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Gustavo Espinosa: “Hay que leer muchísimo más de lo que se escribe”

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Se puede viajar a territorios explorados para derivar hacia regiones desconocidas. Es una forma bien barata de viajar: viajar leyendo.  Hace poco aterrizamos en la librería Diómedes de Montevideo y le hicimos una entrevista de seis horas a Jorge, su dueño, una de esas personas que atentan en cuerpo y alma contra la cinematográfica frase “nunca mezclo los negocios con el placer”. Su vida es la difusión de la Literatura y su negocio puede entrar en algún tipo de récord asombroso siendo –posiblemente- la única del mundo que abre los 365 días del año con el propio Jorge detrás del mostrador.

Esa extensa charla con éste apóstol de la Literatura, entre otras muchas cosas, nos puso sobre la pista de las voces más interesantes de la literatura uruguaya actual. Ojo, ¡no todo empieza con Onetti ni termina con Benedetti! Una de esas voces pertenece al escritor olimareño Gustavo Espinosa. Y quiso el destino que en un quijotesco requiebro de nuestra ruta por el interior de Uruguay (íbamos por fetichismo hacia un pueblo llamado Velázquez haciendo auto stop y una carreta de caballos nos dejó en Treinta y Tres) nos encontráramos de pronto en el pueblo donde Gustavo reside con sus libros dentro de la mochila. Pero Gustavo estaba esos días, a su vez, viajando: estaba invitado a la Feria del Libro de México. Y para no alargar más la cosa: pudimos viajar con su literatura y después reencontrarnos via email. La charla con este maestro discurrió en los siguientes términos: 

Una de las cosas que más nos sorprendió durante nuestra estancia en Uruguay fue lo delicado que le resulta a la gente hablar acerca del periodo de la dictadura. En su novela “Las arañas de Marte” es el hecho que trastoca toda la narración y divide en dos partes en la novela. Si nos pudiera hablar sobre cómo lo enfrentó o sobre cómo trató de abordarlo…

La dictadura fue una reverenda inmundicia que me tocó en la lotería de Babilonia. En Uruguay –país con una tradición democrática mucho más arraigada que la de otras naciones latinoamericanas- lo que todos llamamos “la dictadura” ocurrió entre junio de 1973 y noviembre de 1984. Yo empecé la secundaria en marzo de 1974 y terminé mis cursos en la universidad en 1984, por lo cual toda las iniciaciones, todos los aprendizajes de la adolescencia y la juventud, los tuve que hacer en aquel ambiente de horror y de estupidez ejercido por el Estado, apropiado por los militares y sus cómplices fascistas. Nunca tuve militancia partidaria, ni antes (por razones de edad, tal vez), ni durante, ni después de la dictadura. Pero pertenezco a una familia de izquierda, por lo cual me toco vivir aquel período desde el lugar de los perseguidos, de los destituidos de sus trabajos, de los emigrantes, de los torturados. Mis familiares, mis amigos, los amigos de mis padres padecieron algunas de estas desgracias.  De hecho, el episodio central de “Las arañas…” (el encarcelamiento y tortura de un grupo de personas de entre 13 y 18 años acá en Treinta y Tres) es verdadero: te voy a enviar una nota periodística sobre eso. Yo viví todo este tiempo con mucho miedo, y además, como todos mis congéneres, en absoluta penuria intelectual y cultural. Los militares lo prohibían todo: desde cualquier tipo de material impreso que  la paranoia oficial consideraba marxista o portador de una “ideología foránea”, como se decía, hasta el punk, de cuya existencia nos enteramos en 1983.  Los mejores profesores habían sido sustituidos por viejas fascistas o por suboficiales de la policía , por lo cual, para llevar adelante cierta educación sentimental –digamos- había que ser bastante intuitivo, tenaz y osado. Para peor, cuando empezó a tomar fuerza cierta cultura más o menos clandestina de resistencia-al final de la dictadura- la izquierda también reprobó ciertas manifestaciones artísticas (la literatura fantástica, el rock, el cine de Hollywood, etc) por considerarlas parte del entretenimiento pasatista que le hacía el caldo gordo a la dictadura y al mismísimo imperialismo. La recreación literaria de todo aquello nunca fue para mí parte de un programa estético, ni –mucho menos- político. Supongo que salió como mera catarsis, y aún –en el caso de “Las arañas…”- como mea culpa y como tributo a personas muy próximas que padecieron algo horrible de lo cual yo me salvé. Lo cierto es que la maldita dictadura es la peripecia histórica más extrema que atravesó nuestro país en el siglo XX, después de las últimas guerras civiles (1904). A mí me tocó en una etapa crucial de mi vida: tal vez por eso está en todas mis novelas. En la primera no se nombra jamás aquel período, ni ningún otro, ni el Uruguay, pero todos sus reseñistas han dicho que “China…” se trata de una recreación deformada de aquel lapso. En “Carlota…” la dictadura es un tenue telón de fondo de la adolescencia del protagonista, y  en “Las arañas…” es –perdóneseme esta jerga anticuada- un actante fundamental. Durante los primeros tiempos de recuperación democrática, en Uruguay solía repetirse el slogan “Nunca más dictadura”. Yo estoy dispuesto a tenerlo como consigna para mis futuros libros. Espero no tener nada más que decir sobre aquellos tiempos.

