Igualdad
Postmasculinismo
Hoy en día no existe ya lo femenino ni lo masculino. Nunca ha existido de hecho y, sin embargo, con el único ánimo de provocar polémica, voy a mirar qué hay detrás del masculinismo y de la venidera guerra de sexos. Porque la libertad no se pide, la libertad no es un derecho y, no obstante, hemos cometido el terrible error de arrojarnos a la cárcel durante siglos, encerrándonos en el trabajo asalariado hasta la edad de jubilación y viéndonos en la tesitura de mentir o de tener que pedir un justificante médico si queríamos dar un paseo en horas laborales, siempre y cuando no trabajásemos en casa y la opinión pública, ejerciendo de elemento de sujeción y de control, no viese mal que hiciésemos deporte o viajásemos, como sucedía para con las mujeres. Para la mayoría, se ha tratado de un gigantesco sistema despiadado dispuesto única y exclusivamente para la explotación máxima; y hasta la muerte hemos quedado entregados a ese sistema. Como fuese, sería un gusto desmontar en próximas publicaciones todo lo que articule en este post. Y no dejaré de hacerlo. Sólo he de continuar pensando e informándome acerca de todo ello.
El postmasculinismo o la esperada guerra de sexos
No sé si hubo una época en la que, si una mujer sufría un pinchazo de neumático mientras conducía su coche, lo normal fuese que un hombre se detuviese para ayudarla. Me refiero a una época en la que, superados ya ciertos niveles de sujeción de dicha opinión pública, había mujeres al volante y en la que la asistencia en carretera no estaba tan monopolizada por las empresas de seguros como ahora. Una época -quizá- en la que cualquier persona que condujese estuviese preparada para cambiar una rueda sin más ayuda que la del gato. Un hombre infeliz pensaría que las mujeres no están preparadas para tal tarea y esto, de alguna manera, le haría feliz al realizarla él. Uno de esos hombres que esperan siempre a que se les presente la menor ocasión de trabajar para una mujer. Uno de esos hombres pertenecientes a una de esas épocas en las que los servicios técnicos de automóviles estaban acaparados por el género masculino. Porque el tipo de fuerza, de inteligencia y de imaginación para desempeñar tal labor fue, más que conquistada, invadida por el género masculino, como tantas otras, llegando a creer que las mujeres son débiles, tontas y carentes de la fantasía suficiente para cambiar una rueda. Una época en la que tener el poder para solucionar un pinchazo podría haberse traducido en ocasiones para someterse a hacerlo. Una época sin el victimismo de la sumisión y del engaño, sino con cierta sensación de superioridad, heroicidad o, como diría Hegel, de señorío. ¿Cómo hemos llegado, pues, a la sociedad del rendimiento?
En las comunidades rurales, allí donde los medios de producción eran colectivos y nadie era amo de nadie, las herrerías eran espacios mayoritariamente masculinos y las lavanderías eran espacios mayoritariamente femeninos. En el caso de las herrerías, la sociabilidad masculina se desarrolló alrededor de una ruidosa producción y, en el caso de las lavanderías, la sociabilidad femenina se desarrolló en su contrario. Por ello, cabría pensar que a ciertas actividades se las considera masculinas y a sus contrarias se las considera femeninas. Aparte, el motivo por el cual en la imagen modelo del varón canónico actual éste es cada vez más musculoso podría tener que ver con aquella época en la que se esperaba exhibir u ofrecer cierta disponibilidad viril operativa para cambiar una rueda. La noción de virilidad, por tanto, podría estar concebida únicamente como adecuada en aquellos casos en los que pudiese armonizarse el objetivo de trabajar en función de una complexión capaz de enfrentarse siempre con cualquier tarea que se eche encima. Y no sé si lo que hay detrás de cierta uniformación en el color oscuro de la ropa de vestir es precisamente la condición de estar presentable para aquellos trabajos en los que es probable que se manchen las prendas. Aunque esto, por supuesto, pertenece a otra época.
