Cuadernos

Placeres compartidos: Buero Vallejo

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En las oquedades de la oscuridad crecen briznas de esperanza aleteando entre gritos de desasosiego y pequeños impulsos del alma. Andamos en laberintos procurando seguros caminos para batallar con lo incierto. Antonio Buero Vallejo, de los colores de Velázquez a las huellas de Lorca o Miguel Hernández, sacaba de ronda a su corazón de tango por la escalera-planeta de General Díaz Porlier (barrio Salamanca, Madrid). Porque la ciudad tiene su íntima claridad detrás de las ventanas, entre visillos… por los largos pasillos de la incertidumbre. También goza de vistas al cielo y lágrimas de San Lorenzo añorando la fiesta de las azoteas.

Buero era la cordialidad galante de quien supo metabolizar la tragedia histórica y personal para convertirla en sosiego firme y comprometido con lo más profundo del ser humano. Manuel Ripoll, vecino y amigo de don Antonio, con quien coincidí trabajando en el televisivo Arte de vivir, siempre me contaba con ojos asombrados la capacidad del autor de El tragaluz para dar vida a retablos de maravillas. Ripoll, realizador de mis guiones sobre Amsterdam-Barcelona-Madrid-Berlín, me evocaba -entre hoteles y aeropuertos- al Buero cotidiano, al tierno padre, al compañero vital de Victoria Rodríguez con esa media sonrisa que tantos sones familiares me aportaba. Y así, en Onda Madrid, Antonio me regaló con su voz poemas al hilo de Velázquez, palaciego de grises, hasta el hispano abismo, pero el amor te salva de ti mismo, o escritos a Victoria, el amor-amante, el regalo de la madurez plenamente acompañada.

“Victoria iba a mi lado. La tarde era muy pura, y aspiramos olor a serranía”. Regalo sonoro al compás de horas de conversación. Buero tejió la ciudad de la escalera, de la fiesta agridulce. Un Madrid de Irenes, jueces, madrugadas, seres en la encrucijada preguntándose por qué la metrópoli aparenta moverse vertiginosamente y, sin embargo, a veces dormita cual sirena varada. Madrid de los paseos por Ortega y Gasset, Juan Bravo, Alcántara, Ramón de la Cruz. Atalaya para el observador observado. Leño cantaba en el retrovisor “tienes entre los ojos libertad”, Ramoncín se interesaba por los episodios familiares de Buero. El rumor de los años no altera la paz del corredor. Allí, el autor recordaba al hilo de mis preguntas la Escuela de Bellas Artes, los estrenos, la lista interminable de teatros. Español, Benavente, ReinaVictoria, Maravillas, Lara, Arriaga. Criaturas de lo invisible debatiéndose con la música cercana según la imaginación escenográfica de Paco Nieva, amigo y maestro de escuelas noctámbulas en mi Malasaña blues.

Hoy recuerdo a Buero, cercano y hospitalario, abriéndome sus alas de soñador y cantando -con gracia pinturera- el chotis “La Rosa de Madrid”. Quijote apasionadamente romántico, eleva en su obra a categoría estelar a humildes a menudo humillados, que hablan a solas como en la canción de Mari Trini, que nos acompañaba en nuestras conversaciones en el espacio “Al ritmo de Madrid”. Ante la obstinación, el candil libre del ser humano. Todo por sentir al hilo de Aute, sueños de la razón que producen monstruos. Le hablo del tango “La cieguita” que me susurraba mi padre en los domingos de mi infancia y el maestro lo entona con gracia porteña, y al viajar en la memoria pienso que las almas nunca mueren y derramo unas lágrimas de evocación activa por mi padre. De ahí a “Mi Buenos Aires querido” o “Melodía de arrabal”. Gardel, Troilo, Discépolo, en la voz del Premio Cervantes era un regalo anímico ante cualquier sombra de solemnidad. Sorpresas del destino me han llevado también a escribir tangos para correr por las laderas del Obelisco, gracias a la voz de Beatriz Gabet y al piano de Montoya. Seguro que con Manolo Ripoll y Buero formaría un buen trío de ases para rondar arrabales nostálgicos.

De don Antonio me habló profusamente el añorado Paco Valladares, que leyó con sabiduría ejemplar mis textos sobre Andalucía. Ricardo Lucía, Enrique Llovet, Agustín González me ilustraron sobre la catedralicia obra de Buero. Releo su tragaluz y vuela mi rotulador por los apartamentos de Ionesco, las cárceles del alma y los signos del miedo. Todos somos seres en nuestro propio laberinto, me repetía el autor de En la ardiente oscuridad. Madrid extendía su alfombra de primaveras lluviosas y Manolo Ripoll me hablaba del querido Hilario Camacho, voz de la banda sonora de su serie Tristeza de amor. Ciudad de habitantes del olvido, seres en eterna fuga. Y Buero reconstruyendo lo que de humano queda en nuestros corazones para ver un más allá después de las ruinas. Suena en la emisora “La estatua del Jardín Botánico”, del amigo Auserón, y sigo persiguiendo enigmas al compás de las horas y un mantoncillo de Manila se asoma por San Francisco el Grande con aroma de Vistillas. Sí, Madrid es un chotis como digo en el tema que escribí para Mayelín. Y bailo, como bailaba Buero, entre dichas y desasosiegos porque la realidad es fantástica y nace la hermandad, pero para olvidar el olvido. Mientras duerme la casa en General Díaz Porlier, la mano creadora desliza su bolígrafo sobre el blanco intemporal de la página incierta. Blanco vestido de blanco como en la Amparo lorquiana, en la evocación de lo más luminoso del ser que aún lucha por sobrevivir en la selva de ruidos y emboscadas. Que no nos pueda el terror, que siga respirando la vida… y  el amor ventile las habitaciones del alma.

Fotografía: Marina del Mar.

Escritor, periodista , compositor, guionista, autor multimedia. Director de audiovisuales para grandes muestras y creador de spots publicitarios, desarrolla una intensa actividad en conferencias, talleres y encuentros sobre lenguajes emocionales y comunicación.

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