Hablando de un periodo más aciago… No dejamos de escuchar noticias -a nivel político- favorables que llegan de Uruguay… ¿como se está viendo desde allí de la gestión de Mujica?

Creo que desde aquí la visión de nuestra situación política debe ser bastante menos eufórica que aquella que –al parecer- se proyecta hacia el exterior. Hay una categoría política (en cuya construcción, tengo entendido, ha participado el Banco Mundial) muy funcional para describir el modelo uruguayo, y tal vez el de otros países latinoamericanos. Se trata del posliberalismo o consenso posliberal. Este propone un capitalismo de buenos modales, atenuado por políticas sociales de tipo asistencialista o compensatorio, que suele enajenar la subjetividad de la propia izquierda mediante la expropiación de su  lenguaje. Esta amortiguación de los desastres del capitalismo asegura, de un modo mucho más astuto que el neoliberalismo libertariano, la reproducción del propio capitalismo sin afectar de un modo significativo sus estructuras, metabolizando aquellos instrumentos políticos creados para resistirlo. En Uruguay existen algunos asuntos que el gobierno del Frente Amplio (coalición de grupos de izquierda, al cual el presidente Mujica y los Tupamaros se integraron tardíamente) no sólo no ha podido resolver, sino que ha contribuido a empeorar. Entre esos asuntos el que más me preocupa es la educación pública, que a esta altura es una ruina irreconocible de aquello que al parecer fue hace medio siglo. Con el propósito de adecuarla al aire de los tiempos se han venido aplicando modelos transnacionales que han convertido la educación uruguaya en un costoso e ineficaz aparato de contención y asistencialismo, vaciado de todo contenido propiamente educativo. Se pretende subordinar la educación a las exigencias mutantes del mercado. En lugar de formar ciudadanos letrados, hoy se trabaja para formar torneros, mañana para formar cultivadores de arándanos, y la semana que viene para formar guías turísticos. Por otro lado, Mujica es un pintoresco personaje folk, que provoca el interés de documentalistas coreanos, británicos y brasileños, y que no pierde oportunidad de manifestar su antiintelectualismo y su desprecio por las humanidades (a las que en su idiolecto se refiere como “biru-biru”). Finalmente, citando uno de los asertos más famosos del propio Mujica: “como te digo una cosa, te digo la otra”. En Uruguay no existe en el momento ninguna otra opción partidaria de la que se pueda esperar con sensatez una superación de la situación presente. Es probable que en este valle de lágrimas globalizado, lo mejor que se pueda hacer es la aplicación resignada de esta receta posliberal. Pero también es necesario que la crítica lo señale.

En España, por desgracia, todavía no se han publicado sus novelas. ¿Cómo se presentaría el autor ante sus -esperamos- futuros lectores? ¿Y qué diría de su obra?