La oscura virilidad
Generalizando, el cabello corto es más fácil de cuidar e implica un riesgo menor en la participación de trabajos mecánicos. La barba, entre hombres sensibles, actúa como indicador de cierta robustez, si acaso, neurótica e intelectual. El maquillaje no se ha extendido todavía en el universo masculino y, por tanto, puede que en hombres sea más fácil averiguar la edad a simple vista, con una finalidad o no de cierto control. Tampoco la ropa interior es un asunto como para tirar cohetes dentro del ámbito del uniforme masculino y, a excepción de las gentes cercanas al mundo del trapicheo, las joyas suelen ser exhibidas mayoritariamente por las esposas como portadoras del poder adquisitivo de sus maridos. Después están las gentes que conducen un enorme autobús por una gran ciudad durante el resto de sus vidas porque el primer día les fue una experiencia emocionante. Tal vez, más emocionante incluso que la de tabular cifras y comparar sumas en oficinas inhumanas y carentes de vida. Hasta los jefes de empresa, orgullosos por la gloria de tener bajo su poder a otros seres humanos, terminan sus días descubriéndose prisioneros de aquello que creían tener dominado. Pero el adulto no es un niño bajo la presión de jugar eternamente al mismo juego. El adulto, especializado siempre en un mismo departamento, acaba por desvincularse de todo lo demás, ignorando que trabaja para perpetuar el hambre del otro, olvidando la miseria del mundo porque, mientras él esté dotado para ese juego, no le salpicará. El dinero no se puede rechazar. Y el rendimiento máximo tampoco, porque hay que ascender en la jerarquía de la carrera profesional, hacerse apoderado o llegar incluso a director. Mas, ante el precio que hay que pagar por todo ello, lo mejor es siempre mirar para otro lado. Porque la gente para la que el trabajo no es tan importante es en realidad gente poco de fiar. Es más, si no se trabaja o no se quiere tener un oficio, lo único esperable es la exclusión social.
El miedo
Para un pianista, tras interpretarla por milésima vez, el Nocturno op. 9 n.1 en si bemol menor de Chopin ya no existe. Para un político, su frase vacía número mil existe tan poco como la frase vacía número dos de sus competidores. Pero vuelven a repetir todo eso porque fueron amaestrados para ello, y porque saben que si dejan de dominar esos departamentos empezarán a ganar menos dinero, a fracasar y a perder el sentido de la vida. Se trata de que no queremos ser libres, sino, a lo sumo, de ganarnos ciertas libertades dentro de un gran presidio. Se trata, pues, del placer de la libertad del que no gozan las personas libres sino sólo las personas con libertades pagadas. Dado que la libertad perpetua sería terrible; mucho peor que el presidio industrial o la perpetua esclavitud al sistema.
Tecnología, realidad, autoría, transexualidad, pornografía y trabajo sexual. Ante todo, pensamiento abstracto. Dios, patria y naturaleza. A veces, a mí mismo me satisface guisar, limpiar la casa y lavar los platos. No veo nada de “espiritual” en todo ello ni en ninguna otra actividad porque no creo en el espíritu. Pero tampoco soy dado a las lavadoras automáticas, a las aspiradoras y a los platos ya guisados. La política me interesa tanto como la cocina, la historia tanto como la higiene doméstica y las investigaciones espaciales tanto como la decoración de interiores. Esto es así. Pero lo retorcido es que ya existen planchadores automáticos, la pasta para dulces ya amasada y con levadura puesta, el papel higiénico industrialmente floreado y, lo más importante, la metrosexualidad y su sin fin de productos cosméticos. Y un pintalabios a prueba de besos, como propuso el por aquel entonces publicista Preston Sturges, quien atribuía a las mujeres cierta superioridad moral y un carisma pacificador.
