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La Reconquista (VI): La Cosa Nuestra

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¡Andalusíes, Al Andalus se rompe! Tras la muerte de Almanzor (1002) y el papelón de sus hijos dándose puñaladas traperas, el espectáculo de califas y califillas desfilando para ser correspondientemente asesinados se sucede en Córdoba. Por primera vez se ha roto la tendencia acostumbrada hasta la fecha y la situación se invierte: ahora cada facción islámica en liza contratará los servicios de los cristianos como sostén militar. Tanto castellano-leoneses, apoyando a los beréberes, como el conde de Barcelona, en socorro de los eslavos, plantarán sus reales en la ciudad y aprovecharán para lo típico, saquearla un poquito y arramblar con todo lo que se pueda. Mientras tanto, cada grupo que disputa el poder correrá a ganarse apoyos por todo el territorio andalusí.

Esta segunda fitna terminará su agonía en 1031 con el asesinato del último califa y la proclamación de la Repúb…quiero decir, de Córdoba como ciudad estado dirigida por la nobleza, y la fragmentación de Al Andalus en Comunidades Autónomas reinos de taifas de la enorme importancia de Alpuente, Mértola o Niebla, y así hasta 26 diferentes. Como no podía ser de otra manera, nada más constituirse estos patéticos estados se iniciará el proceso conocido en ambientes académicos como “el grande se merienda al chico”, y quedarán solamente en pie las taifas más poderosas, en manos de andalusíes (valle del Guadalquivir), beréberes (Toledo, Badajoz y las del valle del Ebro) o eslavos (las valencianas). Café para todos.

Bueno, pensarán ustedes, con este desplome espectacular ahora sí que por fin los cristianos le darán un buen meneo a esto de la Reconquista, que tienen el asunto muy parado… Pues se equivocan. Es cierto que aparentemente lo tienen todo a favor: las taifas, minirreproducciones de la corte cordobesa, son débiles militarmente, fragmentadas y metidas en querellas vecinales, presas fáciles para las feroces huestes cristianas.

Sin embargo, nuestros marciales amigos norteños mostrarán muy poco interés en rematar la presunta tarea que presuntamente les ha encomendado ¿el presunto? Dios, y más que arrojar al infiel de la Península, optarán por sacarle hasta los hígados. Porque las taifas tienen poco poderío bélico, ciertamente, pero bastante dinero, y los cristianos no son tan tontos. Piensen que sin ir más lejos, la campaña cordobesa fue un resonante éxito para Ramón Borrell, que a cambio de un obispo de Barcelona muerto (una minucia, vaya) se hizo con un tesoro tal que le llegó para llenar la Catalunya Vella de todas esas bonitas iglesias románicas que se pueden visitar hoy en día por todo el Pirineo y la Catalunya Nova de todos esos castillos que bla bla bla ídem. La construcción de Una Cataluña Grande y Libre feudal la pagó Mohamed, ya ven las ironías de la historia.

Así que los reinos cristianos se comportarán como una especie de familias mafiosas, haciéndose pagar en oro contante y sonante (las conocidas parias) su ayuda militar. Las taifas pagaban más o menos gustosas a cambio de protección contra sus vecinos, o incluso en plan Vito Corleone, directamente para evitar que sus protectores les pegasen. Por tanto, cada uno de los reyes cristianos tenía, además de sus territorios, una o más taifas proporcionándole pingües beneficios, así que las cuidaban como la gallinita de los huevos de oro que realmente eran. Llegando incluso a legar las parias en herencia a sus hijos y defendiéndolas de las codiciosas garras de los otros poderes cristianos. Este modus operandi a la siciliana les permitía controlar ingentes recursos materiales a pesar de su escasa demografía: habría sido imposible para León, Castilla, Navarra, el minúsculo Aragón o los condados catalanes conquistar y dominar territorios tan extensos y por ello prefirieron optar por ejercer de gángsters con espada. Como ven, ni cruzada contra el infiel, ni misión sagrada ni nada por el estilo. Los reinos cristianos son pequeñas entidades políticas cuya economía se basa en la actividad bélica y su producto más señalado: el botín de guerra.

