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El derecho a la tristeza
Vivimos en una sociedad que estigmatiza el dolor, que lo aparta a empujones, que se avergüenza de estar triste. La alegría y la voluntad por estar aquí, allí, en todas partes, con todo el mundo, parece nuestro estado natural, parece lo deseable, siempre. Los eventos, el “yo estuve allí”. Pero la tristeza o el abatimiento hay que consultarlos con el psiquiatra y, a poder ser, remediarlos rápidamente con pastillas de la felicidad que nos ayuden a participar en un juego que, quizá, ni siquiera es nuestro juego. Ni el mío, ni el tuyo. Aunque eso no importa, hay que participar. Los últimos no serán los primeros en esto de perseguir el bienestar que alguien ha decidido que debes perseguir.
Por tierra, mar, aire, desde el agujero negro del plasma, entre las páginas de ese libro de autoayuda, o en forma de bombas de racimo lanzadas al éter por las redes (a)sociales, se nos viene a decir, a grandes rasgos, que si no somos felices es que algo estamos haciendo rematadamente mal. O peor que eso; porque no queremos serlo. Porque llevamos a un imbécil dentro, a un imbécil masoquista, que no se entera de cómo funcionan las cosas. Las cosas de la felicidad y la realización personal sólo funcionan de una manera, ¿no lo sabías?
No sólo hemos expulsado –o creemos que hemos expulsado- de nuestras vidas a la pena y cualquier sentimiento de una mínima introspección, también expulsamos a nuestra gente, a nuestros muertos. La muerte es triste, es fea y huele mal. La hemos mandado a cementerios de extrarradio, cuanto más lejos mejor, y hemos convertido a los muertos en cenizas para evitar gastos innecesarios, para no visitar el camposanto más de lo apetecible. Nos negamos el luto, lo hablamos con el doctor y está de acuerdo; más pastillas, menos luto. Pero el luto vuelve, amigo. Y la pena. De hecho, nunca se van si antes no los dejas entrar. De hecho, da igual que no los dejes entrar, forman parte de ti. Ni siquiera tienen que pedirte permiso ni llamar a la puerta. Si tú no te ocupas de darles su sitio, ellos lo tomarán al asalto. Ten dudas de cualquier cosa menos de esto.
Nos ponemos nerviosos cuando los nubarrones se ciernen sobre nuestro cielo, un cielo que tal vez nunca fue tan azul como creías, y nos ponemos nerviosos cuando el ser querido, ese de ahí al lado, cae al pozo. Nos movilizamos, rápido, que no esté solo, que no piense, que haga cosas. Le queremos, no queremos que sufra. Ni que nos contagie. Estar triste es grosero, es incómodo para los demás. No sabemos cómo actuar delante del amigo melancólico, no sabemos qué coño decir. Porque creemos que siempre hay que decir algo, que siempre hay algo que decir. Pero no, no siempre hay algo que decir. Pero no, no todo tiene arreglo. Igual que un buen chiste pide ser reído, el dolor pide que lo sufras. Súfreme, porque soy parte de ti. Porque, en realidad, soy el único medidor de tu felicidad. Tú crees que es la alegría quien está a los mandos, pero soy yo quien te permite experimentar la alegría. Soy yo el que te tiene que decir si esa alegría vale la pena o si es sólo una ilusión que compraste en alguna tienda. Venimos al mundo llorando y gritando. Llegamos aquí habiendo perdido algo. Las risas, el goce, el amor, la emoción que te sacude el estómago, todo eso lo aprendemos por el camino. Pero el llanto estaba antes, hubo un tiempo, del que ya no te acuerdas, en que el llanto era tu herramienta más preciosa para sobrevivir.
Hay que exigir nuestro derecho a acurrucarnos y a alejarnos del mundo, de todo y de todos. El derecho a padecer sin avergonzarnos por ello. Hay que exigir el derecho a no querer participar, a no responder con una sonrisa, y no ser (pre)juzgados. Hay que llenar de mierda este mundo aséptico y asintomático. La verdad, no sé si llevas dentro de ti un arcoiris o un unicornio, quizás sí… Pero mierda, lo que se dice mierda seguro que llevas. Irrefutable. Y podemos intentar esconderlo todo hasta reventar en una preciosa explosión de naturalidad, o podemos dejar que la naturaleza haga su trabajo ahora y en cualquier momento. Porque la Tierra seguirá girando incluso si exiges tu derecho a la tristeza.
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