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Historia del sexo (VI) – ¡Montoya! ¿Adónde vas, Montoya?

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Para dar una vuelta por los usos sexuales en la Edad Moderna, suele ser costumbre centrarse en la corte de Versalles, pues las hazañas dieciochescas de cualquier Madame Puturrú de Fuá con perifollos en la cabeza y miriñaques en el vestido tienen un indudable tirón popular, derivado seguramente de los escritos del pervertido majareta del Marqués de Sade. Es inevitable imaginar a toda la aristocracia francesa practicando un hedonismo sexual teñido de cierta sofisticación y aliñado con unas buenas dosis de refinamiento. Aparte de que esta visión pertenece más al campo de la ficción y las películas tipo “Las amistades peligrosas” que a la realidad, por descontado los jueguecitos sexuales morbosillos no son exclusivos de los franceses, sino más bien de la aristocracia europea de la época.

También, y sobre todo, y en contra de lo que pudiera parecer, de la española. Sí, amigos, para tratar esta época elegiremos a la primera potencia mundial del momento, paradójicamente mucho menos tratada en este campo que otras. Además, tiene el interés añadido de contar con todo un pedazo de mito jugoso y resplandeciente a cuestas; la Corte de los Austrias españoles, por obra y gracia de la historiografía anglosajona, siempre hostil, ha pasado a la historia como un lugar sombrío de gentes austeras vestidas de negro y caballeros de la mano en el pecho de sobrias costumbres y estirado rostro. La moralidad oficial de la época tampoco es que ayude demasiado a disipar esta percepción: tras el concilio de Trento, la llamada (por los protestantes, no hay que olvidarlo) Contrarreforma se impone por todo el Imperio. La Iglesia católica reverdece, de la mano entre otros de los jesuitas y asistimos a una explosión artístico-ideológica, el barroco español, donde de cada diez obras quince son de tema religioso.

En las colonias americanas, la cultura hispánica se afianza, y con ella sus hábitos morales y sexuales. En un primer momento, los conquistadores españoles sencillamente se horrorizaron de la amplia aceptación y popularidad de prácticas como el bestialismo, la homosexualidad o la pederastia entre los indios americanos. Y procedieron a erradicarlas aplicando las mismas penas que en la Península, generalmente consistentes en jarabe de palo, torturas o ejecuciones.

Así, parece que por todo el orbe dominado por los Habsburgo se impone una rígida moral católica en todos los órdenes de la sociedad, incluido el sexual; nada escapa del largo brazo represor de la Iglesia y los españoles de la época son una especie de fanáticos religiosos barbudos muy serios y estirados…eppur si muove. Más allá de este mito, por el simple método de buscarnos la vida nosotros mismos y poner la maquinita de pensar en marcha, se comprueba fácilmente que a pesar de las apariencias, esto no es más que una imagen distorsionada. Al igual que en otras épocas que ya hemos tratado, la abundancia de referencias al sexo en sermones, libros religiosos e instrucciones para confesores y la energía que despliega la Iglesia en su faceta represora, lo único que nos indican es que el sexo estaba a la orden del día en la presunta y oficialmente recatada España.

Los primeros que se saltan a la torera las prohibiciones morales son las clases altas, obviamente. En la corte española proliferan las amantes o las prostitutas, seguramente siguiendo el ejemplo del propio monarca. Ahí donde le ven, con esa cara de pánfilo que luce en los cuadros, Felipe IV tuvo innumerables líos de faldas con diversas amantes de todas las clases sociales de los que salieron no menos de 30 bastardos, el más famoso de ellos y único reconocido, don Juan José de Austria. La nobleza, por lo tanto, se veía abocada a imitar las costumbres del rey, por lo que entre la aristocracia española el desenfreno sexual será moneda corriente.

Para dar salida a tanto ardor, nuestra vieja conocida práctica, la prostitución, vivirá una época dorada. La legendaria afición de los españoles por la burocracia y la reglamentación les llevará a regular oficialmente la actividad de las numerosas mancebías (es decir, prostíbulos) que florecen por todo el país: más de 80 en Madrid, el barrio entero de la Malvarrosa en Valencia, o las más de 3000 censadas en Sevilla dan ejemplo de la magnitud del fenómeno. En estos lupanares, que disponían de ordenanzas sobre limpieza y seguridad y que pagaban sus impuestos correspondientes a la Real Hacienda, pasaban buena parte del tiempo los nobles e hidalgos españoles.

Las prostitutas también estaban sometidas a reglamento para ejercer: no podían ser nobles, ni vírgenes, y debían tener más de 12 años. Podían pedir el permiso correspondiente a un juez, que previamente está obligado a tratar de persuadirla. Una vez otorgada la autorización, un médico de la Corte encargado de esta labor revisará su salud periódicamente. En la villa de Madrid, anualmente se reunía a todas las prostitutas en la iglesia de las Recogidas y se trataba, mediante el correspondiente sermón, de que abandonaran la profesión. Ya saben, esa mezcla tan hispana de doble moral social y el puntilloso cumplimiento de los requisitos legales más tontos. Para acoger a las que decidían hacer caso del párroco se fundó el convento de las Arrepentidas en Atocha. Obviamente, las putas se dividían en categorías, siendo la inferior las “cantoneras”, cuyo nombre lo dice todo, y la superior las “tusonas”, prostitutas de lujo que vivían de forma independiente y recibían a sus clientes en casa. Por supuesto, y para evitar confusiones, las putas debían distinguirse de las mujeres honradas vistiendo una mantilla de color negro.

