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César Aira en el metro

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A determinadas horas, cuando la gente va o vuelve de trabajar y todo son caras largas- por algo se le llama hora punta- no es muy habitual que alguien se ría en el Metro. Más anómalo es que la risa provenga de la lectura de un libro. De hecho, la literatura en el Metro, una literatura móvil y viajera, al menos en el de Barcelona, se centra en la lectura ensimismada deCrepúsculosDan Browns y esos mamotretos policíacos del cadáver sueco de oro. Pese a que son libros completamente cómicos, la gente los lee muy seriamente, escrutando los misterios inverosímiles de sus páginas con un gesto de absoluta  concentración. Los hay, incluso, que acompañan esta lectura con música. ¿Qué sonará en sus auriculares? Alguna banda sonora de Nino Rota para Fellini acompañaría a la perfección la charada esperpéntica de la saga crepuscular; para los libros de Dan Brown pienso queMaría Jesús y su Acordeón podría casar perfectamente y para el sueco, tan solemne y sombrío, no vendría mal un poco de [_].

Resulta que, cuando alguien explota en una carcajada sonora y alegre en el transporte público, se produce un acto aún más raro. El pasajero/a de al lado pregunta: “¿Qué estas leyendo?”. Lo que demuestra que la risa  (y la buena literatura también) es el antídoto más sencillo contra esa enfermedad tan terrible que sufrimos en las grandes ciudades: que cada uno va a la suya. Ya no hay tiempo para el comentario amable, para la pregunta cordial o para apostilla burlona que puede alegrar el día. Hasta los borregos en el campo tienen gestos más humanos. Y si te da por saltarte esa Ley del Silencio, el sagrado artículo Alienante de que cada uno debe ir a la suya sin mezclarse con el prójimo, se corre el riesgo de ser tomado por un loco. Últimamente, ante esta pregunta, (¿qué lees?) , fruto de esa carcajada sana, siempre enseño la portada del libro que tengo entre manos y revelo el nombre de su autor. César Aira.  Y se rompe, por un instante, la aburrida monotonía de todos los días. Ese ir a trabajar o a estudiar cómo si fuéramos los obreros de “Metrópolis” de Fritz Lang.

Cuenta la leyenda que el escritor argentino nacido en 1949 en Coronel Pringles y afincado en Buenos Aires, escribe siempre en los bares y nunca corrige. Sea cierto esto último o no, le hace un perfecto candidato para leer y alegrar los trayectos en Metro, pues la suya es una literatura que “va siempre hacia delante”. Si esta afirmación, repito, es cierta, nos encontramos ante un genio. Un hombre de un extraordinario talento. Corrija o no sus escritos, sean obra de un vuelapluma instintivo o de un repaso más o menos somero, César Aira, destaca por su originalidad fuera de serie y por su tremenda inventiva. Todas sus novelas, cuentos breves la mayoría, tienen algo de reinvención del folletín. Parten de una trama sencilla para reventarla completamente. Dejando, en ocasiones, al lector, tremendamente huérfano. Procedimiento muy atrevido que Dan Brown y sus secuaces nunca se atreverían a hacer. Porque un lector es inversamente proporcional a los veinte euros que vale un libro. César Aira te lleva muchas veces de la mano, pero otras, no. Es un padre que se atreve a soltarte, se disgrega, te deja sacar tus propias conclusiones y no te trata como un cretino. De hecho, sus novelas están plagadas de inverosimilitudes y fantasías, pero conscientemente articuladas, sin perder su cariz de incoherencia y representación. No se dedica a justificar sus exageraciones. Cuando un monstruoso pez amenaza la ciudad de Rosario o cuando un niño quiere hacerse monja, el hecho abstracto se sostiene por sí solo.

Esto me recuerda un divertido pasaje de “Dietario voluble” en el que Vila-Matas cuenta lo que un párroco de la iglesia de Saint-Sulpice, enojado por el aluvión de turistas merluzos que siguen las pistas de “El código da Vinci”, escribió en una placa al lado de un obelisco injustamente famoso a raíz de ese libro: “Contrariamente a las alegaciones caprichosas contenidas en una reciente novela de éxito, la línea meridiana de Saint-Suplice no es ningún vestigio de templo pagano. Las letras P y S sobre las ventanas circulares en las dos extremidades del crucero se refieren a San Pedro y San Suplicio, los dos santos patronos de la iglesia, y no a un priorato de Sión imaginario”.

Es normal que sucedan estas cosas cuando se tratan de justificar ciertos descabellos. Y es que no hay ningún problema por decir una mentira en un libro. La ficción es eso. Cuando un escritor primerizo le preguntaba aPedro Zarraluki que tenía cierto reparo en que un espectro apareciese en su novela y le cuestionaba acerca de la mejor manera de meterlo entre líneas, éste le dijo: “Escriba usted: y apareció un fantasma”. Tan sencillo y tan sano como eso.

Lo mejor de César Aira es que no coloca al lector en el centro del relato. Éste tiene una posición marginal o, al menos, tiende a desplazarse. El folletín, la estructura similar al melodrama, en ocasiones, le sirve para introducir reflexiones filosóficas que sabotean el tempo. Parece que una voz ajena a la narración se inmiscuya en el relato, de una forma totalmente orgánica y sensacional.

Otro punto a su favor es el sentido del humor. Ese humor que provoca la carcajada sonora en el Metro. Y es inevitable. Hay ironía y mala leche en las páginas de Aira. Y de la mejor.

Desde Joyce, que creo una obra maestra a partir de un solo día en el devenir de un hombre gris, la literatura nos ha enseñado que cualquier vida se puede convertir en algo interesante. Aira indaga en ello. De hecho, sus novelas, transcurren casi siempre en un breve lapso de tiempo que dilata a su gusto y recrea con pasajes oníricos que, a su vez, revierten en la realidad. Término incandescente en su prosa. La realidad. El argentino se encarga de transcenderla o traspasarla. Heredero del psicoanálisis bien entendido o, me atrevería a decir, que más cercano a Lope de Vega. Creando prosa a partir de la frase: “La vida es sueño, y los sueños, sueños son”.  También teoriza muy a menudo sobre la propia obra, reflexiona sobre el proceso creativo, lo que no disminuye el goce de la lectura, sino que lo complementa, incentivando el placer intelectual.

Prolífico e inconmensurable -tiene más de sesenta novelas, varios ensayos, ha escrito guiones y obras de teatro- en España hay bastante material editado del argentino. Para acceder a su universo recomiendo “Cómo me hice monja”, tres cuentos breves desternillantes y provocadores. “Las aventuras de Barbaverde”, conjuga lo mejor de los cómics de súper héroes con la sátira y las reflexiones sobre la delgada línea entre lo real y lo imaginario. “Varamo” es una pequeña joya que rinde tributo a la poesía y al humor a partes iguales. “La mendiga”, es una divertidísima reinvención de la estructura de un culebrón latino. O “Las curas milagrosas del doctor Aira”, en la que vuelve a hacer una de las cosas que más le gusta: aparecer él mismo en sus novelas como un álter ego burlesco.

La frescura y la originalidad de las letras de César Aira es un buen antídoto para huir de esa especie de síndrome de Diógenes literario en el que estamos inmersos.

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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