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Rolando Castellano: “Nosotros tuvimos una educación revolucionaria, nacional, de puro amor a la patria”
Cinco cucharadas colmadas de azúcar para joder un té japonés con hielo fueron su primer y único movimiento en falso. Porque aunque Rolando Castellano tuviera que retirarse del boxeo –su vida, su sueño, con sólo veinte años de edad, tras haberse quedado ciego de su ojo derecho– las piernas le dejaron de temblar aquella tarde de hace cuarenta y seis años en la que en los albores de su existencia mutó la falta de estabilidad de sus rechonchas extremidades por el comienzo de una carrera meteórica; al menos para su familia y allegados: sus primeros pasos, esas carreras donde casi siempre caemos de hocicos, el colegio, y aquellas dudas eternas a la puerta del gimnasio donde los mayores peleaban y Rolando, con tan sólo ocho años a sus espaldas, se pensaba si hacer caso a su madre o a su corazón. Mientras le advierto que los herejes de lo culinario –o sea, los que defienden lo tradicional hasta límites tan ultras como lo hacen los modernos– reniegan del hecho de introducir azúcar en el té, Rolando, seguro de sí mismo, termina su respuesta y sigue echando cucharadas, que como paladas en una hormigonera, terminaron por hacerme creer que ese vaso no tenía fondo, en una metáfora exacta del amor de Rolando hacia el boxeo, que nunca cae ni caerá en saco roto. “¿Eres de Málaga? Entonces no serás del Barça. Yo soy del Industriales, equipo de béisbol de la capital; y por eso sólo apoyo a equipos de capitales de países, como el Real Madrid” –me dijo antes de que comenzara a grabar una entrevista que en realidad fue un diálogo a tumba abierta en medio de un almuerzo copioso en mi japonés favorito: el New Tokyo, sito en la calle 208 de un Phnom Penh donde, afortunadamente, no todos son cooperantes. “Hay que buscar bala que está la cosa mala”, me espetó, justo antes de responder a cada una de las preguntas con magistral naturalidad.
¿Una pelea a piñazos fuera del ring es delito?
No, no, no, eso no es delito. Uno viene y a veces hay que defenderse.
¿Tú crees en la justicia?
Yo creo en la justicia entre comillas. Hay mucha corrupción, puede ser verdad o ser mentira. Yo puedo cometer un delito, pagar y no ir a la cárcel.
¿Te refieres a Cuba?
No, a Camboya.
¿Cómo te dio por el boxeo?
Yo sólo lo veía en la tele hasta que mi primo Ricardo Rodríguez me metió en esto. Él tenía siete años y yo ocho. El boxeo y la pelota (béisbol) le gusta a todo el mundo. El béisbol es el deporte nacional y el boxeo es el buque insignia.
¿Entonces tus padres estuvieron contentos con tu decisión?
No, para nada. Porque yo no era un buen estudiante. Me portaba mal en casa, era un auténtico majadero. Me peleaba siempre con los muchachos en la calle. Y no sé quién aconsejaría a mi madre para convencerla y que me dieran permiso para ir al gimnasio, donde antes de decidirme fui un montón de veces, pero sólo me quedaba mirando a los chicos dándose puñetazos y me marchaba. Tardé meses en decidirme a entrar.
¿Cuánto tiempo boxeaste?
Empecé a los ocho años y lo dejé a los veinte.
¿Por qué?
Tuve desprendimiento de retina. Perdí la vista de mi ojo derecho. Fue en Puerto Rico, durante una pelea. Salí a pelear, me dan el golpe, yo agarro al contrario, pierdo la visión del ojo, pero entonces pensé que mi ojo sólo se había inflamado. Terminé de pelear, me fui al hotel y los médicos me dijeron que todo estaba bien. En las siguientes dos semanas peleé cinco veces más, siempre con el ojo derecho sin visión que en teoría sólo estaba inflamado. Tras la última pelea me quejo de que el ojo sigue sin vista y que me dolía mucho. Me ingresaron dos semanas en un hospital en Puerto Rico, me diagnosticaron desprendimiento de retina, para luego mandarme a Cuba donde certificaron la dolencia ingresándome en el Hospital La Ceguera ‘Pando Ferrer’, donde estuve dos meses. Los psicólogos no me dijeron nada, sólo me fueron preparando para la peor noticia de mi vida: no podía volver a boxear y además, había perdido definitivamente la vista de mi ojo derecho. Me quise morir. Se me vino el mundo encima. Pero menos mal que tenía un hijo de cuatro años, porque a eso me agarré. Aunque sufrí muchísimo.
