Cuadernos
Crónicas líricas de una guerra
Un oficial de las fuerzas especiales del Ejército ruso, Yegor Tashevski, narra en primera persona como protagonista de ficción en la novela Patologías, de Zajar Prilepin, los avatares vividos junto a su unidad en la guerra de Chechenia. Su relato se intercala con el recuerdo de experiencias recientes con su amada Dasha o menos recientes, como la infancia en su pueblo natal.
Esos recuerdos se filtran en sus pensamientos mientras crece en su interior el miedo a un enemigo aparentemente invisible, pero siempre presente en la mente de los efectivos militares enviados a luchar casa por casa y despejar Grozni de guerrilleros chechenos. La tensión de la trama aumenta cuando a Tashevski y a sus compañeros les empieza a embargar la sensación de que han pasado de ser los cazadores a convertirse en las presas.
En realidad si, como decimos, aumenta la tensión es porque el lector percibe claramente cómo cambian las tornas, no porque unos soldados puedan sentirse desprotegidos, ya que a la desprotección nos acostumbra el narrador desde las primeras páginas, cuando evoca el accidente de autobús que sufrió junto a su hijo al volver de un paseo el fin de semana. En este episodio, el ritmo sosegado del relato, propio del momento que vive el protagonista, pasa a cámara lenta cuando el vehículo en el que viajan sufre el percance.
Cuando Tashevski y su vástago de corta edad caen al agua tras volcar el autobús, las pulsaciones del narrador y con ellas las del lector se aceleran: las fuerzas del hombre por salvar a su hijo a toda costa se multiplican mientras aumenta de forma directamente proporcional el patetismo de la escena. Tashevski retiene a su hijo sujetando el cuello de la chaqueta de este con sus dientes mientras nada desesperadamente hasta desembarazarse de los pantalones y el calzado, pues pesaban demasiado.
Esta escena breve constituye el eje central de lo que Prilepin nos muestra en la novela. El protagonista no puede contar a la hora de la verdad con nadie, la sensación de desamparo que percibe este padre a punto de perder a su hijo no se atenúa nunca, ni siquiera cuando acuden los servicios de emergencia después de un largo rato a rescatarlos, ni siquiera cuando no es solo Tashevski quien queda solo ante el peligro en Grozni sino también sus compañeros de armas.
De hecho, para quien escribe estas líneas, la sensación de impotencia descrita por el autor es mucho mayor en el incidente del autobús, cuando un padre está a punto de perder a su hijo, un niño pequeño, que el momento en el que unos tipos con barba y de aspecto fiero se asoman por las ventanas del edificio que ocupan los efectivos del Ejército ruso en Grozni lanzando granadas de mano mientras unos soldados aparentemente abandonados a su suerte reciben disparos desde todas las direcciones.
Cuando las escenas de intimidad con Dasha y de calidez hogareña se alternan con la vorágine de la guerra, ello sirve sin duda para acentuar esta última en toda su crudeza, la cual se percibe también en detalles tan sumamente prosaicos como la sed pertinaz que embarga al protagonista al ser sustituido en su puesto por un compañero, el movimiento de tripas al iniciar una guardia agazapado en la azotea de un edificio, la incomodidad de las granadas que se le clavan en el pecho cuando está tumbado boca abajo vigilando. Todas estas sensaciones aportan un aire de veracidad completa a la historia, hasta el punto de llevar al lector a pensar que nadie puede describir algo con tanta precisión sensorial sin haberlo vivido en carne propia.
El relato nos mete en el día a día de Tashevski casi sin darnos cuenta, de tal forma que la crueldad mostrada por los hombres de su unidad puede llegar a pasar desapercibida si no se ponen los cinco sentidos en la lectura. Esos episodios suceden como producto de la cotidianeidad de la guerra, aparecen ante nosotros como la consecuencia de una escalada de violencia que ya no puede detenerse.
La descripción de los cadáveres tanto de los chechenos como de los efectivos rusos que la unidad va encontrando en el camino se describen con una riqueza de metáforas que, lejos de minimizar la crudeza de la escena, la exacerba sin caer por ello en la morbosidad o el toque escatológico fácil. El mismo desasosiego que aquel vivido en el autobús cuando vuelca, aunque desde luego, como ya hemos dicho, sin llegar a resultar tan asfixiante, se repite una y otra vez cuando las refriegas con los chechenos se cuentan a cámara lenta, casi como si estuvieran pasando ante nosotros una película fotograma a fotograma.
Una novela sobre una guerra y más aún si esta guerra se ha dado en el interior de un país y se trata de una cuestión doméstica de Estado, podría incitar a sesudas especulaciones, tesis generales sobre las mentalidades colectivas o hacia dónde va esa nación. Este no es el caso. Patologías viene a ser un cortometraje del conflicto de Chechenia sin asomo de épica y, por tanto, exento de conclusiones grandilocuentes y proclamas, ¿hay algo más lírico que ceder la voz a un protagonista para que cuente su experiencia nutrida seguramente con las propias vivencias del autor?
No es necesario que el escritor lo afirme explícitamente para intuir un aporte mayoritariamente autobiográfico en la obra. No obstante, por si a alguien le quedara alguna duda, Prilepin lo aseguró en una entrevista concedida al periódico Rusia hoy: «Chechenia, mi partido extremista, mis hijos… son mi reserva. No sufro en absoluto los tormentos de la creación, en cualquier momento puedo sentarme a escribir sobre uno de estos temas porque tengo todas estas vivencias almacenadas en mi interior».
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