En papel
Placeres compartidos: Francisco Nieva
A Paco Nieva me lo anunció Triunfo a primeros de los setenta cuando Eduardo Haro Tecglen, Pepe Monleón, Manuel Vázquez Montalbán o Víctor Márquez Reviriego alentaban la luminosa publicación. Hablaban de un viajero-escritor-pintor-escenógrafo,de avatares rocambolescos, capaz de imaginar la explosión de la belleza en la galería de los monstruos. Tenían algo de premonitorias aquellas columnas… el personaje asomaba con aires cosmopolitas ante tanto neorrealismo de bolsillo. Hablaba de Venecia, París, de los vericuetos de Nápoles con la naturalidad de maestro de ceremonias en la gran corrala universal. Su mente-hotel, de lecturas y vanguardias, siempre en el presentimiento. Como Antonio Gala, dominaba la palabra pero además añadía la pimienta de paisajes de su creación. Palabras para imaginar otros cielos y descubrir descubriéndonos. En su inventiva, el síndrome de la habitación angustiosa de Ionesco mutaba en nave para la exploración; criaturas que se rebelaban ante el ditirambo del esperpento. Era un punto y aparte que se servía de la tramoya para no ser fumigado por la oficialidad siempre dada a correccionales. Así, a Paco se le invitaba a los salones y -como su galanura dialéctica era y es de arte mayor- embobaba a los del pensamiento plano. Con habilidad convirtió en cotidianas citas de Baudelaire, Mallarmé, Carlos Edmundo de Ory. Oscar Wilde y Lord Byron también bailaron lo suyo en el teatro de la diversidad.
Desde mis Barcelonas-rumba de la lejanía, desde la Facultad de Bellaterra, aquello me sonaba a selenita. Después la pirueta madrileña me llevó -en compañía de Lola Santacruz- a coordinar un espacio televisivo sobre El cuento de nunca acabar, de Carmen Martín Gaite. Cantamos con Carmiña sobre los ruidos de O´Donell, fragmentos de A rachas; supimos de los innumerables cuadernos donde la autora anotaba vaivenes de sorpresa cotidiana. En el bastidor de ese entretejido, las ilustraciones de Paco me devolvían -en paralelo- al Madrid de las Arquitecturas modernas de Sánchez Hevia, Sáenz de Oiza, Gómez Capitel. Entonces repasé el teatro de Nieva -más leído que representado- y me fascinó la trompetería léxica, el guiño, el asterisco, la mueca sacacorchos, el desparpajo de quien ha vencido incertidumbres y levanta dulces Transilvanias a dos pasos de la Plaza Mayor.
Paco, siempre fiesta entre carrozas de plomo candente; con especial tacto para comprender a los actores Luisa Martín, María Luisa San José, Juan Llaneras, José Sacristán, Juan Diego, Luis Merlo… en el gran bazar de las estrellas. Con alma de duende adolescente que se pasea por las alcantarillas sin mancharse, capaz de elevar su secreto palacete en pleno tráfico de pícaros-burócratas y meretrices, cultivando soledades acompañadas.
Mi amistad con Ginés Liébana me ayudó a tratar con familiaridad a Paco. Liébana y Nieva son como dobles anímicos. Hermanos en la luz y en la sombra en tiempos descompasados. Cuánto agradecí el discurso de su entrada en la Real Academia. Tarde de domingo con Ginés y Silvia Marsó. Tocamos el cielo al sentir que algo nuestro -la visión de cultivo escalonado de la cultura- se ponía pajarita en la RAE. Hay que dar espacio al lenguaje de las imágenes. Nieva sabe que solo así se cuela la vida en los circuitos cerrados. Dar espacio al carretón de márgenes y cunetas con hambre de escenario. Paco tuvo la fina ironía de incluirnos -camuflados en clave de personajes históricos- en su deslumbrante novela, tan excelentemente ponderada por Pere Gimferrer, El viaje a Pantaélica. Ahí aparece La empresa invisible, que jugando creamos Rosa Perales, Lucía Bosé, Ginés y este nómada multimedia, como trasunto mágico de tantas noches de historias interminables. Jugamos por el lateral, por donde aún crece la hierba
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