¿Conocías al que te destrozó el ojo?
No. Era portorriqueño. Pero no le guardo rencor. Él no sabrá nada. Y también podría haber sido que él me hubiera dañado el ojo y tres peleas más tarde otro golpe hubiera supuesto el desprendimiento. Eso nunca lo sabré.
¿Y después?
A casa. Con mi mujer y mi hijo. Me quería morir. Entré en una fase depresiva. Pero el gobierno cubano me ofreció ser entrenador. Comencé entrenando a niños. Tardé mucho en recuperarme. De hecho todavía me siento un poco frustrado.
¿Por qué querías ser boxeador y no entrenador?
No, yo amo ser entrenador de boxeo, pero no quería serlo con veinte años, cuando mi sueño era ser campeón olímpico en el cuadrilátero.
¿Cuándo ocurrió aquello?
El 18 de octubre de 1990. Me quedé a las puertas de las Olimpiadas de Barcelona’92. Yo estaba en 57 kilos, peso pluma. Incluso pude haber sido seleccionado para los Juegos Panamericanos La Habana’91.
Un desastre.
Absoluto. Los Panamericanos los vi en el pabellón, como público. Los de Barcelona’92 los vi en casa, a través del televisor. Y sé que si hubiera ido a las Olimpiadas de Barcelona podría haber ido también a las de Atlanta’96.
Me imagino que en el mejor momento de forma de un boxeador deben coincidir una buena suma de contrincantes malheridos o incluso alguno muerto, ¿cómo se va uno a casa si sabe que ha ganado aunque el otro esté en la UCI?
En el boxeo amateur se ve poco eso; la muerte. Un gran amigo mío, Marcelino Buides, murió. Pero él no murió por un mal golpe, sino por un paro cardíaco en plena pelea. Le dieron pastillas para perder peso justo antes del combate. Ahora no se pueden tomar porque se considera doping. Pero en aquel tiempo no había ese control.
¿Tú también tomaste esas pastillas?
Sí. Pero no me las dio mi entrenador, me las dio otro boxeador.
¿En qué consistían esas pastillas?
Si tenías sobrepeso antes del combate te las tomabas y perdías ese medio kilo o kilo y poco en unas horas. Por supuesto eran peligrosas, pero nosotros nunca sentíamos el peligro. Sólo queríamos pelear y ganar. La furosemida me sacaba el líquido del cuerpo, me hacía orinar. Y con el sulfato me iba de vientre.
Ya que existen las apuestas existirá la trampa, ¿no?
Claro. A mí muchas veces me lo ofrecieron.
¿Y te tiraste a la lona por dinero?
No, yo nunca. Nosotros tuvimos una educación revolucionaria, nacional, de puro amor a la patria. Y dejarse ganar por dinero era la mayor traición posible. Yo sé que muchos extranjeros lo hacían.
Pero Rolando, todo el mundo tiene un precio. ¿Te hubieras dejado caer a la lona por una buena, o multimillonaria, suma de dinero?
No, imposible. En esos años no entraba en nuestras cabezas. Y también te reconozco que, ahora que llevo cinco años fuera de Cuba y me siento un poco desengañado de la revolución, sí que me tiraría. No tengo un duro. Mira Joaquín, déjame que te cuente una cosa. Imagínate que tú y yo estamos aquí, en este restaurante, y que tú eres mi jefe. Además, yo no puedo salir fuera aunque tú sí. Entonces tú te vas y vuelves y me cuentas cosas que ocurren que no tienen nada que ver con la realidad y yo me las creo. Así, hasta que a los años salgo de este restaurante y descubro que casi todo lo que me contaste era mentira.
[Como si se hubiera quitado un peso de encima, Rolando miró hacia la mesa, donde aún no había llegado vianda alguna, y se quedó flotando en un limbo que no duraría más de dos minutos. Yo aprovechaba para reordenar las preguntas en el portatil cuando de pronto reaccionó, ayudado por un inmenso trago a su té ultra azucarado.]
¿Cuál fue la primera mentira que descubriste cuando saliste de Cuba?
Fue en Venezuela, sería en el año 1987, con diecisiete años. Fui a boxear y lo primero que me sorprendió fue que había personas que se quejaban de sus gobernantes en público. Y yo decía, ¿cómo esta gente es capaz de criticar a los suyos si en mi país te meten en la cárcel?
¿Se folla más cuando te presentas como un boxeador?
Sí, por supuesto. Tuve muchas mujeres.
