En pantalla
Manchester frente a un mar que se bifurca
* Contiene spoilers de la película.
¿Cuánta indiferencia puedes soportar?
Lee Chandler (Casey Affleck), melancólico como de costumbre, recoge una pelota de goma del suelo. Haciendo gala de una ausencia que se esconde tras su mirada durante toda la cinta, Lee hace rebotar la pelota en el suelo una y otra vez. Está esperando a que su sobrino Patrick (Lucas Hedges) compre un helado con el dinero que le acaba de prestar. La cámara fija nos deja pensando. En ellos, en cómo se alejan de nosotros, espectadores. Indiferentes a nuestros sentimientos. Que así sea. Pensad lo que queráis, parecen decir.
Porque de eso trata Manchester frente al mar. De sentimientos. Explícitos y descarnados en ocasiones, como la magistralmente dirigida conversación entre Lee y Randi (Michelle Williams) en su vano intento de recuperar un amor perdido; en otras, nos llegan de forma velada, ocultos tras la cotidianeidad más naif: Patrick, absorto, golpea con un palo la verja junto a la que camina. Pero el corazón de la cinta late con más fuerza tras los sentimientos encontrados y las oposiciones binarias que asoman tan desmenuzados en la pantalla que apenas podemos ignorarlos.
La historia avanza en paralelo. Diferentes espacios, diferentes tiempos. Transiciones pausadas, sin pretensiones, que convierten el contrapunto narrativo en un suave balanceo. Nos dejamos llevar por un oleaje de escenas tranquilas en su ejecución, pero contrastadas en una calidez emocional que nunca decae, donde la vida y la muerte son protagonistas.
Oposiciones binarias
Joe (Kyle Chandler), hermano de Lee, enlaza ambos discursos. También la niñez y la adolescencia de Patrick se reflejan en un claro contraste de escenarios: el barco en que aprende a pescar y la ciudad costera de Manchester-by-the-Sea, ciudad real de Massachusetts. El agua y el fuego; la calma y la violencia; la pasión y la frialdad. Todas estas oposiciones confluyen en momentos puntuales para acabar aniquilándose entre ellas, dejándonos el regusto de un relato cargado de normalidad y lleno de emociones que desbordan a los personajes.
Patrick se reúne de nuevo con Lee y juntos bajan por la carretera. En un momento de distensión, como si ya no existieran los problemas ni los miedos, juegan a tirarse el uno al otro la pelota de goma. La misma que Lee había recogido antes. Los conflictos, incapaces de reubicarse, van desapareciendo en el espacio que media entre ellos. Al final triunfan la paciencia y la templanza, pero el precio a pagar ha sido alto. Son un tributo a la melancolía que acompañó a Lee durante dos horas de metraje, el premio a un episodio de su vida colmado de tristeza y de emociones reprimidas. Manchester frente al mar nos guiña un ojo de complicidad advirtiéndonos de una vida paralela que está al alcance de todos, al final del sendero no escogido en un jardín borgiano.
Superada ya la pérdida, transformado el dolor en altruismo, Lee se ha encontrado un poco más a sí mismo. Deja que le sigamos desde el último plano de la cinta, donde lo vemos pescando junto a su sobrino, Patrick, rodeados de una calma y un afecto que nos hacen plantearnos si merece la pena pagar un precio tan elevado para hallar tranquilidad semejante. El mar, como suele, tiene la respuesta.
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