Igualdad
Posmodernismo
De la Pedroche a la cosificación de la autoría
Si algo nos indigna es porque no lo esperamos. Los indignados, nombre al que responden la mayoría de los participantes del movimiento 15-M, no habían esperado ser mercancía en manos de políticos y banqueros. Más recientemente, indistintamente de quienes hayan vuelto a votar y de quienes hayan mantenido sus cuentas bancarias, lo que ha motivado tanta indignación en que la Pedroche presentara las campanadas con un vestido sexy ha sido el hecho de haber visto en ella una ficción política producida por el Estado normativo en lugar de reconocerla como una construcción del imaginario colectivo, es decir, una ficción colectivamente construida. No ha habido ni hay una creencia de que juntas fabriquemos a la Pedroche dado que eso ya lo ha hecho un régimen político absolutamente violento y dominante (el heteropatriarcado normativo). Se trata, en este caso para con ella, de una falta de comunión, de comunidad, porque el imaginario colectivo actual, en el que empieza a predominar una línea de pensamiento de ideología feminista, no admite a una Pedroche humanizada para el capitalismo neoliberal sino que demanda por su propia necesidad histórica una alianza estratégica frente a dicha humanización. Gracias a Irantzu Varela, es aquí donde recordamos que lo político es lo relativo al poder y que lo personal es la capacidad que cada cual tiene para influir en cómo se reparte ese poder. El feminismo es radical porque, como dijo Kate Millet, lo personal es político. Sin embargo, personal no significa individual, tal y como pretende codificarnos occidente, sino colectivo. Lo colectivo es personal. La persona representa al colectivo, nunca a sí misma. A sí misma se presenta pero no se re-presenta. Por tanto, ya no podemos seguir pensándonos en términos de identidad ni tampoco continuar estructurando las campanadas en estos términos, ni en los términos, como Pedroche pudo prever, de un sujeto heroico, militante, masculino, autónomo y pensado frente al Estado y, por ende, frente a la familia, es decir, un sujeto de derechos que no es sino una ficción política que no existe o, como dice Paul Preciado, una utopía de la modernidad excluyente, no somatopolítica.
En el presente, lo que urge para el imaginario colectivo es un sujeto cooperante, vulnerable, consuetudinariamente relacional y radicalmente subalterno que no se piense como autónomo. Un sujeto no domesticado que no siga reproduciendo la normalización. En este sentido, la televisión y la Pedroche, en el entorno domestico, constituyen un punto de fuga que hacen que lo doméstico explote. Sucede, no obstante, que la polémica desatada se ha levantado más allá del espacio propiamente doméstico, más que eclosionando, disolviéndose como un espejismo en las redes sociales. Nadie estuvo allí, salvo el equipo de retransmisión del evento y quienes la vieron asomarse al balcón. Y, sin embargo, algo previsto en exclusiva para el espacio doméstico ha llegado a disolver el espacio doméstico tradicional, paradójicamente, politizando la sexualidad, asunto hasta ayer privado, más de lo que ya estaba para darle ahora una vertiente de opinión pública. Pedroche puede vestir sexy en su casa tanto como lucir transparencias en la vía pública, pero lo que no se le ha permitido, en un sentido moral, es exhibirse así en nuestra casa, en nuestra tele.
Cuando el sexismo tenía razón de ser
En los cincuenta, el sexismo fue socialmente importante porque sirvió de instrumento con el que desplazar el moralista discurso del decoro. En la actual década del vaporwave, el sexismo comienza a ser algo secundario e incluso parasitario si llega a invadir el espacio doméstico porque se trata del espacio de la lactancia, de la maternidad, regulado espacio-temporalmente por la menstruación, proceso inamovible, sagrado y, ahora, abierto al relieve feminista. Ha de ser en la calle donde fluya el semen y la potencialidad eyaculatoria masculina como el speed por un festival punk. De ninguna manera, los hijos deben follar en casa, ni ver a la Pedroche semidesnuda ni sustituir la soberanía de la lactancia por la de la necropolítica, la política de la guerra, articulada en las relaciones de sangre, porque el parentesco es desafiable, pero la familia, por la innegable consanguinidad, no.
En abril de 2015, Alberto Garzón aseveró que “la prostitución es el grado más extremo de violencia de género”, después de que, ignorando absolutamente la opinión de las putas, Izquierda Unida y él hubiesen programado abolir la prostitución. Aparte de que tal pretensión no puede tratarse sino de un farol, la lectura feminista-marxista de la prostitución sólo contempla la prohibición, “que el cuerpo de las mujeres no sea mercancía en venta”. Sin embargo, las putas no venden su cuerpo sino sus servicios sexuales, de la misma manera que un médico no vende sus manos sino su saber cognitivo para operar. Así que debemos escuchar qué es lo que las putas tienen que decir, en lugar de seguir poniendo barreras y obstáculos al pensamiento, porque hay que repensar colectivamente qué cuerpos están autorizados para vender qué servicios, en búsqueda de una reorganización no jerárquica del cuerpo en la economía neoliberal. Si no, obviamente lo que tenemos es el aumento de la discriminación de los cuerpos más pavorizados, que son los que tienen que vender servicios sexuales. En síntesis, en vez de prolongar la vía neoliberal en la que el Estado regula sus cuerpos en puticlubs para que paguen impuestos, hay que preguntarse desde cuándo históricamente y cómo y qué cuerpos han podido decidir sobre sus formas de gobierno autónomo.
