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Ricardo Menéndez Salmón: “El triunfo de Hitler es imposible sin la connivencia de los alemanes”
Hacía años que Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) deseaba ir más allá de la ficción pura y dura. Por ello, quien fue galardonado con el premio Juan Rulfo de relato en 2003 por Los caballos azules, comenzó a escribir incorporando a los rasgos de la novela más típicos elementos de distintos géneros de no ficción como el ensayo, la biografía o la autobiografía. El resultado ha sido una articulación engrasada de dichos elementos, de tal modo que se retroalimentan entre sí. Aparentemente se trata de un salto mortal que exige del autor un conocimiento pleno del terreno que pisa. Dicho terreno lo constituye el formato narrativo y los temas que lo interpelan. En este sentido, Menéndez Salmón levanta esas características peculiares que definen su literatura sobre los cimientos del relato y de las implicaciones, muchas veces oscuras y no siempre exentas de dilemas éticos, de la experiencia estética –como en Medusa–, así como de la relación del arte con el poder del Mercado, el Estado o la Iglesia –como La luz es más antigua que el amor–.
En Medusa se menciona que Alemania «se precipita a la autodestrucción», tras la muerte de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, hasta acabar en el nazismo. ¿Qué paralelismos, pese a la distancia cronológica, podemos encontrar en una Europa en crisis como la actual?
Quizá sea tentador, porque nos gusta pensar que la Historia se repite, pero es muy arriesgado establecer una conexión entre periodos alejados casi un siglo, sobre todo cuando por medio ha habido dos guerras mundiales, los procesos de descolonización, la desaparición de la Unión Soviética, el nacimiento de Internet o la reconfiguración del poder económico en el mundo. Me atrevo a indicar que, en Europa, en este momento vivimos un periodo en ciertos aspectos prefascista, que recuerda al continente que en los años veinte y treinta del pasado siglo se precipitaba hacia el abismo. Mi mayor temor, como ciudadano, es el retroceso que en la última década, en nombre de valores como la seguridad, han sufrido nuestras libertades. Europa y toda su constelación de significado (tolerancia, igualdad, laicismo) vive presa hace tiempo de la ideología del miedo, un miedo que muda de rostro (miedo al terrorista, miedo al inmigrante, miedo a la miseria), pero que nos somete a su imperio y permite todo tipo de desmanes. El miedo es el mayor cohesionador que existe. Una sociedad con miedo es una sociedad plácida para el gobernante.
El protagonista de Medusa, Prohaska, menciona que hubiese sido el fotógrafo, cineasta y pintor por excelencia de Alemania si este país hubiera resultado ser comunista en los años treinta. No lo fue entonces, argumenta, porque finalmente su tierra natal se decantó por el nazismo. Sin embargo, Prohaska se presenta como un artista sin ideología que retrata el horror, ¿cómo se explica esta contradicción del personaje?
No es exacta esa lectura. Lo que el narrador de la novela insinúa es que, si Alemania hubiera sido comunista, Prohaska se habría convertido en su notario, del mismo modo que se convirtió en notario de la Alemania nacionalsocialista. El impulso de Prohaska por la observación, su vocación de ojo, está más allá de filias o fobias, de credos o partidos, de derechas o izquierdas. Digamos que para Prohaska no existe otra ideología que la mirada. Yo, como autor, no comparto la tesis de mi personaje, pero en ese conflicto reside parte del interés de Medusa y de las preguntas incómodas que nos hace.
El fotógrafo nacido en el norte de Alemania que aparece en esta novela señala a una masa «agusanada», sin credo y muy mediocre, que habría intervenido en momentos cruciales para decantar el triunfo del nazismo, o el bolchevismo que posteriormente desembocaría en el estalinismo, en sus respectivas sociedades, ¿cree que esa masa fue la principal responsable o más bien se limitó al apuntalamiento de ese régimen y ese sistema?
