vertederos. Y sin tanto refrito literario: ciertas obras de arte tienen la capacidad de enseñarnos que puede ocurrir. Ahí están.

La novela Crash (1973) de J.G Ballard podría pasar por una segunda parte ampliada y radicalizada de El desierto rojo (1964) de Antonioni. Las orgías ya no se sugieren a través del color en un cuartucho cercano al puerto sino que se realizan en el interior de un coche aparcado en la cuneta de una autopista de seis carriles. En las dos obras el espacio afecta profundamente a los personajes. La Rávena industrializada de El desierto rojo impide cualquier tipo de contacto amoroso o sexual mientras que el gigantesco extrarradio de bloques grises y barrios residenciales de las afueras de Londres es en Crash el escenario impersonal en el que un grupo de pervertidos da rienda suelta a sus fantasías y se excita viendo accidentes de coche o provocándolos.

La relación hombre-máquina se convierte en ambas en una actualización de la dialéctica amo-esclavo. Tanto la novela como la película prefiguran una sociedad aberrante, monstruosa, donde los sentimientos inocentes brillan por su ausencia. De hecho, ya no hay inocente. Pero, en el fondo, ninguna de las dos –revisitadas 30 años después- iba muy desencaminada.

De Crash me gustaría rescatar este fragmento en el que se nos anticipa o se nos da un avance de esa oligofrénica moda reciente que es el tunning:

Para Vaughan, los detalles mínimos de estilo en un automóvil tenían una vida propia, tan significativa como los miembros y los órganos sensitivos de lo seres humanos. A veces me pedía que me detuviera frente a un semáforo para admirar la conjunción del limpiaparabrisas y el vidrio de un coche estacionado. Los contornos de los sedanes americanos deleitaban a Vaughan (…) lo obsesionaba el diseño de las piezas cromadas de las ventanillas, las molduras de acero inoxidable, las varillas del limpiaparabrisas, las ruedas, el cierre del capó y las puertas.”

O este otro, en el que se nos muestra a una población tremendamente cotilla y  voyeour. (Podríamos entenderlo como una premonición de lo que es la verdadera esencia de las redes sociales o de esa inmunidad ante un telediario cada vez más cargado de noticias violentas):

Miré a la multitud. Había muchos niños, a veces trepados a los hombros de sus padres para ver mejor. Las luces intermitentes de la policía les bañaban las caras mientras subíamos por el terraplén. Ninguno de los espectadores parecía alarmado. Observaban la escena con el interés sereno y reflexivo de un comprador inteligente en una subasta de animales de raza. Las posturas distendidas revelaban una comprensión en los puntos más sutiles, como si advirtieran todo el significado del desplazamiento del radiador de la limusina, de la distorsión del chasis del taxi, la escarcha del parabrisas, los miembros amputados…”

¿Estamos ante dos obras de terror? Posiblemente. Desde luego no un terror adolescente de sustitos y asesino en serie. Es de otro tipo, un terror muy sencillo de conseguir. Basta con mirar cómo era la sociedad a finales de los 60-principios de los 70 y preguntarse: ¿y qué pasaría si…? ¿Qué sucedería si se radicalizaran ciertos comportamientos? ¿Si se le da una vuelta de tuerca a cosas que ya suceden? El resultado es un terror mucho más certero que el de fantasmas y mutantes. Es un terror cercano y un terror, además, que se cumple. El grupo de protagonistas de El desierto rojo es intercambiable por el grupo de pirados que deambulan por las páginas de Crash. Antes los llamé pervertidos, ahora utilizo el adjetivo pirados. Pero, ¿hasta qué punto lo son? ¿Cómo se han convertido en eso? La respuesta se sugiere en estas dos obras.

Para finalizar podemos ver este fragmento de El desierto rojo donde Mónica Vitti le narra un cuento a su hijo. Su hijo mimado y consentido que en la secuencia anterior se ha fingido paralítico para llamar la atención. A medida que el cuento avanza escuchamos un música, una música electrónica, una música no humana, creada por un –en la época- primitivo sintetizador. El cuento es inquietante pero lo es, sobre todo, por el efecto que nos provoca esa música. La fotografía y el espacio son hermosos. ¿Qué nos quería transmitir Antonioni con esta mezcla, con este cuento insertado en la película? El texto del cuento es poesía pura. Al final el niño pregunta: -¿Cantaban todos? Y la madre responde: -Todos. Es, al mismo tiempo, el mayor alegato ecologista que he visto nunca. Es abierto. Misterioso. Tiene algo del canto de las sirenas de Ulises. El viaje final de la niña hacía una serie de rocas donde suena una música artificial a mi sugiere el viaje que recorre la infancia desde entonces: atraídos por la tecnología, por lo nuevo o novedoso, van a parar a un lugar estéril, agreste, petrificado. ¿Nuestra sociedad actual, marzo, año 2013?

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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