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Qué puto mundo: Alan

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“…But you who philosophize disgrace and criticize all fears, take the rag away from your face. Now ain’t the time for your tears”. (The Lonesome Death of Hattie Carroll, Bob Dylan)

“Los niños es que pueden ser muy crueles”. Este o alguno parecido es el mantra con el que nos martillean desde… niños. Pero, ¿lo son? ¿Lo somos? ¿Somos crueles por naturaleza? Puede. Puede que la crueldad sea una conducta eminentemente humana. Humana, no innata; ningún animal hiere sin razón y la razón suele ser la mera supervivencia, la ley de la jungla, morir o matar. Si tu gato juguetea con un ratón de peluche hasta desfigurarlo no le mueve el sadismo felino, sólo se entrena para una vida entre lo salvaje que nunca llegará. Pero él no sabe que nunca llegará.

Si la crueldad no es innata tendremos que aceptar que se trata de pautas aprendidas, o aprehendidas. Cogemos de nuestro entorno todo lo que vemos, lo que nos cuentan por activa o por pasiva que nos conviene. Nos conviene formar parte del rebaño, seguir al matón y, en ocasiones, no tender la mano al que flaquea, porque eso nos haría flaquear a ojos de los otros, o tal vez supusiera un desafío al líder de la manada, y nadie quiere ser la siguiente muesca en su revólver.

En un entorno donde no se adoctrinara a los críos sobre la debilidad de la diferencia, Alan seguiría aquí. Siendo chico, siendo chica, siendo lo que le diera la gana ser. Hace poco un futbolista africano ilustró esto fabulosamente: “Yo no me di cuenta de que era negro hasta que llegué a Francia”. Todos somos conscientes de cualquier hecho diferencial, pero sólo importa cuando torna en estigma, cuando alguien te coloca la marca de Caín en la frente o la letra escarlata en el pecho. Nadie se suicida a los 17 años por cuatro bromas en el instituto. Hace falta algo más, una deliberada y prolongada intención de convertir la vida del prójimo en un infierno.

No, los niños no son crueles. No hasta ese punto. Los niños tienden a ser solidarios, a integrar en vez de segregar, tienden a compartir y a atar lazos afectivos que los adultos después olvidamos y somos incapaces de comprender desde nuestra tela de araña de recelos, envidias, frustraciones e inseguridades, todas ellas aprendidas, o aprehendidas… desde niños. Nuestros padres también fueron niños adoctrinados, pero no lo recuerdan. No lo recordamos. Y así llegamos al subterfugio perfecto: los defectos de los pequeños son el fracaso de la sociedad. Pero, ¿de qué está hecha la sociedad? De tantos y tantos padres negligentes que creen que es la sociedad la que malea a sus hijos. La sociedad como ente abstracto, supraindividual, que se va al carajo siempre por culpa de aquel tío de allí. Sí, el vecino ese que es raro.

Sin embargo, ¡oh sorpresa!, Alan no era ningún niño. Aun en el caso de que un niño no tenga las herramientas para discernir entre el bien y el mal, entre lo que le duele al compañero y lo que le hace feliz, cosa que está por ver, a Alan le jodieron la vida un puñado de adolescentes, y hasta tú, que ahora lees esto, reconoces que tus facultades mentales durante la adolescencia eran absolutamente funcionales. Si fuiste un cabrón, aquello formaba parte de la ley de la jungla, sí; de la ley de la jungla de esta sociedad donde mueres o matas, esta sociedad de triunfadores y perdedores, donde un cerebro de garbanzo anabolizado recibe toneladas de reconocimiento popular en Telecinco y una científica del CSIC se va para su casa con un ERE y una palmadita en la espalda. ¿No es la sociedad que querías? Es la sociedad que tienes.

“No te metas en líos”. Ese es otro mantra muy efectivo. ¿Qué tal si lo cambiamos? Una pequeña enmienda: “No te metas en líos… a no ser que el lío lo merezca”. Y Alan lo merecía. Merecía que alguien se hubiera partido la cara por él. Que todos hubieran estado dispuestos a hacerlo, y entonces nadie se tendría que haber partido la cara por nadie. Es nuestra decisión, no es la decisión de la sociedad. Educar a los enanos en lo que es justo y lo que no, y a defenderlo por encima de su propia integridad, o podemos inculcarles que agachar la cabeza, mirar hacia otro lado o incluso participar del oprobio les traerá menos problemas. Si eliges la segunda opción, no esperes que la sociedad se interponga entre tu hijo y el acoso llegado el momento, porque la sociedad eres tú y nunca tuviste narices de interponerte entre las patadas y ese desgraciado que estaba en el suelo recibiéndolas. Mírate dentro y carga con tu cruz. Como Alan cargó con la suya.

Traductor, periodista a regañadientes, copywriter. Quizás nos encontremos en Esquire, Vice, JotDown o en Miradas de Cine. Como me sobra el tiempo, edito Factory.

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