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Guía de supervivencia ideológica (IV): Socialismo (I), un fantasma recorre Europa

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Por fin tenemos aquí al tercer peso pesado en el campo de las ideologías, e indudablemente el más controvertido de todos: el socialismo. ¿Más polémico que el nacionalismo? Me atrevería a afirmar que sí, puesto que si bien ponerse a hurgar en los entresijos del desarrollo del nacionalismo y ponerlo en solfa podría parecer una aventura arriesgada, esto se debe a los numerosos adeptos que su segunda juventud le aporta, porque ya han visto que en el fondo, era un campo bien arado y trillado ya. Sin embargo, hacer lo mismo con el socialismo es todavía más aventurado, lo cual no deja de ser bastante paradójico si tenemos en cuenta que teóricamente es una ideología “superada” o “de capa caída”. Y digo que es aventurado porque adentrarse en el origen y el desarrollo del socialismo significa apartar toneladas y toneladas de prejuicios, mitos, mentiras interesadas, versiones excesivamente utópicas y benignas y disipar una niebla de olvido e ignorancia que ríanse ustedes del Londres de esas películas de Jack el Destripador. Vamos a atacar poco menos que al tabú de tabúes en lo que a política se refiere.

¿A qué se debe esto? Cuando hablábamos del nacionalismo, dijimos que ambas tendencias eran igualmente revolucionarias, y era cierto, que yo no les miento, adrede no. Pero el nacionalismo mutó a posiciones conservadoras al tiempo que lo hacía la clase social que lo llevaba por bandera (debido, claro está, a su imparable ascenso), y por tanto se convirtió en una ideología fácilmente asimilable por las clases más privilegiadas. Perseguido durante la primera parte del XIX, a finales de este siglo el nacionalismo estaba perfectamente integrado en la mentalidad de cualquier grupo dirigente de Europa. Por el contrario, el socialismo siguió siendo esencialmente revolucionario, dado que los obreros o campesinos seguían excluidos de la cosa política, y sus reivindicaciones continuaban sin ser atendidas. En otras palabras, mientras unos (nacionalistas) dirigían, a los rojillos los apaleaba la policía o el ejército. Unos bichos muy peligrosos, que incluso rechazaban el sistema al completo, porque les proporcionaba bajos salarios, vidas miserables y una alta probabilidad de collejas. Por supuesto, se convirtieron por ello en el Demonio Colorao.

Pero es que esto se perpetúa, y fluye de arriba hacia abajo: aún hoy hay un telón de olvidos y mentiras casi insuperable ante cualquier cosa que huela a lo que genéricamente se conoce como “izquierda”. Muchos de ustedes, al igual que yo mismo, se habrán criado en los amorosos pechos de la Guerra Fría desde el lado occidental, lo que supone haber crecido en la idea de que el comunismo es esencialmente el Mal en estado puro. Es la herencia de la carga de profundidad que el socialismo llevaba contra el sistema capitalista tal como fue concebido por los liberales burgueses. Pero ya ni les cuento si hablamos de países como España, donde una dictadura reaccionaria educó (a capones) a varias generaciones en la creencia de que el socialismo, o como se le llamaba aquí, la horda marxista, trata de destruir todo lo que es Bueno y Justo. Y que pensar lo contrario te llevaba a prisión, o al paredón, claro. Así que muerto Franco y caído el Muro, por entre las fosas abisales de propaganda, algunos han aprovechado para asomar la cabeza y llevados por el celo de la ortodoxia partidista, dedicarse a elaborar lo que en vez de historia se puede calificar de contrapropaganda. En España el inagotable e insufrible debate se centra alrededor de la República y la Guerra Civil, seguramente porque se trata de la última época en que se pudo ver un especimen izquierdista sin peligro de extinción, pero por otro lado pareciera que los rojetes brotaron en 1932 de golpe de entre los huertos. ¿El resultado? Dense una vuelta por la sección correspondiente de su librería y a ver si aguantan las ganas de llorar. “Los rojos se comieron a mi abuelo en el 34”, por César Vidal, contra “Moa es feo, facha y lleva gafas. De cómo la República era Lo Más”. Y de ahí no salimos.

