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Quiero que me folles
Acabo de terminar un viaje, de la mano mi cicerón habitual en estas cosas del saber, Carl Sagan, por las Sombras de antepasados olvidados. Era 1993, Carl no olvidaba las galaxias muy, muy lejanas, pero se volvió durante un rato hacia ese “punto azul pálido”. No pretendía ni más (ni menos) que dar respuesta a los quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. También jugar a su juego favorito; bajarle los humos al ser humano y sus supuestos caracteres “especiales”, a nuestra calidad de señalados por el dedo de Dios. Puede que haya quien se ofenda, o se entristezca, por las conclusiones de Sagan, pero la cruda realidad es que nada –y nada es nada- diferencia al hombre de su pariente más cercano, el chimpancé. No, el lenguaje tampoco. No, ni el uso de herramientas. ¿La conciencia de existir? Ups… No. ¿La abstracción? Que no… Ni escribir a máquina –busquen en Google-. Somos primates avanzadillos, nuestra diferencia es de grado, nunca conceptual. El monolito de Kubrick sólo nos hizo un poco más listos.
Pero hay algo que Sagan concede al hombre: su capacidad para elegir. Siempre sujetos a todas las relatividades que sean necesarias –al fin y al cabo, ¿qué es elegir?-, el ser humano puede subvertir el instinto. Puede reprogramarse. La hormiga no puede, la abeja no puede, y el primo chimpancé sólo baraja diferentes instintos, es adaptativo pero no libre. Es improbable que el chimpancé persiga la ruina sin antes haber calculado las posibilidades a su alcance. Todos los animales, excepto el ser humano, hacen lo que tienen que hacer para sobrevivir guiados por una brújula de ADN y aprendizaje.
Cuando un macho alfa adquiere sus galones está todo el pescado vendido. En el caso de los simios, grandes o pequeños, todos se humillarán ante él. Todos aceptarán que el alfa tiene derecho de pernada sobre todas las hembras de la manada y que, con suerte, podrán recoger las migajas cuando el jefe caiga rendido de tanto montar. Si ofendes al jefe no conviene enzarzarse con él en una pelea a vida o muerte, esto es poco habitual en el mundo salvaje. Matarse por una discusión es cosa del mundo civilizado de los humanos. Ante el chimpancé alfa, si esta mañana te levantaste farruco porque te caíste borracho del árbol –les gusta beber, les gusta mucho-, hay una manera más sencilla de evitar que te atraviese el cráneo con sus colmillos. Sólo necesitas sonreír y enseñarle el culo. “Quiero que me folles”, esa es la consigna. O “voy a dejar que me folles, si esa es tu voluntad, oh, poderoso alfa”. Y aquí paz y después gloria. Con suerte nadie sale follado, salvo que prenda el deseo, en cuyo caso miel sobre hojuelas y a disfrutar se ha dicho. ¿Cómo? ¿Creías que la homosexualidad era algún tipo de anomalía humana? Vete a la selva, hombre, vete a la selva.
Sería ingenuo, puede que falaz, negar la existencia de machos alfa dentro de la manada humana. Los hay, qué duda cabe. Aunque el macho alfa humano no tiene por qué ser el más fuerte ni su pelo el más brillante ni su esperma tiene que haber salido de la marmita de Panoramix. Sus potenciales son otros y tienen que ver con cuántas veces eres capaz de mandar a galeras al personal en el Monopoly. Si sólo tienes una cabaña en Rue del Percebe… Date por follado. Aunque por otro lado, el ser humano, en esa osadía suya que desafía al instinto, a la sensatez y la autoprotección, no se ve conminado a agachar la cabeza ante el alfa y a pedirle que le folle. Podría no hacerlo. Podría elegir no hacerlo. Pero si el chimpancé es consciente de que el servilismo garantiza tranquilidad (y alguna hembra de vez en cuando) cuánto más consciente no será su primo el listo de la ciudad. El ser humano, americano, español o venezolano, quiere que Rajoy le folle. Quiere que Trump le folle. Que Maduro le folle (a falta de Chávez). No hay necesidad de presentarles sus respetos; no se exige, salvo en casos extremos, la postración física. El macho alfa humano sólo exige una cierta postración intelectual en forma de papeleta. Un “estoy dispuesto a que me folles” ante notario es más que suficiente. En realidad Trump no quiere follarte, no eres una Miss y probablemente estés gordo. Rajoy no quiere follar. Punto. Desconozco qué es lo que le va a Maduro, aunque intuyo que también tiene relación con el arte de joder.
Y en esas estamos. Esta tarde, en el Congreso de los Diputados, se escenifica el “queremos que nos sigas follando” que seis millones de españoles le enviaron a Mariano en un sobre. Dos veces, por si no le había quedado claro a la primera. En teoría los que querían que fuese Pedro Sánchez quien les follara también enviaron un mensaje alto y claro, pero su error fue marcar en la papeleta a uno que no era ni macho alfa ni era nada. El verdadero macho alfa socialdemócrata, Felipe de Todos los Estadistas, ha decidido vía barones interpuestos que a los españoles, por ahora, se los va a follar Rajoy. El PSOE, mientras las encuestas no digan lo contrario, ejercerá de mamporrero, mano a mano con Rivera y toda la sección de jefes de planta de El Corte Inglés.
Vuelvo a recordar al pobre chimpancé borracho que se vino arriba y retó al jefazo. Él se jugaba el árbol, el metesaca de cada día y la protección del grupo. Mucho más que Bustamante y su andamio. Y, además, el alfa es un chimpancé justo; sólo reclama lo que se ha ganado. Al humano que votó a Rajoy o al que va a votar a Trump uno le preguntaría: ¿A cambio de qué le has ofrecido el culo? ¿Seguridad laboral? ¿Políticas sociales? ¿Una buena educación para los más jóvenes? Hasta el chimpancé se descojona. Y escribe en su bitacora: “De entre todas las criaturas que puedo observar en el zoo sólo una me llama poderosamente la atención. Los humanos, esos que se mueven al otro lado de las rejas, han logrado someternos a todos los demás. Son poderosos, astutos y, sin embargo, no hay ser que se venda más barato. Su culo, sus principios, el futuro de sus hijos… Pareciera que en ellos la sumisión no se trata tanto de un asunto de fuerza mayor como de una actitud francamente placentera”.
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