A Hollande, el presidente francés, le ha salido una amante joven, bella, culta y actriz. ¿Le hubiera salido también en el caso de que trabajara en la Renault montando salpicaderos?
Por supuesto que no.
Y la mujer, ¿se excita con el ganador o se apiada del derrotado?
Mi esposa venía a todas mis peleas pero nunca me vio pelear. Se iba a la esquina, se tapaba la cara; sufría mucho.
En muchos países supuestamente civilizados –o ultra civilizados, que es una dimensión muy diferente al orden, el concierto y la sabiduría– el boxeo está muy mal visto.
La gente dice, y hasta en Cuba, que el boxeo es para negros, para brutos, para ex presidiarios, matarifes, ladrones, asaltantes, violadores… que el boxeo era la clase más baja que podía existir. Antes el boxeo era para los negros –y yo, mírame, lo soy– y ahora es para todos, hasta para licenciados. Antes el boxeo en Cuba estaba muy discriminado. Sólo para negros y gente mala. Y ahora es una de las posibilidades de escape. O los padres hacen a sus hijos músicos o deportistas. Nada de médicos, nada de ingenieros, nada de abogados. Algo que le haga sudar, defender al país, y salir al extranjero a hacerte profesional y buscar dólares.
¿Te ofrecieron alguna vez quedarte en alguno de los países que visitabas?
No, yo no traicionaba a la revolución.
¿Pero veinte años después, en el 2014, sí que has aceptado el dejar tu país?
Hombre claro, porque desde el 2004 que volví a Venezuela como entrenador, entendí la realidad de la vida.
¿Y cuál es la realidad de la vida?
Que lo que yo trabajo es lo que yo gano. Si trabajas poco ganas poco, si trabajas mucho ganas mucho.
¿Y eso no ocurre en Cuba?
En Cuba trabajas mucho, te revientas, y no tienes nada.
¿Entiendes la tauromaquia?
De lo que yo no conozco no hablo. Pero así de primera te digo que no me gusta. Mira, una vez tuve la oportunidad de pelear en una plaza de toros, en Maracay, Venezuela. Olía a sangre, recuerdo. Un olor muy fuerte que venía de debajo de las gradas. Pero la verdad es que eso no me interesa.
¿Te pondrías delante de un toro?
Sí, cómo no. A mí me gusta el riesgo.
¿Cuánta gente te queda en Cuba?
Mi familia: padres, hermanos, tíos y dos hijos. Yo no soy de esos cubanos que tienen familia en Estados Unidos, en España… yo nunca tuve ese privilegio. Mi familia es comunista. Mi papá, que está viejito, era un auténtico revolucionario. Mi papá se desayunaba revolución, comía revolución, cenaba revolución, ¡vaya bestia! En los años noventa, cuando salía a pelear al extranjero, tampoco me quedé porque lo hubiera traicionado. Pero ahora, con el paso del tiempo, se alegra de que yo esté fueras porque sabe que en Cuba no hay futuro. Cuando lo llamo por teléfono me gasta bromas: “Rolando, que estás viviendo del capitalismo, que Fidel te va a matar”.
Tú tienes un hijo boxeador, aquel hijo que con cuatro años te vio volver de Venezuela sin un sueño, el boxeo, y sin un ojo, el derecho.
Se llama Reymi y tiene muchas aptitudes. Yo creo que va a ser alguien en el mundo del boxeo. Ojalá. Ahora está en Manila peleando con un manager y un entrenador, cobrando un buen sueldo.
[Nos llegan los platos, todos desconocidos, que crean en Rolando la curiosidad de un niño. Cerdo empanado, ensalada de patata, encurtidos, sopa de miso, sushi de atún y ajetes, y otra tanda de salmón. Antes de hincar el diente exige dos necesidades básicas: un tenedor y un bol de arroz. Lo del tenedor se puede entender, ya que después de haber sido uno padre a éste le es casi imposible aprender idiomas y usar los palillos. Y lo del arroz no fue más que un golpe de tanteo; porque antes de terminar su frase, la camarera traía dos boles colmados de arroz hervido. “Yo si no como arroz es como si no comiera”, remató un Rolando al que toda la comida le pareció exquisita.]
¿Te gusta la cocina japonesa?
Es la primera vez que la como.
¿Hay japoneses en cuba?
¡Cómo no! Hay muchísimos chinos.
Te hablo de japoneses, no de chinos.
Mira, para nosotros todos son chinos.
Pues entre ellos andan peleados. Que le llamas a un chino japonés y te mata.