En fin, que me disperso. Entre tirios y troyanos, la traducción de todo esto se resume fácilmente. Porque dígame, ¿usted conoce la diferencia entre socialismo y comunismo? ¿Entre marxismo y marxismo-leninismo? ¿Tiene alguna noción real de lo que sostenían en realidad Marx o Engels? Más allá de los tópicos sobre la URSS o Stalin, o de, como hacen muchos neoliberales, equipararlo con el fascismo o creer que socialismo es sinónimo de robo generalizado desde las instituciones, ¿se ha preguntado alguna vez qué sabe de eso que, en un totum revultum interesado, suele conocerse como “los rojos”? Es llamativo comprobar cómo a la historia más reciente del grupo humano más numeroso de todos, los currantes, le dedican los libros de texto escolares  sólo unas pocas líneas incluso en la actualidad. La historia contemporánea, la Revolución Industrial, el mismo capitalismo, no se entiende sin comprender la historia del movimiento obrero, los paganos del invento.

Así que vamos no sólo a diseccionarla un poquitillo, sino a destruir el mito de su aparente defunción; si bien el marxismo como ideología política parece obsoleto, verán que muchas ideas, métodos y prácticas han calado en el pensamiento moderno. Podríamos decir que el socialismo clásico ha cumplido un ciclo y más que fallecer, ha perdido finalmente su carácter revolucionario y se ha destilado, filtrándose en el sistema. Tampoco habría que olvidar que muchas de las comodidades que el currito de hoy disfruta, sea o no fan de la COPE se las debe precisamente a la lucha obrera. No creo que a estas alturas de la película sea tan terrible admitirlo. No se asuste si no es precisamente de “izquierdas”, que no son tan fieros como los pintan. O no más que el resto. Allá vamos. 

El socialismo es una ideología nieta de la Ilustración, que tiene dos padres que les van a sonar bastante; uno es la Revolución Industrial y el otro, la Revolución Francesa. O lo que es lo mismo, Inglaterra y Francia, así que nos centraremos en estos dos países para asistir al nacimiento de la criatura. Hacia 1815 se empieza a popularizar en estas zonas de Europa, sobre todo Inglaterra, una imagen bastante novedosa; se trata de una horda creciente de gentecilla sucia y harapienta que se acerca a las ciudades en busca de un trabajo en las nuevas fábricas industriales. Es ni más ni menos que la irrupción del obrero en todo su esplendor miserable. No creo que haga falta explayarse mucho en las condiciones de vida de esta pobre gente, entre otras cosas porque escritores como Charles Dickens ya lo hicieron mucho mejor que yo, pero las 14 horas en las fábricas, 7 días a la semana y sin ningún tipo de prestación social, seguridad o higiene lo dice todo. Hombres, mujeres y niños, por supuesto. Todo por el progreso económico de las naciones, claro está. El caso es que estas agradables condiciones laborales no eran una novedad, ya que muchos habitantes rurales ya las padecían en periodos anteriores a la Revolución Industrial, cuando manufacturaban bienes en su casa para completar el escaso rendimiento del producto de las tierras. Pero lo que sí es nuevo es la concentración de la producción en las fábricas; la nueva tecnología de fabricación y transporte más eficiente requiere que la mano de obra viva cerca, en ciudades industriales. Sobre todo aquellas regiones donde impactará más el telar y la máquina de vapor con su inevitable combustible de carbón. Es decir, en zonas mineras, puertos de mar o fluviales y capitales importantes. Y claro, entonces esta masa gris deja de ser invisible para las clases superiores, que se encuentran el espectáculo a diario bien cerquita de su casa.