Al margen de que Pedroche represente en Antena 3 a la mujer regulada por el Estado neoliberal más que a la liberación del género femenino de todo aparato de opresión, lo triste es que hablar de repensar colectivamente el cuerpo no diga nada a tanta gente diseñada para pensar según la opinión que el Estado impone a través de los medios masivos de comuniación. Hemos de escucharnos atentamente, grosso modo en ciertos aspectos pero intentando también hilar fino en nuestros análisis, porque de lo contrario no llegaremos más que a generalidades que nada tienen que ver con la realidad, ya que la lectura de que la prostitución es violencia de género encierra la idea de que en el trabajo sexual hay siempre relación de poder. Sin embargo, si no hay relación de poder, no hay violencia. Y, lo único que distingue a la prostitución del sexo con-sentido es el dinero, dado que, siempre y cuando sea deseado, continúa siendo sexo. Se trata, simple y llanamente, de la venta de un servicio como fuerza de trabajo y de un conjunto de fluidos corporales como objeto de consumo. No obstante, sucede que, por una cuestión de género como construcción social, es decir, de performatividad de género, el trabajo sexual es una actividad mayoritariamente femenina y heteronormativa, lo que tiende a confundir la lectura feminista-marxista con las lecturas de género, llevándonos a olvidar el servicio sexual entre iguales, por ejemplo, o entre transexuales. ¿Acaso entre transexuales es también violencia de género? Ardua tarea -supongo- intentar argumentarlo y, en caso de conseguirlo, más aún la de explicar porqué. Como fuere, no se trata de recordar a las putas lo traumatizadas que están ni a sus clientes lo psicópatas que son sino, por el contrario, cabe preocuparse por la dignidad laboral de todas las trabajadoras sexuales o del ámbito que sea.
El individuo contra la sociedad
Caducado pero todavía presente, se trata de uno de los tres grandes conflictos de la modernidad: el del inviduo contra la sociedad, en lugar de, como en la época clásica, contra la naturaleza o, como en la posmodernidad, contra la realidad. Este conflicto (contra la sociedad) está retroalimentando por el conflicto existencialista: una divagación entre el ser y la nada en absoluto pragmática si se compara con el egoísmo, es decir, con pensarse a uno mismo, que nada tiene que ver con la definición de avaricia con la que se viene combatiendo el egoísmo desde hace siglos -de aquí que uno de los tres grandes conflictos de la modernidad sea éste: contra uno mismo. Y a su vez está retroalimentado también por el conflicto contra la ausencia de dios, así como en la época clásica lo fue contra dios y, en la posmodernidad, contra la autoría y, más concretamente, contra la cosificación de la autoría: la creencia de que detrás del hacer hay un ser, una substancia, una cosa…
Y es por ello que no firmo ni las películas que realizo ni las pinturas que hago, porque no quiero cosificarme en la creencia del ser. Yo hago, no soy. No obstante, esto confunde a la gente que todavía no ha reflexionado lo suficiente acerca del tema y piensan que una obra no firmada es una obra anónima cuando, en realidad, una obra anónima es siempre aquella de la que no se puede conocer a su hacedor. En fin, a mí han llegado a llamarme anónimo incluso personas que me conocen de tú a tú porque todavía no han desarrollado si quiera la herramienta de la pregunta -a la que respondo que, si es que es necesario citarme, se me cite con mi nombre mas no como anónimo. En otras palabras, somos música. Para bien o para mal, somos una estilización que, en el mejor de los casos, se nos presenta dionisíaca. Somos música en vivo, en directo, un arte llevado más allá del arte, de la puesta en escena y del teatro como género artístico. Somos cuerpo en lugar de organismo y, por tanto, no respondemos a una cuestión designada biológicamente sino a una diversidad de habilidades adquiridas y estilos desarrollados e improvisados. Y ya le gustaría a dios ser la mitad de complejo que la vida.
Por último, deseo repensar uno de los tres grandes conflictos de la posmodernidad, que es el conflicto contra la tecnología, pero desde el punto de vista de la tecnología como comunicación, como palabra, en búsqueda de un proceso de conocimiento, de aprendizaje, despojado de dios, como lo fueron los orígenes de la religión vinculada a la meditación y a la oración ágrafa, en la cual se daba un pensamiento concreto, situacional y operacional en lo que se hacía, en este caso, en la misma acción de meditar, de reflexionar, hacia el vacío de la palabra y hasta una catalización sensitiva no codificada, no tecnológica, liberada de toda máquina, donde cabe recordar que una máquina es un vínculo, por ejemplo, entre la sed y el zumo, como lo es el exprimidor. Pero voy a tomármelo con tiempo, dejándolo en el tintero y con vistas a una salida de la posmodernidad -espero e intuyo- abierta a la deconstrucción y en la que intentaré retomar la crítica a la cosificación de la mujer vista como una vivisección que separa, en vivo, a la mujer en objetos -tetas, culo, piernas…
Tienes que registrarte para comentar Login