Hay que librarse del yugo para que el yugo exista. Vivimos en la oscuridad, es decir, en tiempo presente no vemos las cosas con la claridad que nos permite el análisis a posteriori, ya sea minutos, días o meses después de que acaezcan los hechos. En este sentido, vivimos en el pasado y, quizá por ello, fingimos preocuparnos por un futuro al que cada vez dejamos menos porvenir. Privados de libertad, hemos de librarnos finalmente de nuestros opresores, al menos en esta hipotéticamente favorable constelación de nuestra historia. Porque nos rebelamos sólo contra aquellos que son ya importantes en nuestra forma de vida y, curiosamente, las personas importantes en nuestra vida suelen no ser aquellas de las que dependemos materialmente sino en un sentido invisible, poético. La Nora Helmer de La casa de muñecas de Henrik Ibsen vino con un manifiesto de la liberación de todas las mujeres en 1880. Sin embargo, no sé hasta qué punto, generalizando en términos heteronormativos, los hombres viven para el respeto y la admiración de otros hombres ni las mujeres para el respeto y la admiración de otras mujeres. O, en otras palabras, desconozco cuánto cuenta la autoridad que representa aquello que trasciende el interés sexual; cuando sí es sabido que lo único capaz de trascender el interés sexual es el amor, se traduzca de una u otra manera tanto en la herrería como en la lavandería, sea o no más que un cumplido diletante, más o menos próximo al punto de vista principal. Puesto que, yendo al terreno de los metrosexuales, hace falta mucha cultura para colocar y matizar bien el sombreado de un párpado; y hace falta verdadera especialización para escoger un lápiz de labios determinado y la técnica adecuada para optimizar la aplicación de la sustancia, ya sea con pincel o directamente, en estratos o no, o para conseguir una razón óptima entre los efectos secundarios deseados y no deseados de unas pestañas artificiales; y para que al final todo armonice en la persona y con la ropa, la corbata, el abrigo y la iluminación. Un metrosexual que haga todo esto lo hace en exclusiva para aquellas personas que puedan escrutarlo. Porque la persona no funciona sino como amplificador de una finalidad social.
Una finalidad alimenticia
No hay más remedio que buscar necesidades sustitutorias, porque las necesidades reales nos han sido impuestas hasta el extremo en el que la mayoría de las gentes no sabrían sobrevivir de primeras viviendo como un animal, por ejemplo, trascendiendo el sedentarismo. O, volviendo a generalizar en términos heteronormativos, si a un hombre le importase la mujer de otro hombre, no sé si permitiría que se le viera claramente en presencia de éste. No sé si, al contrario, ella lo permitiría. Ni sé cuanta atracción podrían provocar en los grupos heternonormativos los propios integrantes del grupo si no pudiesen aparecer ciertos celos, sentimientos de inferioridad o la autocompasión. Mas sí que cabe presuponer que el empresario no elogia a las empresas competidoras ante sus propios empleados. Y el circo mediático que los políticos parlamentarios tienen montado es una prueba de ello. Cuánto esto impregna en las relaciones sociales, depende de la habilidad de aislamiento de cada cual; comprendiendo que estar solos en medio de un montón de gente no implica en sí el menor aislamiento. Porque, a pesar del bochornoso circo mediático, un político preferiría verse a solas con su rival en campaña a hacerlo con un votante de a pie para con el que no tiene nada en común más que el voto y el salario que de este se extrae, por muy individualista o extravagante que fuese el votante de a pie.
La intuición es hermosa, si la subjetividad no la coarta. Podríamos dejar ya de ser Sísifos, podríamos huir de la monótona repetición de las actividades cualquiera que sean, primero, desatándonos y, después, encontrándonos como gentes libres. Se trata de desvestirse, de soltarse la máscara uniforme del esclavo, de renacer, sin olvidar el tiempo vivido y experimentado. No se trata de ser útiles a las voluntades de otros sino de soñarnos, descubrirnos e inventarnos a través del otro. Se trata de que el amor signifique comprensión en lugar de dependencia. Esto es lo que podríamos comprender por arte, aquello que por venir de dentro no se haya hecho antes. Nuevos sonidos, imágenes, espacios, formas y lenguajes, con el otro en lugar de sobre el otro. Esto es lo que crea el amor. Porque el amor no uniformiza, no es sistemático y no es un método, sino un cuidado que piensa el pensamiento del otro.