¿Cómo reaccionan los estratos sociales más pudientes ante este fenómeno de emigración masiva? Para saberlo hay que acudir a la teoría económica liberal pujante en aquel momento, el laissez faire.  Los economistas de la escuela de Manchester, entre otros graciosos, concebían al obrero como un desgraciado trozo de carne que no tenía nada (excepto su prole, y de ahí el nombre de proletario) y por supuesto nada más que vender que su trabajo, que se compraba al precio que dictaba el mercado, más conocido por los industriales ricos. Si había trabajo, pues se pactaba el precio (se imaginarán la “igualdad” del trato), y si no, pues dos piedras; a acudir al socorro para los pobres, instituciones con unas condiciones mucho peores que las fábricas. Esto era así por naturaleza; para prosperar y huir de la miseria, había que salir de la clase obrera por narices. ¿Qué cómo se hacía esto? Ni idea, a ver si se creen que los economistas lo saben todo…En definitiva, a la gran mayoría de liberales se le daba una higa la suerte de las clases bajas; las cosas son así y punto.

Los obreros eran prácticamente todos gente inculta y ágrafa, así que las primeras formas de protesta ante esta original y frustrante concepción social consistieron en lo que los finos llaman mecanoclastia, y la gente normal, destrucción de las máquinas. Por ello la respuesta de verdad, bien organizada y estructurada, la concepción de una alternativa ideológica y la toma de conciencia de clase vendrán de la mano de pensadores burgueses, lo cual, aunque parezca un contrasentido, tiene toda la lógica del mundo. Sí, queridos lectores, los papás de la rojería eran gente acomodada.

Así pues, no toda la burguesía se mostrará insensible a la suerte de estas masas obreras. En Inglaterra se agruparán alrededor de los conocidos como “filósofos radicales”, autonombrados así por su tendencia a ir a la raíz de las cosas: rechazaban todo lo que olía a estamental (iglesia, aristocracia y privilegios) y creían que la tradición y la herencia histórica no debían servir para justificar determinados postulados políticos. Por tanto, eran partidarios de reformas…radicales, claro. Una de las ideas que refutaban era precisamente la pretensión liberal de que el obrero tenía que retozar en la pobreza porque era “lo natural”. Algunos empresarios, generalmente próximos a estos radicales, también se ocuparon de lo que se conocía como la cuestión social, aunque sólo fuese por vergüenza torera de ver a sus empleados en tan lamentable estado; el principal fue Robert Owen, que trató de mejorar el nivel de vida de sus obreros, se peleó con la iglesia de Inglaterra y que siguiendo la moda francesa, acabó fundando una colonia utópica en Estados Unidos.

En Francia, los pensadores críticos con el nuevo capitalismo surgen del núcleo de republicanos para los que la Revolución de 1793 (la de la Convención, ojo, no la primera) y sus ideales continuaban vivos, a la espera de poder retomarlos. Para ellos, la igualdad civil y política adquirida durante la Revolución, debía continuarse en una igualdad social y económica. Por lo tanto, creían que las teorías del laissez faire eran  un puro disparate; nadie tenía derecho a ordenar la vida social según sus ambiciones económicas privadas, tasando el valor del trabajo como les salía del fleuri. Pensaban que el Estado debía tener la propiedad de las flamantes y modernas instalaciones industriales para redistribuir riqueza más razonablemente. Como herederos de la revolución, eran idealistas en buena parte y por eso los primeros pensadores se conocieron como “socialistas utópicos”, que proponían novedosos modelos de sociedad más justos y organizados, experimentos que solían acabar como el rosario de la aurora a los cinco años: los saintsimonianos (porque entonces aún no se llamaban socialistas) o la colonia de Fourier son un ejemplo de estas modas.