El exponente máximo de la situación política peninsular en esta época, y de paso, de cómo se podía subir en la escala social a base de hondonadas de yoyah, es nada menos que Rodrigo Díaz de Vivar, el legendario Cid Campeador. Miembro de la nobleza militar castellana de segunda fila, las andanzas de este eficiente repartidor de estopa le elevan a la categoría de mejor recaudador de impuestos y matón protector de la historia patria. No se sabe realmente si el destierro fue tal como lo cuentan los poemas, pero si nos paramos a analizar los hechos conocidos, veremos que siempre trabajó en favor de su rey Alfonso VI. En Zaragoza, logra defender con éxito la taifa de todos sus enemigos cristianos y musulmanes, y se inhibe cuando el atacante es Alfonso. No es casual que las parias zaragozanas fueran motivo de disputa entre castellanos, navarros y aragoneses. Después marcha a Valencia, para dar un escarmiento a la taifa toledana, de la que dependían los valencianos, y de paso, impide que caiga en las garras de catalanes y aragoneses, a los que cierra la salida al sur, dándole al catalán una mano de hostias, de paso. ¿De quién creen que era tributaria Toledo, y por tanto, Valencia? Pues eso. Por otro lado, y siguiendo con la saga catalana, las parias de la taifa leridana las empleó Berenguer Ramón en comprar la renuncia a la regencia de su enérgica madre Ermesinda; la construcción de Catalunya la siguen pagando los mismos.

Esta política de protección al musulmán que me paga bien y el consiguiente enfrentamiento entre cristianos por el botín explica muy bien porqué las fronteras entre la Cristiandad y el Islam siguen moviéndose más bien poquito. De hecho, son años de peleas entre bandas mafiosas: las uniones y repartos sucesorios se suceden, junto con amargas disputas por las parias. A la preponderancia navarra con Sancho el Mayor, que consigue controlar todos los territorios cristianos salvo los catalanes y proclamarse Imperator de Hispania (en León, por supuesto), le sigue un despiporre al repartir éste el reino entre sus hijos a su muerte, del que surgirá Fernando I y la pujanza castellanoleonesa, que a su vez al morir provocará un nuevo reparto y una nueva pelea familiar…en fin, un largo y aburrido etcétera del que Castilla saldrá como reino unificado con León y en general todos juegan a quitarle el dinero al prójimo mientras protegen el suyo.

Sólo así se explica que a finales del siglo XI los debilitados musulmanes aún conserven plazas tan al norte como Huesca o Lérida y que taifas como la de Tortosa o Albarracín sobrevivan rodeadas de amenazadoras pirañas cristianas. Hasta el año 1085 no caerá en manos castellanas la primera capital islámica importante, Toledo. Es decir, que nuestros despositarios de la España eterna tardan más de tres siglos después de la conquista musulmana en asentarse por debajo de la línea Duero-Prepirineo. Cualquiera que tenga interés en ello puede comprobar que entre el mapa de mediados del IX y el de finales del XI, apenas hay movimiento apreciable. De momento, como Reconquista esto está resultando una estafa.

Pero en rápida sucesión, otras ciudades van a ir cayendo: tras muchos, muchos, muuuuchos intentos, los empecinados aragoneses se hacen con Huesca en 1095, Tarragona se rinde a los catalanes en 1096. Lo han adivinado, ¡algo ha cambiado! ¿Qué está pasando aquí? ¿A qué viene poner en marcha la conquista precisamente ahora? ¿Por qué tanto odio? Pues resulta que es en esta época donde vamos a asistir, por fin, a la cristalización de un cambio de mentalidad decisivo. Es el momento en que los cristianos van a tomar conciencia de estar inmersos en una verdadera guerra de religión contra el infiel y asumen el sagrado deber de echar a los islámicos del territorio europeo. Realmente es el inicio de una conquista (o Reconquista, si lo prefieren) propiamente dicha. El motor de este cambio es el espíritu de cruzada, y por supuesto, viene de más allá del Pirineo.