Las gentes que no viven en comunidad pero sí engendran nuevas vidas, crían a estas nuevas vidas en el individualismo porque actúan como única y exclusiva fuente de alimentación de la criatura. Este gobierno, conocido como patriarcado, es decir, gobierno de los padres, implica inevitablemente una relación de poder, es decir, una violación de las necesidades que habrán de ser administradas según el criterio de los poderosos. En este sentido, los derechos son un tipo de violación porque se imponen a la necesidad. En otro artículo, titulado Pospost: lo que va después de lo que va después, dije que el machismo en sí es la gestión de la violencia en general y no sólo aquella que ejerce el hombre sobre la mujer, ya que es probable que los hombres se maten entre sí también por machismo o eventualmente hagan peligrar su vida sólo para hacerse los machos. Es algo que he visto, de lo que sido testigo: jóvenes a punto de partirse el cuello por ser instados a demostrar su hombría. Y por aquel entonces, en Pospost no me pregunté si hay otros tipos de violencia categórica, ni si la mujer tiene su propio tipo de violencia o si la violencia que las mujeres pueden ejercer sistemáticamente sobre sus hijos se trata siempre de una delegación del machismo, como propuse en Pospost, o no.
Dios de la infancia
Dios es el nombre que se le da a la violencia previsible y revisable. A dios no hay que confundirlo con las catástrofes naturales porque se trata de un invento social, de un artificio creado con una finalidad muy concreta: la sumisión. Si las mujeres que no son débiles frente a sus hijos tienen su propio tipo de violencia sistémica, cabría preguntarse si con el tiempo ésta se canaliza, si se transforma en algo distinto a la violencia o si simplemente desaparece y a partir de qué momento empieza a hacerlo.
Dios castiga negando su protección psicológica y premia concediéndole la alimentación a la criatura. No es sino un tipo de trato neurótico que confunde a la criatura por su abstrusa incomprensibilidad. Dios se torna un misterio en tantas ocasiones que, como un dictador, está protegido de todo desenmascaramiento por una muralla secreta tras la que puede ampliar constantemente su poder, garantizando así a la criatura la satisfacción de esta omnipresente concepción del amor. Es un tipo de amor cuya finalidad es la de educar para el trabajo; para producir aquello que le es valioso a dios y, por tanto, digno de elogio según su sistema de valores. Mas si el elogio deviene en costumbre, la falta de elogios, por dependencia, surtirá el mismo efecto que el reproche y, por ende, el reproche será prescindible. Aparte, saltando de tema, podría ser que el tipo de juguetes divididos por género durante la niñez llevasen a la niña a identificarse con la madre y, por tanto, a aprender su rol de madre, por ejemplo, en el tipo de trato que le daría a las muñecas, según el sistema de elogio y reproche, jugando así con una de las leyes básicas del dominio humano. Luego, a diferencia de ella, si acaso elogiada por su representación de lo femenino, el niño continuaría durante más tiempo viéndose como su contrario, procurándose no el rol de madre sino el de hijo y, por correspondencia con el sistema del que venimos, se identificaría con su equivalente masculino de obrero frente al capataz, atareado y en competición hostil contra sus iguales. Por ejemplo, en la ciudad de Murcia se celebra todavía el popular entierro de la sardina, una fiesta en la que los caciques de la ciudad tiran las migajas de sus sobras desde sus púlpitas carrozas mientras el pueblo llano compite por conseguirlas, y que pone fin a los carnavales enterrando la última sardina por la cual ningún plebeyo puede ya pelear, con el plan de que “para que no os peleéis más, la última sardina ha de enterrarse”. De esta simbólica forma, con la quema de la sardina se echa un jarro de agua fría sobre el pueblo apaciguando así la lucha de clases.