De todas estas corrientes, opositoras a la tradición del Trono y el Altar, pero también a la incipiente burguesía capitalista, destilarán dos formas principales de intentar mejorar la tenebrosa vida del obrero: la primera consistía en organizarse en sindicatos, para poder pactar el valor del trabajo en las mejores condiciones posibles (ya saben, la fuerza del número), que será la favorita de los ingleses, y la otra en rechazar en bloque el modelo socioeconómico capitalista, identificándolo con los intereses de las clases superiores, que van a estafar al obrero sí o sí, esta más típicamente revolucionaria, y por tanto, francesa. Y es que en esta época tiene lugar la toma de conciencia de clase del currante, de la que ya hablamos en los artículos del nacionalismo (¿ven por qué han de leerlos todos?). Los antiguos campesinos, desarraigados y trasplantados a las ciudades, comienzan a reunirse, a hablar entre ellos, a identificar intereses comunes y distinguirse de los demás; son las pocas ventajas de vivir miserablemente amontonados en lugares concretos. Las ideas que circulaban en ambientes burgueses “subversivos” como los que hemos descrito, se filtrarán entre las masas, y así de forma precaria, aparecen los primeros líderes obreros, las “trade unions” y en definitiva, todo este proto-socialismo que verá el mundo en las revoluciones de 1830, decisivas para la consolidación y crecimiento del muchachote, por la vía del dolor.

Resulta que en esa época gobernaba en Francia un Borbón, Carlos X, colocado allí por las monarquías tradicionales europeas (vencedoras de las guerras napoleónicas) para que nada cambie, con una Cámara muy reducida, ocupada por la aristocracia y elegida por sufragio altamente restringido. En otras palabras, casi todo el país estaba fuera del juego político. Pronto empezaron a votarse indemnizaciones para los exiliados de la Revolución, a entregar la educación de nuevo a la Iglesia y a aprobar prebendas y privilegios perjudiciales para la burguesía. Una disolución del Parlamento por parte del rey cuando iba a votar algo que a Su Majestad no le gustaba, disparó los acontecimientos; Carlitos olvidó que en Francia eso de atacar a la monarquía ya no era precisamente tabú, y al otorgarse poderes extraordinarios previstos en la Constitución francesa, el descontento se desató. La insurrección de los obreros de París fue fundamental en los hechos de Julio, que forzaron la huida del rey.

Pero Francia era un país políticamente muy peculiar; París era una isla revolucionaria llena de liberales, republicanos, socialistas y otras especies, rodeada de un mar de campesinos propietarios de las tierras, y por tanto, bastante conservadores. Para salir del vacío político, se adoptó una solución intermedia a gusto de la mayoría conservadora y se eligió un nuevo monarca más modernillo, Luis Felipe de Orleáns. Esto supuso un triunfo absoluto de la burguesía y la frustración de republicanos y trabajadores, que se sintieron lógicamente utilizados y engañados.

Si la situación social y política en Francia era un problema, en Inglaterra, el país más industrializado del mundo (y por tanto, con más obreros que nadie), era un problemón. En 1830 el país, gobernado por la aristocracia, estaba al borde de la revolución social. Las tensiones eran tremendas, de nuevo encabezadas por la burguesía, pero con un run-run popular detrás muy inquietante. Más aún cuando empezaron a llegar las preocupantes noticias del otro lado del charco. Sin embargo, aquí se adoptó una solución muy inglesa, es decir, innovaron muy pragmáticamente para seguir siendo conservadores. Estamos hablando de la Reforma de 1832, que introdujo el sufragio limitado en la Cámara de los Comunes y puso patas arriba el Parlamento británico. Los dos “partidos” históricos, whigs y tories, se reorganizaron y dieron paso al partido liberal  y el conservador. Como ven, los proletarios aquí también se quedaron fuera, en beneficio de la burguesía, aunque gracias a la contundente intervención de la policía (y donde digo contundente lean represora), se evitó una insurrección violenta.

