Cuadernos
La conquista de América (III): Hondonadas de Yoyah
Por fin, querido lector, después de dos entregas de verborrea desatada, de larguísimo preámbulo, de explicaciones inútiles estilo “profesor Franz de Copenhague”, en fin, de paja y más paja, llegamos a la parte que nos gusta, porque todos llevamos en nuestro interior un pequeño cabroncete: la de las hostias.
La hueste indiana se interna en territorio desconocido, a través de junglas, montañas y ríos y al fin, se produce el dramático encuentro entre dos culturas, el ansiado choque de civilizaciones, el mundo entero contiene la respiración por un instante para contemplar…una de las más ridículas escenas de la Historia, y eso que la historia abunda en escenas cómicas y chocantes.
El autor de esta joya de la jurisprudencia, parida tras un largo – y enconado, recuerde que hablamos de España – debate sobre la naturaleza y condición del indio, sobre si se les debía hacer guerra y bajo qué condiciones y sobre el derecho de conquista, más conocida como “Querella de los Justos Títulos”, fue Palacios Rubio (no se preocupe si no lo conoce, el 99% de sus compatriotas tampoco), un famoso jurista de la época. Como todas las ficciones legales, cuanto más tontas mejor, en España se tomó este formalismo jurídico muy en serio. Era rigurosamente obligatorio seguir este procedimiento, así por ejemplo Pedro de Alvarado tuvo bastantes problemas con la justicia por saltárselo y pasar directamente a achicharrar indios quiches, corriendo grave riesgo de ver su conquista de Guatemala declarada como ilegal.
Si los indios se pitorreaban y atacaban a la hueste, automáticamente eran declarados “flecheros” y se les podía hacer guerra justa. Si sólo se pitorreaban, los españoles se instalaban en la zona. Al principio todo se desarrollaba tranquilamente, pero era bastante habitual que al poco tiempo, los españoles comenzaran a pedir cosillas; que si dame comida,que si págame un tributo, que si trabaja para mí, que si qué peluco más bonito, que me lo des…lo que tarde o temprano llevaba a hondonadas de yoyah.
Y aquí llegamos a una de las polémicas con más solera. ¿Cómo es posible que grupos de pocos centenares de hombres derrotasen a tantos indios, imperios incluidos, en un plazo tan breve de tiempo y conquistaran tal cantidad de territorio? La teoría más extendida, repetida y manoseada es la de la superioridad tecnológica del armamento europeo, con sus armaduras, cañones y caballos. Un mito más, como ya habrá adivinado el lector; vamos a examinar con más detalle el “avanzado armamento” de los españoles.
Los arcabuces sin duda espantaron a los indios cuando los vieron en acción (los tubos de fuego), y desde luego, se trataba de una tecnología fuera de su alcance. Pero recuerden que estamos en la primera mitad del siglo XVI, en los albores de la era de las armas de fuego. Eran poco fiables, no disparaban si se mojaba la pólvora o la mecha, apuntar debidamente era una proeza, y además se tardaba aproximadamente un minuto o dos en cargar de nuevo el arma. Y ya saben que due minuti en Otumba es molto longo. De los cañones se puede decir más o menos lo mismo, se trataba por lo general de unos cañones ligeros, las culebrinas, que disparaban unas bolas de piedra o metal a cierta distancia. Mucho ruido, mucho humo y mucho fuego, pero poca efectividad real.
En cuanto a esas brillantes armaduras de acero de las películas, en las que rebotan las flechas, pues hombre, no es que los españoles fueran los tipos más listos de la época, pero idiotas del todo tampoco eran. Las que se llevaron desde España, desaparecieron rápidamente sustituidas por las de algodón y cuero, mucho más cómodas, ligeras y sobre todo más aptas para latitudes tropicales. Para colmo, los conquistadores no eran soldados profesionales, aunque tuvieran experiencia militar, ni la hueste un Tercio de los del Gran Capitán, precisamente.