Más allá de las informaciones básicas sobre mi persona y mi obra, incluyendo el dato sobre mi residencia en Treinta y Tres (que  los reseñistas, críticos y entrevistadores no dejan de anotar con cierta curiosidad antropológica), hay algunas cosas que creo que están presentes en mis tres novelas y en mi libro de poemas. En primer lugar, una intención de densidad poética en el lenguaje. Intento que la escritura y las imágenes que genera graviten por sí mismas, más allá de su funcionalidad narrativa. Por otro lado creo percibir (sobre todo en algunos personajes de China es un frasco de fetos y Carlota Podrida) la necesidad de hacer sentido, aún desde los márgenes, la nostalgia por una racionalidad estallada, la necesidad de restaurarla, de dilucidar o al menos problematizar el funcionamiento idiota del mundo. De todos modos, me resulta muy difícil (durante el proceso de escritura, y una vez terminado) leerme a mí mismo. Ojalá que aparezcan esos lectores futuros y que constaten o contradigan estas cosas que estoy improvisando sobre mis propios libros. Y algo más concreto: en mis tres novelas hay rock and roll y mujeres secuestradas.

Fue una experiencia interesante leer sus libros “Las arañas de Marte” y “Carlota podrida” en el propio Treinta y Tres. Ahora intento pensar en cuáles serían mis impresiones si los hubiese leído en España… Lo que me lleva a preguntarle: ¿hasta qué punto la literatura transforma los espacios físicos? ¿qué hay de “real” en el Treinta y Tres que usted propone en sus libros y en el que vive?

Hace unos días, un grupo de estudiantes de la Facultad de Humanidades de Montevideo organizó un encuentro sobre narrativas rioplatenses en el que participamos, agrupados en tres mesas de debate, unos cuantos escritores uruguayos y argentinos. A mí (el más viejo de los participantes) me tocó estar en el grupo de los narradores realistas: fue la primera vez que tuve que pensarme a mí mismo como tal, como un escritor realista; nunca se me había ocurrido hacerlo. Es verdad que las estrategias para construir verosimilitud que aparecen en los textos que he publicado corresponden con los de esa modalidad literaria: en esos textos la gente no viaja en el tiempo ni se transforma en cucaracha. Y la tradición realista (podríamos partir, por ejemplo, del Lazarillo) incluye generalmente la representación de un territorio, de su particularidad histórica, cultural, física, etc. Suele ocurrir a veces que las situaciones y los personajes que para el autor y para el narrador resultan familiares o triviales, son exóticas o pintorescas para el lector.  En términos antropológicos, lo que para el autor son conceptos de experiencia próxima, para el lector pueden ser conceptos de experiencia distante, y por eso le provocan curiosidad y asombro. La radicalización (y el abuso) de esa circunstancia es el artilugio básico del realismo mágico. Pero, sin llegar a esos extremos, podríamos decir que el elenco de personajes mundanos de Proust, formaban parte de su ambiente cotidiano, mientras que a nosotros nos fascinan como la fabulación de una tribu excéntrica. Quizá sea esa la relación –no deliberadamente buscada por mí- entre mis novelas y mis lectores no treintaytresinos. Yo, tal vez por comodidad, y también porque era necesario para las tramas que pretendía contar, elegí en Carlota Podrida y en Las arañas de marte una determinada representación de Treinta y Tres. La distancia existente entre esa construcción y el Treinta y Tres real (es decir las otras construcciones sobre ese territorio) es la misma que hay entre cualquier objeto y su representación en términos (digamos) realistas. Finalmente: yo no busco el costumbrismo ni la mitología de aldea. Creo que si una escritura es potente deberá trascender su localismo, su particularidad o subalternidad, deberá tender (aún sin proponérselo) a lo que podríamos llamar, con el correspondiente entrecomillado cierta “universalidad”.

Sobre la fama. En su libro “Carlota podrida” toca un poco este tema. ¿Qué opina sobre la fama? ¿Qué perversiones cree que ocasiona?