Aparentemente, la burguesía tiene motivos para estar muy satisfecha, puesto que logra acceder al poder en los dos países más avanzados del mundo, con las clases populares de estrella invitada, haciendo el trabajo sucio a cambio de unas chocolatinas. Pero lo pagará caro a la larga, creándose un enemigo de clase; los republicanos se convencerán de que no pueden esperar nada de los burgueses y se radicalizarán, fundiéndose con los socialistas. En Inglaterra aparecerá el movimiento cartista, muy superior al socialismo francés; se trataba de sindicatos muy bien organizados, financiados por los trabajadores y por algunos empresarios, que darán la plasta pidiendo por carta  al Parlamento  (de ahí el nombre) cosas tan escandalosas como el sufragio universal, voto secreto y otras minucias tan rojeras que disfrutamos hoy día. Finalmente lograron enviar casi cuatro millones de firmas adjuntas a su petición, es decir, la mitad de los varones adultos de Inglaterra, pero el Parlamento echó atrás la iniciativa, temiendo el hundimiento de las bases del sistema (ergo del Imperio) si los proletas entraban en la Cámara. Esto habría supuesto un estallido popular si no fuera porque los obreros encontraron un aliado parlamentario inesperado: el partido conservador. Con tal de tocar la moral a los liberales, es decir, industriales y empresarios, que atacaban a sus privilegios, los tories golpearon donde les dolía a éstos de verdad, sacando los esqueletos de los trabajadores del armario. Así que del juego político se sucedió un rosario de leyes favorables a la causa proletaria; la que ilegalizaba el trabajo de los menores de 9 años (1833), la que prohibía a mujeres y niñas bajar a las minas (1842) y sobre todo, la Ley de las Diez Horas (1847), que impedía a mujeres y niños trabajar más de ese tiempo al día. Los liberales pusieron el grito en el cielo, porque como ya tenían los turnos coordinados, eso en la práctica significaba que los hombres tampoco podían trabajar fuera de ese horario.

Todo este alivio parcial fue clave para que en 1848 no hubiera una insurrección armada tras el fracaso del cartismo. Pero en Francia era distinto; no sólo las aspiraciones obreras no encontraron salida, empujando a los trabajadores al socialismo radical, sino que allí no se veía con malos ojos lo de derrocar gobierno e instituciones. Total, ya se había hecho en 1789, e incluso los propios burgueses no habían tenido mayor problema en repetir en 1830… ¿por qué no iban a hacerlo los obreros? Así se fue forjando la secular inquina entre proletarios y burguesía, hasta explotar en la sangrienta primavera de los pueblos. La estúpida obstinación de Luis Felipe de Orleáns en no ceder a las demandas de unos y otros, unida a una galopante crisis, provocó una nueva sublevación comandada, cómo no, por los obreros de París. Luis Felipe se convirtió en el tercer rey francés destronado en poco más de 50 años y esta vez los socialistas habían sido arte y parte en ello. La composición de la Asamblea Constituyente, elegida por sufragio limitado, volvió a ser conservadora, dejando a republicanos y socialistas parisinos marginados. Pero esta vez iba a ser diferente; Louis Blanc, el combativo dirigente de los socialistas, arrancó una concesión aparentemente testimonial y de mala gana, organizar los Talleres Nacionales, un organismo para dar (poco) empleo público (mal pagado) a tanto obrero en paro. Un premio de consolación, pero pronto hubo más de 20.000 apuntados ociosos y cabreados, que procedieron a organizarse y armarse esperando acontecimientos. La intención de la Asamblea de formar un gobierno donde la presencia de socialistas y republicanos era reducida, desató la violencia.  Son los Días de Junio de 1848; la represión del ejército fue terrible. Fusilamientos masivos en las calles, barricadas y una feroz lucha de clases aterró al continente. Los obreros se mostraban agresivos por todo el continente; en Inglaterra el anciano duque de Wellington empleó por última vez en su vida la mano dura, esta vez contra los rojillos. Un fantasma recorría Europa y por primera vez la burguesía comprobó la magnitud del peligro, a pesar de la victoria obtenida sobre una pila de 10.000 cadáveres.

El resultado: los trabajadores europeos, salvo los ingleses, de nuevo descabezada en 1848 su facción revolucionaria, asociaron el gobierno burgués a la represión armada, y se decantaron por la lucha contra el sistema. Que asaltarán en el segundo round con un arma nueva; todo un armazón ideológico estructurado y precioso, proporcionado por un señor burgués, barbudo, alemán, judío y algo plomizo. Karl Marx, el Anticristo, irrumpe en la escena, pero eso será en la segunda entrega, “Banderita tú eres roja”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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