Inside Out
Postinmunologismo
Un horizonte de confrontaciones cordiales
Al ego no hay que combatirlo, hay que articularlo. Al ego, si se le ataca, se acoraza. El ego no es lo que nos vienen diciendo desde hace siglos. El ego es una herramienta de distinción, de reconocimiento. Una herramienta lingüística que distingue del Tú, Ella, Él, Nosotras, etc, para, una vez articulada hasta la vinculación en el nosotras, mezclarse o hacerse mismidad con la otredad. En principio es un concepto inerme. Sucede, no obstante, que, desde hace siglos y más todavía en la actualidad perteneciente a la época del Ser, al momento histórico del Ser una misma, al ego se le ha ido combatiendo con la frecuencia con la que Israel bombardea a la también inerme Palestina. Esto ha hecho que el ego desarrolle un sistema inmunológico para protegerse de los agentes víricos cada vez más refinados de esta guerra biológica occidentalizadora y esquizofrénica. Esquizofrénica porque, por un lado, las individuas ya no pueden formar parte del colectivo sin alistarse en el ejército del Ser una misma y, por otro, tampoco si no se enrolan en las evangelizadoras misiones contra el Ego. Por tanto, la guerra hoy más que nunca es contra una misma. Es decir, se debe llegar a ser una misma para poder enfrentarse con el enemigo que somos o, como suele decirse, que llevamos dentro. Este hipotético enemigo que llevamos dentro es uno de los activadores postinmunológicos: ya no se trata de un agente puramente extraño sino que ese otro somos nosotras mismas. El germen de nuestra decadencia no vendría de fuera, tal y como dice la aceptada teoría de Louis Pasteur, sino que, por el contrario, el deterioro o apoptosis sería un proceso orquestado endógenamente, como propuso Antoine Béchamp en sus refutadas teorías.
Después del inconsciente individual de Sigmund Freud y del inconsciente colectivo de Carl Gustav Jung, llegó el inconsciente génico de Léopold Szondi, y Hollywood se caracterizó en la década de los años cincuenta por un cine derivado de la teoría psicoanalítica. Por ejemplo, The Bad Seed (Mervyn LeRoy, 1956) nos cuenta que el mal no está en el ambiente sino en los genes y que se trata de una cuestión hereditaria, pensamiento que está muy bien para defender la moral cristiana de corrección de la población (Iglesia, Escuela y Estado). Para colmo, esta película, panfletaria hasta el plano final, es la definición misma del cristianismo: el cristianismo es el sacrificio del hijo. En el fondo ya no se empatiza con quienes convivimos y con sus transformaciones, con un ambiente cambiante e irregular, sino que se confunde el bien con lo moral y el mal con lo inmoral, hasta que dejamos de saber qué es lo que está bien y qué es lo que está mal para nosotras mismas. Hecho que, por otra parte, nos lleva a requerir de leyes, normas y códigos jurídicos, etc. Por el contrario, lo cierto es que sólo admitimos realmente al otro cuando nos mezclamos con sus códigos hasta conseguir descodificarnos. Y es en esta mixtificación, al cortar transversalmente los lenguajes particulares, donde encontramos un mismo horizonte de sentido. No es ya una cuestión de identidad sino que, como diría Martin Heidegger, lo es de mismidad. En la identidad no hay una mixtificación o disolución de códigos sino la formalización o normalización de uno particular con el que se quiere e idealiza ser asociado. La mixtificación de los códigos es el resultado de atravesar el muro del lenguaje, muro de la diferencia donde los haya. La mixtificación de los códigos es admitir la otredad: el poder no hacerse coraza ante la posibilidad de comunión con el otro.