Hablando con una profesora y crítica que se ha ocupado de Carlota podrida, me decía –con razón- que uno de los temas que aparecen allí, y en otras cosas que escrito, es el de la relación centro-periferia. Desde estos arrabales del mundo y del sentido, se radicaliza la relación de fascinación con una especie de sistema de fantasmas famosos proyectado por la cultura de masas. La industria del entretenimiento nos alucina y nos subordina, nos abduce a una metrópolis bidimensional o virtual, que es nuestro olimpo o nuestra ciudad celeste. Cierto que esto no es nuevo: Don Quijote y Madame Bovary intentaron enajenarse en el trasmundo de las novelas de caballerías,  de las revistas del corazón y los folletines románticos, que eran el star system de sus respectivos tiempos. Hay otro tipo de fantasías que invierten esta idea, trasponiendo un ícono a las miserias de lo cotidiano, tal es el caso de “La Rosa púrpura del Cairo” o de “Quién engañó a Roger Rabbit”. Carlota Podrida participa, de alguna manera, de esa tradición.

¿Por qué Charlotte Rampling?

Tal vez podría haber sido otra estrella de los 70, pero Rampling es más adecuada por su origen aristocrático que facilita y radicaliza el contraste con las penurias de Treinta y Tres. Su personaje helado y siniestro (que se repite con matices en cada película) hace más tentadora la idea de pervertirla en los olores y las precariedades de la realidad. Se trata también de una especie de homenaje del cual ella nunca se enterará, por alguna de las razones de las que hablábamos antes, y porque afortunadamente no todo está interconectado ni es tan comunicable como dicen.

¿Surge el libro “Carlota podrida” de la necesidad (ficticia o no) de que en Treinta y Tres “sucedan cosas”?

No, no se me ocurrió eso. Creo que la cuestión va más allá de Treinta y Tres. Se trata de expresar la angustia ante la naturaleza impenetrable de la imagen, la que podría experimentar –digamos- el voyeur cuando se enfrenta la irrealidad incontestable de la lámina central de una revista pornográfica. El protagonista de “Carlota…” cree estar ante la oportunidad de superar eso, de trascenderlo. Y en cierta medida lo logra; consigue traer el centro a la periferia…

¿Nos podría hablar un poco sobre su primera novela “China es un frasco de fetos”? Es que no la pudimos encontrar en ningún sitio…

“China…” fue escrita entre 1987 y 1991, es decir entre mis 26 y mis 30 años. Por diferentes motivos recién pudo ser publicada en 2001 y tuvo gravísimas dificultades de distribución que la han vuelto una especie de libro secreto. Es una especie de contrautopía en la que se muestra un país devastado por la locura, en el cual el Estado realiza una intervención muy fuerte y muy delirante para reconvertir el caos apocalíptico en un nuevo orden. Para contar esta historia se toma la parte por el todo, focalizando la acción en un pueblo pequeño. Pero todo esta escrito desde muchos puntos de vista diferentes, lo que exige y justifica muchos registros o niveles de lenguaje diferentes; hay, por ejemplo, una parte que está escrita en versos siguiendo el esquema de rima y métrica de una de las Soledades de Góngora, y caricaturizando la sintaxis y el sistema metafórico del Barroco. Así, creo que la novela resulta demasiado abigarrada, la densidad del lenguaje hace que todo esté carnavalizado, hiperbolizado, parodiado y dificulta un poco su legibilidad. Yo quiero mucho ese libro primerizo, pero creo que es un amor que muy pocos lectores comparten. Creo que por ahora no merece ser tachado de la breve lista de mis obras completas.

Volviendo a “Las arañas de Marte”, el protagonista siempre se refiere en segunda persona a un escritor de éxito que, intuyo, se decanta por una escritura más “vanguardista” y que tuvo una infancia triste…