No sólo se reducía el oficio a las mancebías, sino que dentro de la institución matrimonial también se daba la práctica. Es habitual en las comedias de la época la figura del marido resignado, o el cornudo consentido, que permite que su mujer se prostituya o tenga amantes. El adulterio era una práctica muy común en España, a pesar de los tremendos castigos legales; si los adúlteros eran sorprendidos in fraganti, el marido podía matar a su mujer en el acto a golpe de estoque, siempre que ensartase al amante también. Claro que de la ley al hecho hay un largo y complicado trecho, y a pesar de lo que se diga sobre la honra en la literatura de capa y espada, me figuro yo que ante un rival de mayor categoría social o con pinta de ser peligroso, muchos optarían por hacer la vista gorda de mejor o peor gana y otros que como mal menor elegirían sacar un rendimiento económico de la aventura de su mujer. El sucio pragmatismo, como ven, no es exclusivo de los europeos del norte.

Esta afición por las relaciones extramaritales llevará a la multiplicación de bastardos, toda una institución en España, hasta niveles muy por encima de los registrados en otras culturas europeas. Tal fenómeno es probablemente la consecuencia de concertar los matrimonios con mucha antelación, sobre todo entre hidalgos y clases altas. La prohibición de tener relaciones previas al matrimonio y el atractivo de la dote (a menudo falsa) empujaban a los esposos – y a sus interesadas familias – a casarse jóvenes, así que el efecto se agrava; esta combinación de factores facilitaba el fracaso matrimonial, y si lo juntamos con la escasa eficacia de la represión sexual eclesiástica, tendremos completo el cuadro de relaciones ilícitas frecuentes y en última instancia, la comentada abundancia de hijos ilegítimos.

Tradicionalmente además, se consideraba la soltería femenina como un estigma social. Aquí no cambia demasiado el panorama con respecto a tiempos anteriores; la mujer “sirve” para llevar la casa, satisfacer a su esposo y por último y más importante, tener hijos. Así que una vez casada en sagrado matrimonio, la mujer española permanecía por lo general en casa y se esperaba de ella que fuera casta, obediente y modesta. Uno de los escasos lugares que podía frecuentar era la iglesia, por lo que éstas se convirtieron en centros idóneos para concertar citas, encontrarse con el amante de turno o bien con la siempre socorrida celestina, cuyas tareas principales consistían en remendar virgos, depilar, preparar ungüentos, buscar amantes o practicar abortos. Como cualquiera puede imaginarse, un “servicio social” clandestino de este estilo reportaba jugosos beneficios.

Y aquí en la puerta de la iglesia, llegamos a la última pata de nuestro banco social, al propio estamento represor: el clero. Dado que las iglesias, como hemos dicho ya, eran el lugar favorito para que las mujeres concertaran sus citas extramaritales, y por tanto acudían frecuentemente, muchos clérigos tenían grandes problemas para mantenerse firmes (con perdón…) en su voto de castidad. Así, aprovechando la intimidad de la confesión, trataban de seducir a las feligresas, por lo que a esta figura se le llamó “clérigo solicitante”, perseguido y castigado por la Inquisición. Pero no eran ellos los únicos con dificultades para permanecer lejos del pecado carnal; el alto clero sufría del mismo desenfreno que sus homólogos laicos de la nobleza, y era bastante raro encontrar algún prelado que no tuviese barraganas, amantes, “amas de llaves” o “primas”. También son relativamente frecuentes los procesos inquisitoriales contra pecados de sodomía, sobre todo por parte de clérigos, mendigos o criados jóvenes. Otro pecado carnal del que el Tribunal para la Doctrina de la Fe (nombre oficial de la Inquisición) ha dejado constancia en sus archivos es el bestialismo, típico de clases marginales, y que como hemos visto se castigaba con la muerte. De nuevo, el papeleo administrativo desmiente la propia versión oficial.

Supongo que esta imagen no se corresponde con la típica del siglo de Oro español, pero si no lo creen, lean a Quevedo y sus contemporáneos. Ya ven que en el fondo no es más que un cuadro típico de países católicos mediterráneos; mucho celo represor en apariencia, mucho afán reglamentista y mucha ordenanza, pero a la hora de perseguir de veras las costumbres “inmorales”, tampoco hay que cansarse demasiado, no sea que tenga el censor que dar ejemplo. Hay que tener en cuenta sin embargo un factor de peso a la hora de contrastar esta época con otros periodos posteriores de represión sexual y que como ya hemos comentado, se trata de la distinta percepción del sexo que existía antes de la Edad Contemporánea. Hasta finales del siglo XVIII, no está mal visto hablar del tema en público, ni por escrito; no se considera especialmente soez ni fuera de lugar. Entonces, ¿qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué es lo que empuja a los europeos a imponerse un velo de silencio y recato, esta vez efectivo de veras? Pues ni más ni menos que el triunfo de la burguesía, como veremos en el próximo artículo, “Nene, eso no se dice, caca”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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