Inside Out
Tuits, yo o tú más y egocentricidades varias
Uno de estos días, en plena incursión por la red, encontré un ‘tuit’ que decía lo siguiente: ‘Pienso, luego embisto’. Pocas cosas parecen ahora mismo ser más ciertas. Rauda y veloz me dispuse a contestarlo, en una especie de arrebato o ‘pensamiento en voz alta’ y empecé a redactar en esos 140 caracteres: ‘Esa peña a la que tanto le gusta decir que ‘yo voy de frente’ (sin importarme los sentimientos de la persona de al lado)’. Y ahora es cuando empiezan nuestras reflexiones sobre el ego, el centro (o centrismo), el Narciso, la sinceridad, el tacto, la mutable doble moral y ‘los otros’.
Ya forma parte del inconsciente colectivo que el egocentrismo es una etapa evolutiva (Jean Piaget) que suele ubicarse entre los 2 y los 7 años de edad. En un desarrollo de la personalidad adecuado esta fase queda solventada en el momento en el que la persona aprende que hay otros, semejantes a él, enfrente y que deben ser tenidos en cuenta. En esta adquisición de información práctica se engloban elementos motores, cognitivos, lingüísticos y emocionales.
¿Dónde pretendemos llegar con esto? Al punto en el que somos lo que aprendemos. O lo que nos enseñan tanto por exceso como por defecto. Como seres humanos absorbemos toda la información que se encuentra ante nosotros y, después de procesarla con más o menos fortuna, actuamos en consecuencia.
Cierto es también que, al margen de lo que aprendemos por observación, modelado o enseñanza directa, la capacidad de pensamiento crítico, empático e independiente ha de ir desarrollándose y configurándose a nivel individual. Es decir: tenemos las piezas básicas del autoconocimiento, la conciencia del otro y la sensación gratificante que se experimenta cuando se establece una relación de comunicación social en la que alguien me escucha (y a la vez espera ser escuchado y comprendido).
Y ahora es cuando, sin saber bien cómo hemos retornado a ese punto, nos hallamos de nuevo inmersos en la era del egocentrismo supremo. No hay nada más allá de uno mismo. El otro, por lo general, no es sino una herramienta para conseguir mis fines. Empatía, escucha o comprensión son vocablos casi arcaicos. No se conoce nada fuera del ‘yoyoyo’ y ni siquiera nos molestamos en hacer una lectura intensa de nuestros propios procesos anímicos. Nos estamos convirtiendo en seres básicos, sólo preocupados de satisfacer las necesidades superficiales, ni siquiera ya las elementales. Somos, o estamos aprendiendo a ser, o no ser, imperturbables, ‘brutalmente sinceros’ podrían decir algunos.
Intentamos convertirnos, ¿todos?, en elementos de esos que dicen ir de frente. Ejemplares que disfrazan de sinceridad lo que únicamente son puyas innecesarias y dolorosas para los destinatarios, una serie de envenenadas frustraciones y envidias de las que han de liberarse para engrandecer sus inhóspitas almas vacías. Antaño no decir algo irrelevante, por innecesario o dañino para el otro, se denominaba tener tacto. Hoy, a ese fenómeno extraño (el de callarse la ponzoña) lo denominan falsedad. Pero, curiosamente, cuando el destinatario de las puyas indiscriminadas es uno mismo (aquí vuelve el modo egocéntrico) somos perfectamente capaces de discernir que ahí sí hay una absoluta falta de tacto y nula empatía. Nuestro cerebro reptiliano rápidamente recupera esos términos arcaicos y, aderezándolos con brillantes fábulas morales, hace saber al de enfrente que está hiriendo los inmaculados sentimientos.
Ese curioso fenómeno de la doble moral: “yo puedo hacer lo que quiera contigo, pero tú debes respetar mi voluntad y a mi”, es uno de los factores que nos aleja de ‘los otros’. No son vistos más que como secundarios para interacciones esporádicas, poco profundas y nada vinculantes. Yo soy un Narciso tan perfecto, armónico y bello que no ha sido creado sino para ser admirado, querido y venerado por alguien (que en realidad no existe) tan precioso como yo. Y mientras tan celestial criatura aparezca sobre la tierra, me dedicaré a atormentar, estigmatizar y señalar como imperfecto a cualquiera que ose intentar hacerme entender que las buenas relaciones se basan en la empatía y la conciencia del otro.
Vivimos en un mundo nuevo, tecnológico, aparentemente deshumanizado. Y sólo aparentemente, porque la capacidad de dotar de calidez las interacciones cara a cara e incluso las virtuales, está en nuestra mano. Tecnología, modo de vida rápido o la habilidad de comunicación no son, a priori, obstáculos que nos alejen del otro sino sólo elementos inanimados que dependen de nosotros y del modo en que pensemos utilizarlos.
No hay un ámbito que sea más o menos real que el otro. Las relaciones e interacciones física y virtual andan a la par. Incluso a veces predomina más la última ¿por qué? Tal vez por permitirnos ser un poco más como querríamos, tal vez porque es la manera más segura de ser escuchados y no caer sepultados por montañas de palabras en ocasiones sin sentido. El cursor y el texto nos dan la oportunidad de expresarnos y, quién sabe, ser escuchados como a lo mejor no se nos permite en el entorno exterior. Sólo un par de preguntas antes del final: ¿de verdad pensamos que hay tanta diferencia fuera y dentro? ¿En base a qué parámetros?
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