Por fortuna, existe una cantidad ingente de documentos acerca de ambos regímenes. Memorias, novelas, informes, diarios, prensa… Hace tiempo que ya no podemos mantener el discurso ingenuo del dictador que, maquiavélicamente, y a espaldas de su pueblo, se hace con las riendas. El triunfo de Hitler, su presencia por espacio de doce años en la cúspide del poder alemán, es imposible sin la connivencia de una parte amplísima de sus conciudadanos. El caso soviético tampoco permite engaños al respecto. Sobre todo desde las purgas del 37, Stalin y su aparato sobreviven gracias a multitud de personas de carne y hueso, personas que saben y callan, personas que identifican Partido y Estado. No digo que ambas experiencias sean equivalentes, porque Alemania y la Unión Soviética, por población, por vocación y por idiosincrasia, desempeñan papeles muy distintos en la historia del siglo pasado, pero la connivencia de la gente, en ambos casos, parece indiscutible. Y aquí sí me atrevo a extender la comparación al tiempo presente. Cada sociedad tiene los dirigentes que merece.
Cuando leemos que Prohaska va fotografiando los campos de concentración y exterminio, se habla de una razón instrumental que impulsó todo aquello, ¿qué queda de esa razón en nuestra sociedad actual?
Se habla de una razón instrumental, que es el término que Adorno y Horkheimer utilizan en Dialéctica de la Ilustración para explicar la sumisión de las facultades libres del entendimiento a un orden supuestamente civilizado, pero que casi siempre enmascara una esclavitud del instinto y de la inteligencia. O de la propia voluntad, como cuando en nombre del bienestar del Reich, ideólogos como Rosenberg convierten el antisemitismo de Drumont en un cuento de hadas y preparan a la sociedad para el exterminio de los judíos. La razón instrumental sobrevive siempre. Pensemos en nuestro actual sistema económico. La ciencia económica, que se quiere objetiva y neutral, se emplea para socavar gran parte de las conquistas que emanan del proyecto ilustrado. Lamento ser obvio, pero es una práctica tan cotidiana que hasta los niños saben que la felicidad, por ejemplo, ya no es un derecho, sino un deber, y que para su conquista es precisa la plena eficiencia, la plena productividad, la plena rentabilidad.
Al final de Los caballos azules se aclara en parte la metáfora que da título a la obra pero, ¿por qué caballos y por qué azules?
Me gustan los caballos. Me gusta el azul. Y me gusta la pintura de Franz Marc. No hay explicaciones más complejas.
¿En qué arquetipo concreto de la plétora de personajes de la guerra fría que ha dado el cine, la novela y la propia realidad de esa segunda mitad del siglo XX se basó para crear un personaje como el pistolero Fabiani?
En ninguno en particular, aunque creo que Fabiani está en deuda con mis dos escritores en español predilectos: Borges y Onetti.
En La luz es más antigua que el amor se nos presenta un joven Bocanegra que, en 1989 y con tan solo 18 años, descubre su vocación literaria, simplemente por una tarea del Bachillerato que le encarga un profesor, ¿esta parte de la vida de Bocanegra es autobiográfica? ¿Cómo despertó a su vocación de ser escritor?
Hay escritores que conocen su vocación desde niños, que se han visto siempre con un lápiz en la mano. No fue mi caso. Y no lo fue porque recuerdo perfectamente las circunstancias en que pensé, por vez primera en mi vida, que me gustaría dedicarme a escribir. Aunque el episodio de la redacción escolar es inventado, la época de mi «revelación» sí coincide en el tiempo. Recuerdo que en el último verano antes de comenzar la Universidad, compré un libro. Lo hice llevado por un impulso. Me gustó su título. Esa es mi única justificación. Aquel libro, que era una novela, se titulaba Viaje al fin de la noche, y lo había escrito en 1932 un francés llamado Louis-Ferdinand Céline. Nada sabía yo entonces al respecto, ni de la obra ni de la vida de Céline. Por eso creo que la impresión que Viaje al fin de la noche dejó en mí es tan importante. Porque fue absolutamente genuina, pues leí el libro sin ninguno de los prejuicios que como lector informado podría haber tenido. Así, lo que queda en mi ánimo, aun hoy, es la sensación de que aquel texto me dio la vuelta como un guante. Y cada vez que lo releo, sigo pensando lo mismo: que es una de las cumbres de la literatura de todos los tiempos.