Antonin Artaud, en su ensayo histórico Van Gogh, el suicidado por la sociedad, niega que Van Gogh se suicidase en un ataque de insania. Por el contrario, afirma que acababa de descubrir qué era y quién era él mismo, cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse apartado de ella, lo suicidó. Tres décadas antes de que Artaud llegase a esta reflexión, José Ortega y Gasset, en su primer libro, Meditaciones del Quijote, expresó: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Como fuese, cabe recordar que si algo está cerrado está artificialmente cerrado. En este sentido, Gasset dice que la vida es lo individual y que el mundo es nuestra segunda mitad con la que hemos de tratar o, más concretamente, a la que hemos de reformar en vista a la satisfacción de nuestras necesidades. Pero me atrevo a decir que en dicha reforma no hay hibridación con el mundo porque la hiperestesia inmunológica causada por la estructura social, por una estructura social cuya función es ejercer presiones progresivamente crecientes para que cada cual ocupe el rol que le ha sido artificialmente asignado, no lo permitiría. Hasta donde sé, valga por ahora mi ignorancia, Gasset parece obviar las fronteras políticas, coacciones varias, vallas, puertas y cerraduras que, más que obstaculizar, imposibilitan la disolución del individuo en fibra de comunidad.
El positivismo es un tipo de oportunismo
El positivismo es la enfermedad del siglo XX porque repele la negatividad de lo extraño. Cuando lo cierto es que sólo podemos afirmarnos a nosotras mismas negando la negatividad del otro. Por ello hay que abrir puertas para que el otro pueda penetrar en lo propio e intente negarlo. De esta forma, el otro sería como una vacuna que estimularía nuestro sistema inmunológico contra el positivismo, patología de lo idéntico que no presupone ninguna enemistad sino, por el contrario, un estado social permisivo y pacífico, cuya inmanencia o repetición de la vida disuade de la resistencia inmunológica. El otro es contrario al sistema, a la sistematización y a la automatización, mientras que el positivismo es sistémico, normativo: una sobreabundancia identitaria. La sobreabundancia que nos conduce a la soledad.
Hubo un tiempo en el que las comunidades realizaban rituales para celebrar que estaban todos juntos. Hoy es al revés. Las personas asisten a los modernos rituales para celebrar que están solas. Porque ahora son los rituales los que hacen a la comunidad. Los eventos sociales, los gimnasios y los equipos de entrenamiento, los cursillos, las terapias de grupo y demás sesiones sectarias a las que las personas acuden buscando amistad y pareja no son sino rituales de comunión. Estas personas no viven en comunidad y por ello requieren de mecanismos de socialización con los que confundirse en el paisaje emocional. Los intereses forman parte de los mecanismos de socialización. Los intereses ponen a las personas entre objetos de debate, de entretenimiento, de estudio, de trabajo, etc. El contacto directo y desinteresado es sustituido por uno indirecto que precisa de un asunto. El asunto se convierte así en un deber porque sin este no hay comunión, a pesar de que al deber le es inherente la negatividad de la obligación. Es decir, hay una tendencia a que los gustos, aficiones y especialidades, en lugar de devenir pasiones, se tornen obligaciones. Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley, produciendo, en vez de locos y criminales, depresivos y fracasados. Social significa producción. Es a lo que induce. Y hay un peligro grave en todo esto: si Podemos llegase a gobernar potenciando la sociedad de producción, incluso con la mejora de las políticas sociales, el número de depresivos, fracasados y suicidados crecería. La consigna del poder, Sí se puede, no invita al descanso, a la posibilidad del poder no hacer. Todo lo contrario, es la proclama y exaltación de la eficacia. Sucede, no obstante, que toda eficacia tiende al declive. Por ende, la depresión es el cansancio del poder. La depresión es el no poder más del poder. Es el agotamiento del alma de un cuerpo que no existe. El agotamiento del Urstaat, del Estado despótico, máquina social -institucional y libidinal del deseo y de la subjetivización. Sin embargo, allí donde no hay responsabilidad, no hay depresión. Porque la depresión no viene ya de una coacción externa sino del alma soberana pero prisionera del positivismo, de la creencia de que nada es imposible. La depresión es un autosometimiento, una autoexplotación acompañada de un falso sentimiento de libertad. La inmanencia es en este entonces la violencia de la obligación.