Lo que el lector tiene ante sí en “Las arañas…” es o finge ser el relato de ciertos acontecimientos del pasado, que alguien dirige a un amigo suyo de la infancia, para que éste escriba, con ese material, una novela. Este destinatario es –en el presente de la historia- un escritor a quien yo no llamaría vanguardista, sino –tal vez- posmoderno. Se mencionan tres libros exitosos de él (“Fucking mondongo”, “Lorena duerme” y “Simil leopardo”) y se dice que participa de cierta narrativa urbana, influida por el realismo sucio, por el pop y otras expresiones de la cultura de masas; es alguien vinculado al movimiento llamado McOndo, que reacciona explícitamente contra el realismo mágico y la literatura comprometida predominantes en el “Boom” de los 60 y 70. En realidad esta modalidad narrativa ha sido exitosa en América Latina, y si no me equivoco tiene también sus representantes en España. Estas características del escritor habilitan la introducción en la novela de ciertas discusiones metaliterarias, ya que por ejemplo, el narrador sospecha que ciertos rasgos de la historia (su ambiente aldeano, las referencias al folklore y a la política) la vuelven inadecuada para el estilo de su amigo escritor. La infancia infeliz de ese personaje es una consecuencia de su discapacidad física. El hecho de que sea paralítico es necesario para justificar o dotar de verosimilitud a ciertas descripciones de ambientes locales que el destinatario no conocía por su forzada inmovilidad.

¿Tiene alguna teoría literaria? ¿Le interesa la crítica?

Sí me interesa la crítica. Pero a condición de que, como dice mi amigo Amir Hamed, sea infecciosa. Esto es: que contagie, que transmita el virus de la literatura. Prefiero, además, aquella crítica que se vehiculiza a través del ensayo, de la buena prosa ensayística, es decir: que no está encorsetada en los protocolos académicos. Dicho esto, resulta obvio que no me embandero con tal o cual teoría literaria. Podría decir que me interesa la teoría, eso que se ha dado en llamar theory, que no necesariamente se circunscribe a la literatura, sino que se sirve de ella y de otras disciplinas para hacer crítica cultural.

Dicen que escribir es la mejor manera de no leer… ¿cuánto tiempo dedica a cada cosa?

De tu afirmación se deduce que leo bastante. Es más: creo, con Perogrullo, que hay que leer muchísimo más de lo que se escribe. Como no soy un escritor profesional (he querido serlo desde la adolescencia; últimamente estoy dudando de ese deseo) escribo cuando puedo, o sea en vacaciones, en verano. Cuando tengo un proyecto que me parece importante, de cierto aliento, soy muy disciplinado, trabajo muchas horas, diseño rituales para conjurar la ansiedad. Pero también es cierto que estoy siempre escribiendo, resolviendo situaciones o buscando un adjetivo mientras paseo el perro o viajo en ómnibus. También leo durante el proceso de escritura con el propósito de copiar (que no es lo mismo que plagiar), es decir de encontrar estrategias para resolver determinadas situaciones, para reciclar tal o cual procedimiento, para evitar errores que otros cometieron, para estimularme.

Como profesor en Treinta y Tres. ¿Cuál es su sistema para enseñar literatura? ¿Se ve más como un profesor que escribe o como un escritor que da clases?

Soy un profesor que escribe. Enseñar literatura, y probablemente cualquier materia, hoy en la enseñanza media es, citando a Leslie Nielsen, como ser encargado de higiene en una cárcel haitiana. La literatura es una especie de atletismo; en esa disciplina determinadas actividades físicas o kinésicas (caminar, saltar, levantar pesos) pierden su carácter instrumental, se extreman y se vuelven un fin en sí mismas, o, si se quiere, hipertélicas como decía Lezama Lima. La misma relación existe entre la lectoescritura y la literatura. Ocurre que la escuela primaria no está alfabetizando a los niños uruguayos, quienes, por lo general, llegan a nosotros analfabetos y  sin que en sus familias haya habido jamás un libro. A los profesores se nos exige, sin darnos las herramientas adecuadas, entrenar para los cien metros llanos a un atleta que no puede caminar, lo cual, como se sabe, es muy complicado. Por ejemplo: un alumno escribió un comentario sobre un cuento de Paco Espínola (narrador uruguayo 1901-1973) en el cual, con toda naturalidad, entre referencias al punto de vista narrativo, a ciertas figuras retóricas, etc, intercalaba el siguiente texto: “ciclo menstrual en la mujer: desde la pubertad a la menopausia”. Obviamente, el muchacho estaba copiando su comentario de una libreta de apuntes donde había también registros de la clase de biología; para él la biología era tan ininteligible como la literatura, todo lenguaje técnico era un ruido in-significante. Todo esto hace que esté muy cansado del aula.  De vez en cuando aparece alguna excepción que (por razones familiares o meramente genéticas) demuestra interés, sensibilidad, o al menos lee y escribe fluidamente. Los profesores terminamos enseñando para esas excepciones o con la ilusión de que aparezcan las excepciones. Yo, en esos contextos de penuria intelectual y material (ventanas sin vidrios, techos que se llueven, pisos que se hunden) trato de hacer lo mismo que te decía acerca de la crítica: contagiar. Trato, en fin, de contaminarlos con el placer que el texto me produce a mí. Esto, en algunos grupos, en algunos contextos, sigue funcionando, facilita las cosas. Una actividad algo infantil, pero que –he descubierto últimamente- sigue dando muy buenos resultados es la lectura de relatos en voz alta: si seleccionamos adecuadamente el texto, a los gurises los sigue fascinando.