Ciñéndonos a lo que se cuenta en esa misma obra, ¿de qué modo concreto escribir literatura detiene, o al menos apacigua, la condición entrópica del ser humano?
En la literatura hay una paradoja profunda. Julia Kristeva habla de una aporía que consiste en intentar expresar una realidad, la vida, que constantemente se desplaza, se escapa, pero que al tiempo sólo puede ser capturada mediante la escritura. Esto, además, puede trasladarse, al menos en mi caso, a la relación personal con la literatura. La literatura es para mí una tabla de salvación. Si no escribiera probablemente me mataría, o mataría a alguien, me volvería un loco o un suicida. Al mismo tiempo, mientras escribo, soy plenamente consciente de que no existe ninguna satisfacción en escribir, ni en el orden del conocimiento (escribir no me hace más sabio) ni en el orden ético (escribir no me hace mejor persona). Sinceramente, creo que escribo porque estoy enfermo. Y no pretendo parecer retórico o grandilocuente. Es así. Uno escribe porque es infeliz y porque está enfermo.
¿Qué le ha influido más de la obra de Pierre Michon?
De Michon me interesan dos cosas. La primera es su actitud ante el lenguaje. El lenguaje es algo sagrado. Cada página de Michon quema. Hay tanta belleza ahí… Pero nunca es una belleza gratuita. Siempre resuena, siempre está orientada a la narración que sustenta. Esa cortesía suya con la belleza que la literatura contiene me parece un regalo. Pero además está su talento para reinventar el mundo. Me apasionan libros como Señores y sirvientes o El emperador de Occidente, donde las categorías de realidad y ficción, verdad y mentira, existencia y arte se ven constantemente desbordadas. Y sus temas, que siento tan míos: las imágenes, el tiempo, los artistas, el genio, la Historia…
¿Por qué, como mencionó en una entrevista, se siente agotado por la ficción?
Porque cada vez encuentro menos ficciones que me interpelen, tanto a la sensibilidad como a la inteligencia. Porque por cada Chirbes, por cada DeLillo, por cada Coetzee hay noventa y nueve escritores planos, absurdos por inútiles, totalmente prescindibles. Porque después de Sciascia, después de Bernhard, después de Lispector no se puede escribir ficción así como así. Y no digamos después de Sebald o de David Foster Wallace, cada uno en su estilo y preocupaciones. Un día le preguntaron a Brahms por qué motivo había tardado catorce años en componer su primera sinfonía. Él respondió que porque existía el ciclo sinfónico de Beethoven.
¿Cuándo dejará de escribir ficción?
He dejado de escribir esa ficción que me aburre hace tiempo. Creo que tanto La luz es más antigua que el amor como Medusa son libros que, sin dejar de ser novelas, van más allá de esa marco de la ficción pura. A mí me gusta llamarlos centauros. Eso escribo, centauros: libros que son ficción, ensayo, autobiografía, todo junto y revuelto. Quizá, en el fondo, no hago más que volver a las fuentes de la novela, que es el género bastardo por antonomasia: a Rabelais, a Cervantes, a Sterne… Todo está ya en esos gigantes.
¿Qué proyectos literarios tiene en mente? (Ya sean de ficción o de no ficción)
He terminado hace poco una novela sobre la infancia. Es difícil decir más. Y me gustaría poder dedicar tiempo a un proyecto siempre aplazado, que es escribir sobre mi artista predilecto del siglo pasado, Andrei Tarkovski.
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