Las enfermedades son faltas de libertad
En el mundo rural no señorial, las gentes vivían en comunidad, los medios de producción eran colectivos y las casas eran espacios polivalentes con las puertas abiertas. En la España de postguerra, a partir de los años cincuenta, el gobierno de Franco logró propagar el gran sueño del urbanismo imprescindible para el Estado de Bienestar, por lo que en muchas de las zonas rurales se orquestó un éxodo a las ciudades que en tiempo récord construyó una cantidad ingente de edificios con materiales baratos y con un diseño arquitectónico propio de la segregación sesgada a la que nos hemos conducido hasta hoy, día en el que los smartphones son el mayor ejemplo de la dominación oblicua a la que hemos llegado. El aislamiento está en las ciudades, donde vivimos en pisos con espacio para sólo dos o tres personas, donde apenas conocemos a nuestros vecinos y donde nos encontramos con nuestras amistades una o dos veces por semana a lo sumo. Ya no vivimos en comunidades ni en autonomías. Durante décadas, los maridos trabajaban, los hijos iban al colegio y las esposas pasaban gran parte del tiempo en la cocina, en espacios pequeños sin contacto con el mundo y en el que se dejaban engatusar por las historias del corazón todavía vigentes incluso en la televisión estatal (Televisión Española), cayendo en las ensoñaciones de unas vidas que nunca llegarían a vivir. Lo que ayer era fantasía, hoy es ilusión. Estado de Bienestar significa juego de apuestas, en el que cualquiera puede ganarse el bienestar a costa de que otros se pierdan en el malestar de la desigualdad y del expolio, por muy bien que el Estado intervenga en las cuestiones sociales.
El positivismo conlleva una amalgama de estímulos, informaciones e impulsos que modifican nuestra capacidad de atención, fragmentando y dispersando la percepción. Cuando se dice que la ciudad es la jungla, es porque ésta emula algo silvestre o selvático con el fin de regresar a cierto salvajismo. En el fondo, lo que se desea es la optimización de los mecanismos de defensa y de supervivencia. He aquí el por qué de la pertinaz formalización del código y de la creación de tribus urbanas. Un descontento acomodaticio, como lo es la conversión de un conjunto heterogéneo de movimientos revolucionarios en formaciones políticas, nos ha traído a la incapacidad de la inmersión contemplativa porque ahora también nos tenemos que ocupar de interpretar el trasfondo de la realidad. Ya no se trata de hacer, de sentir, sino que ahora se trata de ser, de interpretar, de existir como si hubiese un ser detrás del hacer. Sin embargo, un niño que pinta no es pintor, sólo hace. No hay una substancia ni una cosa que lo cosifique como pintor. El niño no tiene por qué estar objetualizado por una interpretación de lo que se supone que es. El niño hace como si nunca antes se hubiese hecho. No hay para el niño inhibidores culturales que lo cohiban ni lo coarten, cuando está descubriendo e inventando la pintura. Despreocupado y aburrido de la supervivencia, el niño hace profunda y contemplativamente. Durante la vigilia, el aburrimiento profundo constituye la relajación corporal. Y, desacelerando lo ya existente, es cómo se deja de reproducir para dar lugar a un movimiento nuevo. Lo efímero de las ambigüedades e irregularidades se revela sólo ante la atención contemplativa que nos saca de nosotras mismas para sumergirnos en las cosas, haciendo que éstas se piensen en nosotras, haciéndonos nosotras su conciencia, arte y expresión.
El niño está desnudo en aquello para lo que no ha sido narrativizado. Puede prescindir de la sensación de duración y de continuidad en tanto que está libre de la preocupación por la muerte y del temor a Dios del que sobrevive el clero. El niño es libre porque es apto para el ocio, mientras que el burgués es un esclavo que tiene que explotar a otros obreros. El burgués apto para el trabajo es la prueba de la explotación sin dominio, en un mundo en el que no hay nada que no domine a los niños. Los niños aprenden a responder inmediatamente a los impulsos porque sus instintos no son de los que inhiben y ponen término a las cosas. Esto es sólo defecto de los adulterados y de su narratividad. La vileza y la infamia derivadas de la incapacidad de oponer resistencia a los impulsos es propia de los adultos. Siempre que no se les eduque, seduzca y chantajee emocionalmente, los niños saben decir No, por intuición y empatía. Cabe aquí que recuerde la distinción que hay entre la noción de enseñanza o transmisión de los saberes cognitivos y el término educación, que es la puesta en marcha de una serie de objetivos que el educando debe lograr. En este sentido, enseñanza y educación son conceptos opuestos. En los adultos, reaccionar a cada impulso es un síntoma de decadencia, de agotamiento, que impide a una misma oponerse o ponerse resistencias. En los niños, la impetuosidad es prueba de vitalidad porque, hasta que son llevados al período educativo, su vida es pura contemplación incluso cuando juegan y, por tanto, no hay impulsos atosigantes en ellos.