Uno de los fenómenos imprescindibles para entender la Plena Edad Media peninsular, y entre otras cosas, el cambio que les comento, ha permanecido tradicionalmente muerto y enterrado para la historiografía de corte nacionalista o la posterior nacionalcatólica. Se trata de la instalación y la amplia presencia de francos (es decir, de extranjeros…o peor, de…de…¡¡franceses!!), por todos los territorios cristianos hispanos. Ya hablamos de la brillante ocurrencia de Alfonso III que todos conocemos hoy como Camino de Santiago, y que sirvió para colocar a Asturias en el mapa de la Europa Occidental cristiana. Los peregrinos traían conocimientos, experiencias e ingresos, pero no se crean que todos se volvían una vez obtenido el jubileo. Los primeros en instalarse son los clérigos: las órdenes como la de Cluny o el Císter fundan numerosos monasterios por toda la zona, y comienzan a acumular poder, cargos y bienes, que esto al clero se le da muy bien. Además ya saben que los monjes son activos agentes ideológicos y culturales. A esta primera oleada le seguirán las órdenes militares, como los Templarios. Por todo el Camino comienzan a aparecer pueblos y ciudades que acogen no sólo peregrinos, sino recién llegados dispuestos a quedarse. Pamplona reservará dos de sus tres barrios a los francos, bautizando el tercero como “La Navarrería”, Estella es íntegramente poblada por ellos. Florecen las cartas pueblas que otorgan privilegios a los extranjeros; al fin y al cabo se trata de un aporte adicional de población, muy necesario para futuras expansiones. A la frontera sur de la Cristiandad se acerca todo tipo de aventureros y profesionales de la espada, atraídos por el abundante botín que fluye desde las taifas y por las posibilidades de ascenso social sin tener que partir a Jerusalén. Y con todos ellos, clérigos, monjes y guerreros, llega el ideal de Cruzada, que irá madurando poco a poco. El estreno no es muy alentador; en el asalto a Barbastro, los cruzados cometen tales barbaridades que dejan perplejos a los cristianos autóctonos. Pero ya ha calado la mentalidad de expulsar a los infieles a toda costa, azuzada por el clero; los reyes hispanos crean sus propias órdenes militares y con el aumento demográfico y el muchísimo dinero que ingresan de las parias musulmanas, se lanzarán a la labor de ocupar territorio islámico. Ya ven el porqué de este silencio tradicionalista: reconocerlo supondría asumir un papel decisivo de los extranjeros en el lanzamiento definitivo del proceso de conquista. Y eso sí que no, hombre, la reconquista es 100% producto español, como el jamón de bellota o el chorizo ibérico.

Curiosamente, en el campo sureño ocurrirá algo muy semejante, así que la guerra de religión no sólo se cuece entre los cristianos. Una vez que Alfonso VI de Castilla se deja de jugar al gato y al ratón con sus taifas toledana, sevillana y valenciana, y se siente lo bastante fuerte como para tomar Toledo, desatará un huracán de imprevisibles resultados. Hasta el momento, las taifas habían extorsionado a base de bien a sus poco belicosos súbditos para reunir el dinero con el que comprar su supervivencia a los cristianos. Pero tras el estropicio toledano, los reyezuelos mahometanos se dan cuenta del peligro real de perder el sillón. Así que alguno tiene la controvertida idea de llamar en su ayuda a una pujante nueva potencia norteafricana; los almorávides.

Contra lo que pudiera parecer, “los unitarios” (Al-Murabitt) no son una peña quinielística, sino una secta musulmana compuesta por unos señores muy serios y ceñudos que visten completamente de negro y se caracterizan por tomarse el Corán muy a pecho, practicando el ascetismo religioso y una estricta moral. Vamos, un muermo de gente pero con muy mala leche. En cuanto ponen el pie en Al Andalus con sus camellos y sus tiendas (negras, obviamente), se dan cuenta del grado de decadencia política de sus hermanos de fe peninsulares, así que su líder, Yusuf, apoyado por el clero islámico y por muchos campesinos fritos a impuestos, se afana en una doble tarea: por un lado, y como se temían algunos de los reyes de taifas, unificar éstas bajo su mando, y por el otro, dar una buena mano de guantazos a los cristianos.

Así, la entrada de estos fundamentalistas supondrá el fin de los reinos de taifas. Yusuf conquista Al Andalus y establece la capital en Granada. Además, conseguirá frenar la incipiente expansión cristiana, derrotando estrepitosamente a Alfonso VI en Sagrajas (1086), sólo un año después de la caída de Toledo. Tan sólo el Cid parece resistir en su feudo valenciano hasta su muerte en 1099, mientras que Alfonso vuelve a llevarse una patada en el culo en Uclés en 1108. ¿Podrá alguien detener la formidable máquina militar almorávide? Pues sí. Como ocurre con frecuencia, la descomposición viene desde dentro, y los norteafricanos pagarán cara su simpática política de intransigencia. En el próximo capítulo asistiremos al espectáculo del siglo XII: la puesta en marcha del verdadero avance cristiano, el hundimiento de Al Andalus y cómo no, los codazos y empujones por quedarse el cacho más jugoso, en “Hambre de Tierras”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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