Cuadernos
Ensayo por la juventud (IV)
Capítulo 4: No todo vale.
De manera justificada, Paul Feyerabend ha criticado los intentos de codificación de la práctica científica. No es un irracionalista, pues comprende que la ciencia, aun dependiendo tanto de la cultura, puede producir resultados sólidos, y no olvida además ni las predicciones ni la tecnología. Un anarquista es como un agente secreto que juega al juego de la Razón para socavarle a ésta su autoridad -Verdad, Honradez, Justicia. Porque la ciencia no tiene porqué organizarse a tenor de unas reglas fijas y universales. Lo que no existe de hecho es una racionalidad global. Por ello, hay que cuestionar tanto el sometimiento a las restricciones de orden racional como la validez de la distinción entre descubrimiento y justificación. Así como la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, debida principalmente a Niels Bohr y Werner Heisenberg, fue aceptada por los físicos de modo dogmático, la anomalía de la órbita de Mercurio adquirió un estatuto epistemológico diferente con el advenimiento de la relatividad general. Es decir, la racionalidad no se puede codificar de una forma definitiva. Sin embargo, el desarrollo progresivo del irracionalismo es un fenómeno considerablemente inquietante, porque nos encontramos frente a una crisis de la razón, como ya se dio en Grecia, en Roma, en el debate del romanticismo contra la ilustración con ciertas modalidades según los países: en Alemania contra Kant y toda la corriente de la ilustración; en Francia contra los enciclopedistas y la razón de la Revolución francesa; y en Inglaterra contra los filósofos materialistas ingleses. No obstante, sucede que en esta ocasión se trata de una crisis particularmente aguda, con diversas características y muchas versiones. Por ejemplo, una característica universal y en expansión de la juventud que toma cada vez más fuerza ante los adulterados es el antinomismo (del griego άντί, “contra”, y νόμος, “ley”), una actitud de oposición global a las normas, a la Ley y al poder en su forma más generalizada, como definiría Jean-Louis Chrétien en sus Notes sur l’antinomisme contemporain.
La intelectualidad burguesa ha tendido siempre a convertir el humanismo en un tipo de hipocresía abstracta, en lugar de darle su aplicación práctica concreta, que no es otra que la del cuidado de los hombres reales, es decir, de los iguales. La ética sodalicia, lejos del actual Sodalicio de Vida Cristiana, establecía un trato de convivencia para con los iguales. Uno de los cuidados era el olvido o perdón de las ofensas entre iguales, ante quienes se ponía la otra mejilla, y un criterio agonista o combativo contra los dominadores, como el del cristianismo primitivo. El humanismo de los revolucionarios cristianos que combatían a los romanos consistía, pues, en la convivencia sodalicia, puesto que se preguntaban qué uso debían hacer de sus vidas, para así cuidarse de que el Imperio les indujese e impusiese una forma de vida falsa, ya que de lo contrario no se impondría. Cuestionarse cómo se ha de vivir, es el paso que precede al compromiso político y social. Por tanto, el combate contra la Ley es muy antiguo, aunque, inconsciente de su antigüedad, pueda pensarse a sí mismo como lo más radicalmente nuevo. Donde hay poder -decía Michel Foucault- hay resistencia al poder. Antes de que el poder del Estado fagocitase el cristianismo, éste se presentaba como un combate contra la Ley. Igualmente, puede observarse en la tónica de los cuatro evangelios ortodoxos, y más aún en los once evangelios apócrifos, un combate contra el legalismo judaico. La tesis del cristianismo primitivo ha encontrado cierta renovación en los grupos juveniles, dada la frecuencia con la que los hippies han pasado del lema «Haga el amor y no la guerra» al cristianismo, o con la que algunos nadaístas han dejado de hacer de su vida la ocasión para un experimento y han terminado siendo profetas cristianos que ofrecen a Jesús como la salvación. Porque, en efecto, el pensamiento del cristianismo primitivo promovió la abolición de la Ley en nombre del nombre, según la creencia de que la Ley sobra, si hay amor. El sermón de la montaña fue la alocución con la que Jesús de Nazaret trató de abolir los Diez Mandamientos, bajo el pretexto de que, si se ama al prójimo como así mismx, no son necesarias las demás prescripciones -no robar, no matar, etc-, porque la formulación positiva del amor deja abolida todo lo demás.