El colectivo lo es por sus interrupciones
Dado que el endurecimiento en el tiempo oculta las fuentes primordiales del hacer, la comunidad lo es por sus interrupciones. La admisión del otro necesita de la contingencia y del detenerse. Un ordenador no vacila, la vida sí. La vida, por el mero hecho de vacilar, no es mecánica. Vacilar es, de alguna manera, una mirada hacia lo otro y hacia lo inesperado y que, por su sencilla inevitabilidad, es motivo más que suficiente para no enfadarse. Con embargo, el positivismo empobrece la posibilidad de lo excepcional porque enseguida acaba por fagocitarla, normalizándola hasta el totalitarismo. E incluso el miedo y la tristeza acabarían por dejar su negatividad en el positivismo. Es decir, dejaríamos de sentir los sentimientos derivados de las reacciones inmunológicas, como lo es la náusea existencial.
José Luís Cuerda dijo que si al morir la niña en El bosque animado no movía la cámara era porque él sabía que si la movía en un momento así haría que los espectadores llorasen porque estaría manipulando sus emociones. Añadió que él tiene los anticuerpos en la cabeza y que si se le tiene que atacar que sea ahí y no en el corazón, porque el corazón es delicado y se podría morir. Se trata, pues, de renunciar honestamente a todas las formas de manipulación, como lo son la educación y la seducción, la inducción del significado y la ausencia de negatividad que transforma el pensamiento en un ejercicio de cálculo, en un egocentrismo del tipo autista en el que no hay otredad. Sucede que la sociedad no puede permitirse la otredad porque ésta ralentizaría su aceleración. Es por ello que se desgitaniza a los gitanos. Como ellos mismos dicen, la escuela forma payos. Y es que a su pesar los están occidentalizando. Al occidentalizarlos pierden su capacidad para decir No, por ejemplo al trabajo asalariado, que no es sino un trabajo alineado, un trabajar para otro. Cuando, precisamente los gitanos, por su capacidad para decir No, son naturalmente más reflexivos que los payos. La reflexión, por definición, no es el acto de pensar sino el hecho de pensar y no seguir haciéndolo. Como el propio término indica, reflexionar es volver a pensar luego de un cese de su actividad. Por ejemplo, la meditación es la búsqueda del vacío, de ese vacío que hay en el entretiempo de la reflexión. Es un ejercicio activo de soberanía contrario a la pasividad permisiva del positivismo, que absolutiza unilateralmente el “Sí se puede”.
La consigna “Sí se puede” nos confronta con el imperativo de ser nosotras mismas, embarcándonos en el proyecto de ser Yo. Se trata, no obstante, de un proyecto agotador, si no se dan los entretiempos necesarios. Ante esta debilitación, uno de los mecanismos de evasión de los que habló Erich Fromm es la conformidad automática. Según ésta, el individuo deja de ser él mismo, es decir, deja su egoísmo para adoptar por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas culturales, llevando a cabo lo que los demás esperan que haga. La discrepancia entre el Yo y el mundo desaparece, y con ella el miedo consciente a la soledad, que es sustituida por la soledad de la muchedumbre. Victoria Sau sumó a dicha conformidad lo que Martin Seligman llamó indefensión aprendida, algo similar a lo que otros denominan neurosis de fracaso y que puede definirse, lejos del contenido conductista inicial de Seligman, como la falta de experiencias de consecución de objetivos ideados por las pautas culturales, que generaría un sentimiento de impotencia depresiva y pasividad, causando que no intentemos reaccionar frente a la aparición de nuevas situaciones de agresión, injusticia o malestar.