Autoconfianza
En un mundo donde todo es superior, la autoconfianza es imposible. La confianza en uno mismo viene, pues, a través del elogio que produce el rendimiento. Pero la falta de rendimiento, entonces, no produce sino autohumillación y bochornosas despedidas de soltero y de soltera. Es por ello que, así como los psiquiatras recetan fármacos contra la depresión, los psicólogos y la sociedad en general aconsejan al paciente mantenerse ocupado, para que las variaciones en las maneras de pensamiento no se distingan realmente de la mentalidad social del rendimiento. Si cabe presuponer que los animales no sometidos a la industria de la ganadería pueden sentirse bien de no hacer nada mientras sus compañeras de especie están siendo explotadas, parece obvio que la cultura del trabajo tiene efectos devastadores sobras las personas civilizadas porque éstas caen sistemáticamente en depresiones cada vez que liberadas indefinidamente del yugo del trabajo han de decidir si coger las riendas de su vida o si soltar los remos rumbo a la deriva. Por ejemplo, los gitanos, a los que hemos desgitanizado en España, esclavizado en Francia y fusilado en Alemania, por no ser no son ni nómadas, ya que la noción de nómada da siempre importancia a la posibilidad de volver al origen del que se parte. Ante esta esperanza de volver a pasar por los mismos lugares, el nómada cuida los espacios que transita para guardar la certeza de que estos continuarán en buen estado. Sin embargo, los gitanos, como cualquier otro animal, cogen lo que necesitan sin más preocupaciones y continúan su errático camino con el deseo de que éste no termine nunca.
Soplan brisas de una nueva esperanza que empieza a anular la aduladora pero discriminante mitología acerca de que el varón es más apto para aquellos trabajos en los que la mujer sería tachada de sexo débil, ignorando sus iguales habilidades de adaptación. La mujer ha llegado ya a todas las especialidades laborales, pero sólo ha conquistado unas pocas, viéndose arrinconada todavía en la mayoría de trabajos. Porque debe de ser muy difícil para el varón perder aquello por lo que se siente especial, aquello que sólo su fuerza y su capacidad de liberarse de las ataduras puede desempeñar, según su creencia adulterada. No es todavía habitual que un hombre sea el copiloto de una mujer. Al contrario, el marichófer sigue estando en boga incluso en las nuevas generaciones de conductores. Como si fuese natural ser conducido por un ser humano algo mayor, más hábil al volante y más robusto en carretera. Como si fuese natural distinguir la realidad del teatro. O como si fuese natural aquel axioma de que “los hombres no lloran”, de que los hombres han de reprimir sus emociones como se reprime la orina en la cama. Ese gran sentimiento que nunca se escapa, porque cuán extraño es un varón que llora, tanto o más que un varón que no llora, aunque haya más hombres que mujeres homosexuales. Porque se nos ha dicho que un hombre no expresa el agotamiento de su esfuerzo, que un hombre es estoico o no es. No obstante, los hombres no tienen porqué carecer de sentimientos a pesar de que no lloren, puesto que cabe la posibilidad de que la capacidad de sentir se mantenga prácticamente intacta aunque poco desarrollada o, en el peor de los casos atrofiada por la falta de expresividad. Y es que entre hombres se permite aquello que tiene una finalidad concreta y poco más.