Cuando se habla sobre literatura uruguaya fuera de Uruguay siempre salen 2 o 3 autores conocidos pero, si uno rasca, hay todo un mundo. ¿Qué escritores de su país le han influenciado? ¿Y extranjeros? Y de los más recientes del panorama uruguayo, ¿a quiénes nos recomienda y por qué?

La Santísima Trinidad Canónica de los Narradores Uruguayos está integrada por Horacio Quiroga, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. En esto no soy ningún iconoclasta: admiro, por motivos diversos a los tres, y he intentado aprender algo de cada uno de ellos. Agregaría aquí a Armonía Somers, contemporánea de la famosa (aquí) Generación del 45 (si no me equivoco publicó su primer libro de relatos, La mujer desnuda, en 1950), pero muy diferente de sus coetáneos en forma y contenidos. Son interesantísimas sus novelas De miedo en miedo, Un retrato para Dickens y sus cuentos de Muerte por alacrán. Su última novela Sólo los elefantes encuentran mandrágora es deslumbrante; lamento que la circulación de sus libros sea tan restringida. Por otro lado, de algún modo me extraña que nadie haya advertido todavía todo lo que le he intentado copiarle a Bioy Casares. Debe ser porque él era un millonario, tenista y playboy argentino, y sus estrategias narrativas se vuelven irreconocibles cuando las recicla y pervierte el hijo tímido de un carpintero de Treinta y Tres. Entre mis estrictos contemporáneos y compatriotas, te recomiendo a Carlos Rehermann, sobre todo su novela 180 (Casa Editorial Hum, Mdeo. 2010), y también la obra de Amir Hamed, de quien también he aprendido mucho, sobre todo la nouvelle Semidiós (H Editores, Mdeo.) y el libro de relatos Buenas noches, América (H Editores, Mdeo., 2003). De los escritores más jóvenes que yo he leído, creo que hay que prestar atención a la obra de Henry Trujillo, Daniel Mella, Ramiro Sanchiz, Lalo Barrubia, Damián González Bertolino y Manuel Soriano, entre otros. En Uruguay se está escribiendo mucho mejor últimamente.

Esto que comentaba de que rascando se encuentra… nos encontramos con los libros de Mario Levrero. ¿Llegó a conocerlo en persona? ¿Cómo era?

No tuve la suerte de conocer personalmente a Levrero. Con un amigo que sí lo trató, coincidimos en que su figura bien puede sumarse ( por su calibre artístico, por su actitud ante la literatura) a la trilogía que te mencionaba anteriormente. Aunque no soy levreriano, respeto mucho su obra y parte de ella me parece muy interesante. El orientó talleres literarios, y quienes concurrieron a ellos, suelen considerarlo un prócer, un gurú, aún aquellos cuyo escritura no sigue su impronta, como es el caso de Felipe Polleri, otro narrador muy original y recomendable.