Nicolás Maquiavelo dijo que el gobernante debe no darle al pueblo nada que éste no le pida. El pueblo tiene que exigirlo, pelearlo. Entonces el gobernante se lo concede y queda muy bien. De esta manera, los derechos son cosas dadas, según los correspondientes criterios administrativos, y las conquistas sociales no hacen sino poner de relieve aún más la negatividad del imperio maquiavélico. Imperio que sin el café y el azúcar refinado no se mantendría en pie porque son lo que hace posible el rendimiento sin rendimiento. Cuando, muy por el contrario, habría que poner en el centro de las políticas al cuerpo vulnerable. Un atajo para esto sería el de los espacios intergeneracionales en los que, desde la niñez hasta las gentes ancianas, se construyesen formas de vida en los que se asume e integra lo otro como parte de nosotras mismas. Y ya que una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, la cadena más fuerte es la del Yo aminorado. Es al aflojar el constreñimiento del Yo cuando se abre un entretiempo de indiferencia libre de toda preponderancia. Es al centrar el cuerpo vulnerable cuando la gravedad se desplaza del Yo al mundo en términos de amistad, de permeabilidad. La materia está en el tacto, en el demorarse en el tocar y ser tocada, porque la felicidad está organizada en pequeños detalles. Un plato de comida caliente cocinado con cariño, como pequeña ingeniería, proporciona más felicidad que un gran edificio. En este sentido, lo femenino tiene que ver con la felicidad y lo masculino con el acto de impresionar.
Aflojar la atadura de la identidad
A veces, para que las cosas vibren, hay que escapar de la determinación. La vibración es lenta, un rodeo impreciso. En ella no hay una rígida delimitación que divide a unas de otras. Una comunidad lo es por su cordialidad, previa al parentesco y a la contingente consanguinidad o familiaridad. Una sociedad que precise pertenencia y parentesco no es del todo cordial ni llega a ser comunidad, entendiendo la comunidad como un conjunto abierto y no cerrado. La comunidad es un tiempo de juego así como la colectividad lo es de trabajo, de cuidado. La comunidad es tiempo de paz porque la vulnerabilidad desarma e invita al sosiego, suavizando cualquier gesto de violencia. La concordancia, cercanía y buena vecindad son comunidad. La comunidad, en la indiferencia del reconocimiento, cuestiona por completo al Yo, lo articula hasta la otredad. La suavizada violencia que conlleva tal articulación, despierta una inmunología de la tolerancia. Y es mirando y escuchando atentamente al otro, poniendo el énfasis en la otredad, como nuestra presencia realmente se integra en el equilibrio del balanceo de los acontecimientos, porque la vida es una continua reorganización, un puro desequilibrio. La vida, lo vivo, se encuentra en esos momentos de cansancio agradable. El cansancio agradable es un cansancio derivado más del juego que del trabajo o del cuidado. Las vías de acceso artificialmente cerradas son abiertas cuando este cansancio desacelera la máquina hasta pararla. El código, entendido como la máquina que vincula el mensaje con el receptor, se detiene para abrir sus puertas y adentrarse en la descodificación. En este sosiego aprehendemos que lo informe es el cuerpo. En el cuerpo hay pequeños cambios a cada instante, pero en la línea de pensamiento, por el contrario, no, ya que las líneas de pensamiento son por demasiadas veces un estancamiento del desarrollo que puede permanecer invariable durante siglos. Lo real, lo irrepetible, el cuerpo, es percibido en sus formas por su lentitud. El caos es incorporado en un mismo horizonte de sentido. El horizonte del caos, del desequilibrio. Un horizonte de sentido en el que antagonismo y confrontación son vividas y experimentadas con la cordialidad de la indiferencia, con la cordialidad de la indiferencia del reconocimiento. Es el horizonte de la mixtificación con la otredad, el horizonte del postinmulogismo.
Tienes que registrarte para comentar Login