El marxismo es una de las tradiciones cercanas a la actualidad en la que se encuentra también esta corriente. En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1884 de Karl Marx, aparece la idea de una comunidad integrada en la cual el carácter o esencia genérica del ser humano puede desarrollarse. Una sociedad comunista -como Marx sostuvo siempre- no necesitaría ni del Estado ni del Derecho. No obstante, en sus últimos años dijo que todo derecho es en el fondo el derecho de la desigualdad, porque consiste en traer como igualdad a individuxs desiguales, por una cuestión subjetiva u objetiva de fuerza muscular, sexo, género, clase, raza y recursos de los que se dispone al nacer y a lo largo de la vida. La utopía marxista consiste en postular la posibilidad en el futuro de una sociedad sin derecho en general, no sólo sin derecho burgués, comprendiendo que el derecho no es inocente sino una expresión de valores sociales, de intereses, de poder en ejercicio… que conserva siempre una intrínseca brutalidad que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política. El derecho está condicionado por los criterios administrativos y la práctica nacional. El derecho es una cosa dada. Una abstracción formal desligada del hombre y que no está al alcance de la vida ni de nadie. Además, promulgar las leyes no es otra cosa que imprimirlas allí donde las estudian sólo quienes han de aplicarlas, donde no las leen ni las oyen aquellxs a quienes han de ser aplicadas. En la Crítica al Programa de Gotha (1875), Marx se refiere al derecho en el socialismo como derecho de la desigualdad, argumentando que no todxs lxs individuxs no rinden ni consumen por igual, y que, para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual. De aquí que, cuando ya no haya clases, la sociedad funcionará sobre la base de una nueva fórmula: a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades. En síntesis, hay también en la tradición marxista una tendencia al antinomismo.
El antinomismo en la tradición cristiana, aunque también estuvo presente en la griega, parte de la consideración de que el pecado o el delito proceden precisamente de la Ley. El árbol del conocimiento del bien y del mal simbolizaría, por tanto, la privatización de la tierra de la que La Iglesia no es más que un anexo del Imperio. En este sentido, el pecado original no fue introducido por Eva y Adán sino por el mandato divino, puesto que con la prohibición se produjo la posibilidad de la transgresión y sin tal mandato no hubiese habido pecado alguno. La oposición general a las normas suele venir acompañada por una gran indistinción, como si las normas que determinan la producción de una forma artística fuesen equivalentes a las que defiende la política, o si las normas de la gramática pudiesen equipararse a las leyes que regulan la propiedad privada. No obstante, cabría observar que, allí donde no hay una urgencia pública, las normas tienden a perder su sentido común. Por ejemplo, si se da el caso de que una partida de alimentos está contaminada, por norma social se debería de poner en cuarentena para impedir que su intoxicación se convierta en una pandemia por contagio. Pero, por lo demás, el desarrollo, la racionalidad y la independencia de las comunidades viene dada mejor por el propio sentido común de éstas, según sus circunstancias materiales, que por un conjunto de prohibiciones e imposiciones. E, insistiendo en el hecho de que toda imposición es falsa porque de lo contrario no se impondría, es menester señalar que la mayoría de los mandamientos del contrato social ejercen de cortina de humo sobre problemas realmente urgentes. Desde luego, mientras haya gente viviendo en la indigencia, la reforma del Código Penal con la Ley mordaza o de Seguridad Ciudadana es un regalo de Dios, incluso ante el hecho de la mayor parte de lxs indigentes no están politizadxs ni acuden a manifestaciones políticas. No se trata de atacar irracionalmente y en conjunto las normas más elementales y generales, como las reglas lógicas, sino de exigir la eliminación de todas aquellas que perjudican el propio desarrollo de las comunidades y cuyos objetivos ejercen la función de cortina de humo.
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