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Ama-gi, la sumisión y las heridas de los otros
La verdad tiene un efecto liberador. Porque, quien quiere ser libre, quiere hacerse una idea adecuada de las cosas, explorar el camino que lleva a la salida del laberinto, aprender a existir, a salir o permanecer fuera de la cárcel del pensamiento. La verdad tiene un efecto liberador, no sólo sobre quienes la dicen —por ejemplo, sobre quienes reconocen los errores concretos que en cada caso hayan cometido—, sino también sobre quienes la escuchan —por ejemplo, sobre quienes han sido afectados y perjudicados por los actos de terceros—. Pues, mientras que a las personas oprimidas por terceros no se les reconozca su condición de personas oprimidas, pesará sobre ellas una losa emocional e invisible que agravará la opresión que sea que padezcan o que hayan padecido, dificultando, e impidiendo en algunos casos, que puedan superar del todo la carga emocional causada por las ofensas que han sufrido. Y, de una forma parecida, sucede un equivalente con quienes no admiten sus propios errores, porque tergiversar la realidad de los acontecimientos requiere de un doble esfuerzo, de una carga doblemente desgastante, a no ser que se sea un psicópata y no se sufra con las consecuencias emocionales de los propios actos. Este doble esfuerzo es, por un lado, el de manipular la información acontecida y, por otro lado, el de bloquear la realidad y su efecto sanador y tranquilizador. Aquella sensación de que no hay nada oculto acechando que pueda perturbar en cualquier momento nuestro equilibrio porque no estamos en armonía con algo.
Ama-gi es una palabra sumeria que expresa la manumisión de los esclavos. Traducida literalmente, significa “volver a la madre”, en la medida que los antiguos esclavos retornaban a sus madres una vez liberados. Se cree que es la primera expresión escrita del concepto de libertad, habiendo sido encontrada en un documento de arcilla escrito alrededor del año 2300 a. C. en la ciudad-estado de Lagash. Comprendiendo que la sociedad se divide entre los que sirven y los que mandan, el contrario de esclavo es amo; así como el de siervo es señor; el de obrero es capitalista; y el de niño es adulto. Adulto es la palabra que usamos para referirnos a las personas que han adulterado o estancado su desarrollo, dejando de valerse por sí mismas para necesitar explotar o manipular a un tercero. Un adulto es una persona que no se reconoce ya en los niños. O, en otras palabras, un adulto es un niño que se ha traicionado a sí mismo y no se reconoce ya en los demás niños. Porque un adulto no ve a un niño como a un igual sino como a un otro y, por ende, no le parece raro que el niño sufra vigilancia a tiempo completo, ni el privilegio de molestarlo, de darle órdenes, de hacerle callar, de prohibirle ciertos temas, ni la injerencia en su sexualidad, ni la coerción de permanecer sentado seis horas diarias escuchando discursos, ni la exclusión del joven humano de las decisiones que conciernen a su propio futuro, ni de una ausencia de garantías democráticas reconocidas. El adulterado no ve ningún rasgo común entre la condición de los niños y la de los esclavos. Ni ve que haya nada malo en definir a quien sólo conoce bajo control.
Sucede algo parecido cuando hacemos daño. Y yo, como tantos, he herido a personas a las que quiero. Me he equivocado muchas veces y no siempre he rectificado. En otras ocasiones he restado importancia al dolor causado para no asumir la responsabilidad. Por ejemplo, argumentándolo así: «has sacado las cosas de quicio, sabes que no era mi intención». Que sería un equivalente de «el problema lo tienes tú». Me ha pasado. Lo he hecho. A veces me cuesta mucho ganarle el pulso a mi ego adulterado y estoy trabajándomelo como puedo. Es necesario comprender la importancia de ofrecer una disculpa sincera. De evitar las palabras que nos colocan a nosotros en un lugar menos hiriente para la fragilidad de nuestro ego adulterado. Por ejemplo, decir «siento si te ha parecido mal», es una “disculpa” muy problemática y violenta. Porque el «si» condiciona el dolor real y porque el «te ha sentado mal» (a ti, la irascible, la hipersensible) vuelve a situar el problema en el otro. En su lugar, es más digno proponer un simple «siento haberte hecho daño». Decir «lo siento» honra el dolor del otro porque le otorga su dimensión de lo Real, y no sólo las dimensiones de lo Simbólico e Imaginario. Y, al decir «haberte», se asume la responsabilidad de las acciones llevadas a cabo. Existe una diferencia fundamental entre pasar de puntillas para quedar bien y sentir realmente lo sucedido y hacerse cargo de ello.
No hay nada más deshumanizador que no reparar las heridas que causamos, aunque sean sin querer o sin ser del todo conscientes de qué es lo que se está haciendo. Porque de una u otra manera se hiere y se ha herido al otro. El camino hacia la humanización pasa por asumir que nuestros planteamientos están equivocados de raíz, en lugar de apelar a un simple malentendido y refugiarse en la cobardía del «no me has entendido bien» que sitúa una vez más el problema en el otro. Por incoherencia, culpamos a los demás, esperando y demandando constantemente que éstos rectifiquen de forma abierta, pero no dedicamos el tiempo suficiente a pararnos, mirarnos y rehacernos a nosotros mismos asumiendo en voz alta nuestro error. La vía fácil vuelve a esa persona para compensarle de otra manera, como si no hubiese pasado nada y se pudiese mirar hacia otro lado. Pero eso también es violencia. Olvidar e ignorar algo que hemos hecho mal no cura la herida de los demás. Por el contrario, la intensifica. La sanación pasa por asumir enteramente la responsabilidad de los actos y por reparar las consecuencias provocadas. Y todo requiere de un tratamiento, sea el de entablillar una pierna rota o el de restaurar una estabilidad emocional perturbada con una terapia apropiada.
El telos aristotélico comienza en el interior, desde dentro hacia fuera, empezando por devolvernos nuestro niño interior para superar la adulteración de nuestro ego estancado y, desde ahí, ir reparando a los demás allí donde más les duele, que suelen ser las zonas más adulteradas. Así es como sanamos al mundo y a nosotros mismos.
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