Así que la superioridad tecnológica no era tanta como se quiere creer. Las verdaderas claves de la hazaña son, de menor a mayor peso, en primer lugar, el impacto psicológico inicial. El caballo, el cañón y el arcabuz espantaron a los indios, haciéndoles creer en un primer momento, junto con las oportunas profecías milenaristas que toda civilización que se precie ha de tener, que los españoles eran dioses o seres sobrehumanos. Pero tampoco hay que exagerar la nota, ya que pasado el efectosorpresa inicial, los indios pronto aprendieron que los caballos también morían, que los españoles no eran invulnerables, y que los arcabuces y cañones daban mucho miedo, sí, pero al fin y al cabo, cuando uno está metido en una guerra de supervivencia, le echa arrestos a la cosa. El efecto psicológico, por tanto, hay que cogerlo con pinzas también; como esas series de televisión que marcaron tu infancia, la segunda vez que las ves el efecto no es el mismo.
Donde sí se notó la superioridad europea fue en las tácticas militares de unos y otros. El concepto político-religioso que tenían los imperios americanos de la guerra la orientaba principalmente a la captura de prisioneros, para esclavizarlos u ofrecerlos en sacrificio. Por ello, los guerreros estaban adiestrados para herir a su oponente, y debilitarlo, y así poder capturarlo con vida. El armamento azteca o inca tenía idéntico objetivo; en las crónicas de los conquistadores es habitual leer cómo en el transcurso de la batalla prácticamente todos los españoles sufrían no una, sino varias heridas que no les impedían seguir combatiendo. Tanto aztecas como incas disponían de espectaculares ejércitos y de una estricta organización militar, pero estaban habituados a librar guerras relativamente cómodas, e incluso a veces ni eso; la sola presencia del ejército del Inca bastaba para que los pueblos vecinos se le sometieran. Así, Atahualpa jamás pensó que el grupo de 180 españoles con los que se encontró en Cajamarca fueran a hacer otra cosa que rendirse al ver a su ejército de 10.000 hombres.
Sin embargo los españoles aplicaron las tácticas militares europeas habituales (que buscaban la victoria por la destrucción del enemigo) con devastadores resultados, sobre todo en campo abierto; para colmo, enseguida descubrieron que al caer el jefe, los indios tenían tendencia a huir y abandonar el combate.
Paradójicamente, pues, las civilizaciones más avanzadas del continente fueron las más rápidamente sometidas por los conquistadores, con récord para el Inca, que cayó en dos horas). Por el contrario, aquellos pueblos que no habían pasado del estado tribal dieron muchos más problemas a los invasores, pues tenían que derrotarlos pueblo a pueblo, cacique a cacique, en un fatigoso y sangriento proceso, con el agravante de que estos indios sí rehuían el combate directo, y tras ser derrotados en las primeras escaramuzas, se ocultaban en la maleza y volvían para golpear a los españoles de improviso. Así fue la conquista de Colombia por Ximénez de Quesada (no se preocupe, el 99% de sus compatriotas tampoco lo conoce) o la de Quito por Benalcázar (no se preoc…en fin, dejémoslo).
Y sobre todo, en último lugar, la más importante de todas. Un grupo de 600 conquistadores puede parecer amenazador…pero un grupo de 600 conquistadores y 50.000 aliados indios ya suena bastante más terrorífico. El mayor éxito de los españoles fue aglutinar a su alrededor y utilizar los numerosos odios que los grandes imperios azteca e inca, o algunos señores mayas, habían generado entre sus vecinos. Canalizando estas fuerzas, favorables a aliarse con los recién llegados, los conquistadores las organizaron y dirigieron con mortal eficacia contra sus enemigos. Esta es la cochina verdad que se oculta bajo miles de crónicas y contracrónicas, fechos gloriosos y crueldades horrendas: la parte principal de la conquista descansó en los hombros de los propios indios.
Ahora que nuestra hueste se ha alzado triunfante con la victoria, o ha sido aniquilada en la espesura, llega la hora de echar las cuentas y hacer el balance. Todo ello en la próxima y última (porque todo acaba en esta vida, incluso lo malo) entrega: Poor man, rich man.
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