En las librerías de Montevideo vimos que había mucho escritor español. El feed-back allá no es recíproco. Autores españoles a los que les siga la pista…

Como sabés, vivo en un lugar donde no hay buenas librerías. Y me ha faltado curiosidad para seguir de cerca la actualidad de la literatura española. De cuando en cuando leo alguna cosa que me llega azarosamente. Hace algún tiempo leí con cierto interés tres novelas de Marsé. Respecto a España, debo decir, sin embargo, que ningún período de la historia de la cultura universal (tal vez con la excepción del rock argentino de los años 70 o del blues de Chicago) me deslumbra tanto como el Barroco español del S. XVII, sobre todo la obra de Góngora. Casi todos los días repaso de memoria algún fragmento de sus poemas.

Me gustaría hablar sobre la relación cine y literatura. ¿Le gustaría ver en la pantalla alguno de sus libros? Algunos nos dejaron imágenes muy cinematográficas…

Mi generación, al menos en el interior del Uruguay, hizo su educación sentimental en el cine, ya que la TV llegó de manera muy tardía y no se masificó hasta los 80, creo. Durante la niñez íbamos todos los domingos a largas matinés de tres o cuatro películas, donde nos deslumbraban los westerns, las de Tarzán, y lo más adocenado de la industria mexicana y argentina. Ya en la adolescencia podíamos ir al cine todas las noches. Una vez en Montevideo, pude hacer un aprendizaje más sistemático de los principales movimientos y directores, gracias a una institución que tuvo un papel muy importante en la resistencia cultural a la dictadura, la Cinemateca Uruguaya. He fantaseado, sí, con la idea de que alguna de mis novelas se adaptara al lenguaje cinematográfico, sobre todo “Carlota…” ya que, de alguna manera, eso sería como otra vuelta de tuerca en el argumento, una especie de continuidad natural de la historia, que justamente, termina hablando de una versión cinematográfica bastante infame (Kidnapped Star) de toda la historia que se ha contado. Esa película clase C (o su proceso de rodaje) debería entonces figurar en la diégesis de una eventual adaptación de Carlota Podrida. Sería metacine, como una de Truffaut, cuyo nombre no recuerdo, como Stardust Memories de Woody Allen (donde está Charlotte Rampling), como Cinema Paradiso y tantas otras.

¿En qué anda ahora?

Estoy escribiendo algo que por ahora se llama La artrosis de la jirafa. No quiero, por superstición, adelantar nada, salvo que se trata de Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll (a googlear, niños) y del fantasma alucinógeno de Don Luis de Góngora y Argote. También tengo ganas de hacer un libro de conversaciones con mi hermano, que es un personaje muy interesante.

Un debate por el que tal vez no merezca la pena detenernos mucho: libro en papel y libro digital. ¿Qué opina?

Creo que es una disyunción falsa o innecesaria. No vas a hacer cuestión de soporte digital o soporte papel cuando se trata de leer a Shakespeare o a Dante: tratá de leerlos de la manera que puedas. Yo, por razones obvias, he leído poco en pantalla. Casualmente lo último que leí en ese formato fueron dos libros de dos escritores llamados Roberto. En orden de calidad literaria: Arlt y Bolaño.

Me dejo la más típica para el final: ¿por qué escribe Gustavo Espinosa? Y ésta es ya más mía: ¡¿por qué no escribe más?!

Creo que, salvo los mercaderes más indisimulables de la industria editorial, nadie sabe por qué diablos escribe. Cada vez que me lo preguntan trato de averiguar, trato de construir una explicación verosímil, con la certeza de que no estoy diciendo la verdad. Onetti decía que escribía porque era su vicio, su pasión y su desgracia. Hoy, tal vez eso suena demasiado engolado y dramático, pero lo suscribo. Creo, también, como dije al principio, que escribo para hacer sentido, o por nostalgia del sentido, con la esperanza de hallar en los excesos y las intuiciones de la escritura literaria, las esquirlas de una racionalidad liquidada. Además siempre supe, desde niño, que lo que sé hacer mejor es escribir, y ahora creo que, salvo cierto tipo de guisos, es lo único que sé hacer más o menos bien, con cierta seguridad. Y no escribo más, no por falta de tiempo ni de condiciones materiales adecuadas, sino porque no me resulta fácil encontrar algo que decir.

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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