Se trata de no reprimir la libido. Mas dudo de si los hombres esperan que los estímulos de la pornografía los mantengan siempre en forma o a la altura del mito de la virilidad. Según este mito, en cuestión de orgasmos, tres a uno es sobresaliente, dos a uno es notable y uno a uno es aprobado. Pero, no es más que un mito al fin y al cabo, en tanto que ni la potencia ni la capacidad sexual lo son todo, porque, de lo contrario, habría muy pocas parejas estables, dada la todavía considerable represión sexual probada por la cada vez más abundante pornografía y servicios de trabajadoras sexuales. La penitencia es un lavado de cerebro que se traduce en el sentimiento de pecado o, lo que es lo mismo, en el temor al castigo. Es la desoladora parafernalia de una hipotética higiene mental para no vivir aterrorizados. Se trata, pues, de acostumbrarnos desde críos a que los varones de castidad son gente de respeto, a pesar de que su castidad provenga de dicho terror. El clérigo escuchó cómo la palabra de dios le decía que pasase el cepillo, y el creyente pagó a su verdugo para frenar la anarquía. La manzana, muerte; la muerte del hijo, amor. O la mentira como artículo de lujo -puesto que sólo es posible engañar a quien ama la verdad, en una sociedad que sostenga la ley de la oferta y demanda, allí donde la verdad escasea o nos lleva a un colapso en el que por cada sin techo hay más de cien viviendas vacías y en el que por cada cien parados buscando trabajo hay sólo un puesto de trabajo vacante. Si se nos dice que llueve en Murcia y los murcianos así lo confirman empíricamente, se nos dirá también una mentira engañosa que muy pocos podrán comprobar, pero que todo el mundo tomará por verdad absoluta porque lo de la lluvia en Murcia era verdad. Y aquí es donde radica la astucia.
La astucia
Tú lo haces creer todo. Tú haces que los elefantes se domen a sí mismos para el circo, para el fetichismo, para la mercancía traída de fuera. Mas no hay ser detrás del hacer y, por tanto, queda en duda qué es lo que determina la consciencia, aquello que hace que la transformación de la consciencia está continuamente buscando su naturaleza, su abstracción. Lo peligroso es que la imagen de la mujer no es obra de la mujer sino del varón, de la propaganda del varón. Esta propaganda nos dice cómo es la mujer, a costa de una terrible presión estética. Por ejemplo, he visto que Cámbiame, programa de Telecinco que se emite de lunes a viernes desde el 15 de junio de 2015, trata del cambio de imagen y que selecciona a gente para decirle que su imagen no es aceptable y que hay que cambiarla. No se incluye la diversidad de imagen sino que se trata de imitar a una imagen modelo preestablecida, como lo sería la de Katy Perry en One of the Boys (2008). Es decir, no se admite la imagen de la gente tal cual es sino que esta imagen en cuestión ha de ser aplastada hasta verse convertida en otra cosa de referencia social exitosa. Porque la única opción posible que este programa ofrece contra el bullying es que la víctima consiga ser como sus acosadores. Y no se ha dado todavía el caso de ningún concursante que haya ido a este plató de televisión pidiendo que lo ayuden a no ser nunca como la presentadora y los estilistas-jurado del programa. Ya que seleccionan exclusivamente a aquellas gentes predispuestas a someterse hasta el final, en un contexto en el que la propaganda del varón dictamina que la mujer tiene que ser aguda, graciosa, inventiva, imaginativa, cordial, práctica y siempre hábil; que ha de servir con la suave sonrisa de una diosa la más reciente bebida preparada a sus agraciadas crías, que ha de volcar con adoración un plato preguisado de lata a su canónico marido y que ha de sorprenderse infantilmente al descubrir el último suavizante para lavadora.