Qué extraño, para mi son todos iguales.
[Entonces, Rolando pide a la camarera que nos tire una foto, cuando le aviso que su cámara es Sony, japonesa. La mira y esboza una sonrisa. “Yo de estas cosas no entiendo”, me dice, mientras reconoce que internet le ha cambiado la vida; que puede hablar a diario con su hijo o leer el diario de Miami ‘El Nuevo Herald’, donde se abastece de noticias sobre Cuba contadas desde el exterior. El no va más. “Yo no tengo nada contra Cuba. Ni contra Fidel, al que estoy muy agradecido. Él me dio educación y sanidad gratuitas. Muchas gracias. Pero me cansé del sistema. Sólo eso”, remata.]
¿Que querrías ser si volvieras a nacer?
Boxeador.
¿Tienes algún ídolo?
Maikro Romero Esquirol, campeón olímpico Atlanta’96, 51 kilos, peso mosca. Era mi compañero.
¿Qué es lo que más te ha sorprendido que te hayan dicho de Cuba por parte de un extranjero?
Me molesta que me digan que nos estamos muriendo de hambre. No acepto que tú hables mal de mi casa.
En Phnom Penh tienes amigos argentinos, españoles, australianos, ingleses, americanos, venezolanos… Pero no hablas inglés.
No hablo inglés. Ellos son los que tienen que aprender español. Y si no jemer, que estamos en Camboya. Yo lo intento aprender. Pero ya es tarde para estas cosas.
¿A qué te dedicas ahora?
Mientras espero que el gobierno camboyano me haga firmar el contrato como seleccionador nacional entreno a extranjeros que quieren boxear o simplemente mantenerse en forma –cuando esta entrevista se publica Rolando Castellano es, oficialmente, el seleccionador nacional camboyano de boxeo–. Quedamos junto al Monumento de la Independencia para correr y dar algunos golpes. Estos son los únicos ingresos de los que dispongo. Si todo va bien la semana que viene comenzaré a entrenar al combinado nacional de Camboya después de dos años fuera y ya andaré mejor.
¿Adónde crees que puede llegar Camboya en boxeo?
Adonde ellos sean capaces de llegar.
¿Tienen posibilidades?
¡Claro! Cada uno tiene que plantearse una meta. Y ya verás como la cruzan.
¿Qué esperas de tu hijo?
Que sea campeón del mundo, gane un título mundial, o al menos, que pelee en los Estados Unidos.
¿En qué país te gustaría vivir?
En Puerto Rico. La isla me fascina. Y las portorriqueñas, más.
¿Qué opinión tienen los cubanos de España?
Que son unos tacaños. Pero cuando salí de Cuba se me quitó esa historia.
¿Sabes que España está padeciendo una crisis brutal?
Ya, he oído algo. Por el presidente, ¿no?
Al presidente lo vota el pueblo. Por la gente.
Mira, la política es muy sucia. La democracia es mentira. Todos los políticos prometen y luego no cumplen. A mí la política no me interesa.
¿Cuál ha sido la mayor alegría que te has llevado en este último año?
Que mi hijo, que también es boxeador, ha podido venir a verme a Camboya. De hecho él ahora pelea en Filipinas, donde hay más dinero y futuro. Tiene un manager y un promotor. Ojalá pelee en los Estados Unidos. Las Vegas es la meca del boxeo.
¿Qué sueño te queda por cumplir?
Llevar a la selección nacional camboyana a lo más alto.
[Tras rechazar la sandía troceada que te regalan con la cuenta, Rolando marchó a lomos de su pequeña moto enfundado en un brillante chándal azul de la marca Adidas que me dijo que era el oficial de la selección camboyana de boxeo. Porque cuando Rolando llegó a Camboya lo hizo para entrenar a los boxeadores jemeres gracias a un programa de intercambio entre los gobiernos cubano y camboyano. Tras dos años de penurias, y habiéndosele abierto los ojos, decidió no volver a Cuba y esperar este año casi sabático, convertido en travesía del desierto, para volver a ser el capataz del país sin necesidad de que el gobierno de Fidel toque su sueldo. El hecho de no haber vuelto a casa le ha supuesto una sanción de cinco años sin poder pisar Cuba. Hasta hace poco el castigo era para toda la vida, pero hay señales de que Raúl Castro está abriendo poco a poco su enclaustrado país. Y Rolando se marchó, saludando con la mano abierta y llamándome ‘hermano’ desde el minuto uno de un almuerzo que me hizo creerme el haber estado en Cuba, país al que nunca visité.]
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