La mujer es el cliente y el varón es el vendedor. Porque ese pantalón no es bueno sino que te queda estupendo, como tú eres. El Banco Central Europeo produce dinero para que lo gastemos así. La cretina ficción del progreso está financiada por la competición comercial. Lo sencillo es plegado sobre sí mismo en una multitud de adornos barrocos. Una repisa ocupada por frascos cosméticos. Otra repisa ocupada por revistas de hombres para excitar a los hombres con los pechos semidesnudos de mujeres modelo en una sociedad que juzga mal el amamantamiento madre-criatura en público. La revista muestra a una mujer enseñando los pechos y nos vende la moto, pero al pasar página ella abre las piernas y entonces nos venden una bebida espirituosa, y una página después, ésta se pone a cuatro patas y enseguida nos venden un coche de lujo. Modelos de fotografía que nos muestran cómo se lleva el a cuatro patas este otoño. Un suspiro. La vida se va en suspiros. Pero el varón es el vendedor y la mujer es el cliente. ¿Cómo es posible este infierno? Desde luego, la felicidad de los hijos es la cárcel de los padres, uno de los grandes pretextos que justifican la sumisión de las relaciones matrimoniales. En un hambriento mundo de huérfanos, lo importante no son los niños ni la niñez sino la descendencia. Monoteísta, monógama, pero segura, de fácil identificación y cómoda, aun de escasa libertad. Lo importante es que la competencia aumenta el rendimiento, aunque nunca sepamos para quién trabajamos realmente -si para nuestros jefes, si para la sociedad o si para nosotros mismos. Lo importante es la coacción y aquello que queremos y con lo que se nos puede coaccionar. Porque, ante la coacción, la esclavitud para la que hemos sido amaestrados parece otra cosa. Se trabaja, pues, para perpetuar el empobrecimiento, la desasistencia entre las gentes y para generar necesidades de protección. Se trabaja para este sistema, para este orden. La coartada, por otra parte, es la división social más pequeña, la familia, que logra segregar y mantener en desunión a las comunidades. La familia, además, justifica la cadena perpetua. Y fingir amor a los niños mientras mueren millones de niños cada día por desnutrición es cuestionable cada vez que se adopta una mascota en casa -un perro, un gato o una cobaya.
El hijo único
En nuestra sociedad mercantil, el hijo único es todavía una especie de ser misterioso. Se requieren de al menos dos hijos para promover la competitividad y, por tanto, el rendimiento entre ellos, lo que les llevará no sólo a destacar ante su madre sino también ante otras gentes, ya que la competición no terminará en casa con el hermano sino que continuará contra los otros, superándose los unos a los otros, dado que la ambición es necesaria para hacer carrera profesional. Es por ello que estamos diseñados por el Estado para tolerar y aplicar ciertos niveles de sadismo. Es por ello que todos los niños están obligados a escuchar sentados seis horas de discursos diarios. Y es por ello que existe el honor. Aunque no sepamos desde cuándo, siempre fue así. Puede que en la actualidad sea ya una cuestión residual, que el amor como poder, por una parte, y como sometimiento, por otra, sea un asunto del pasado, de una época anterior a la incorporación de la mujer al mundo laboral. E incluso puede que el amor haya dejado de ser una coartada emocional para justificar una existencia como esclavo.
Desde luego, hay un patriarcado visible, un gobierno de los padres varones que termina instalándose en las esferas del poder social, económico y cultural, ocupando cargos políticos, puestos de dirección en las empresas y posiciones de éxito en los ámbitos artísticos e intelectuales. Mas es también probable que exista un matriarcado todavía invisible, un sistema de amaestramiento en el que la mujer se sitúa en un lugar preponderante, por ejemplo en guarderías, escuelas primarias y otros escenarios pedagógicos, por el cual los niños varones sientan depender de la mujer en general como de su madre, primera mujer de apego importante en sus vidas y que configuraría la relación del hijo varón con todas las mujeres en adelante, estableciendo las normas para la vida futura. Puede que todo lo aquí escrito no sean más que pinceladas de un pasado remoto, pero también es cierto que, cuando pensamos en las relaciones entre hermanos, lo primero que suele venirnos a la mente es la solidaridad, el don de compartir y de apoyarse, y que, cuando miramos a la sociedad, si bien es normal que se le dé cierta propaganda a estos valores, parece obvio que lo que predomina es precisamente lo contrario, la competitividad, la rivalidad y la hostilidad. Entonces, cabe preguntarse dónde termina esa relación hermana y dónde empieza la relación contraria de adversarios. Por un lado, pudiese ser que en la supervivencia, ya que, en la familia, la existencia material está garantizada mientras la economía doméstica así lo permite. Y, por otro lado, pudiese ser que en un hipotético deseo de destacar, ya fuese ante la madre, ya fuese ante otras mujeres, o ya fuese ante la sociedad en general. No sería esta, en cualquier caso, una pregunta cosmética. Si lo sería, finalmente, de cuidado femenino y también masculino, aunque lo femenino y lo masculino no hayan existido nunca.
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