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Historia del sexo (III) – Tierra de gimnasios

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En varias ocasiones nos hemos referido ya al drástico cambio en la forma de vida de los seres humanos que supuso el dominio de la agricultura y todos los fenómenos que derivaron de ésta. Las transformaciones económicas y sociales son tantas y tan grandes que la mentalidad de los humanos mutará para siempre. Pero ahora nos vamos a fijar en dos principalmente: por una parte, la generación de excedentes dará paso a la existencia de jerarquías y al concepto de división del trabajo, intercambios comerciales y por supuesto, acumulación de bienes. Por el otro, las comunidades aumentan de tamaño, y para cubrir las necesidades de tanta boca, se hace necesario obtener más recursos, por la fuerza si es preciso. Así que los grupos humanos pelean entre ellos; el papel de garante de la supervivencia del grupo pasa a ejercerlo el que maneja la espada, es decir, el varón, por pura superioridad física. Y por supuesto, gracias a esa posición de predominio militar, será quien pase a controlar los mencionados excedentes, y de paso, organice la sociedad en su conjunto.

Todos estos factores relacionados se van a combinar fatalmente para que finalmente sea la mujer quien pague los platos rotos del nuevo orden social. Debido a su capacidad de engendrar hijos, se convertirá en una especie de “propiedad” codiciada: para perpetuar un linaje, es imprescindible “poseer” una mujer (fértil, claro está), conservarla y mantenerla al margen de competidores. De sujeto social activo pasa a ser un preciado recurso susceptible de adquirir y proteger. Un varón respetado por la comunidad ha de tener bienes; armamento, caballo, tierras, ganado…y esposa.

Y aquí ya pueden respirar tranquilos, que no me he confundido de serie, seguimos hablando de sexo. Lo que ocurre es que esta introducción me viene de perlas para explicar un modelo social que aunque vimos apuntado en la entrega anterior, se manifiesta en toda su exagerada plenitud, como no puede ser de otra forma, en la exagerada sociedad de nuestros exagerados conocidos, los griegos.

En la antigua Grecia la mujer carecía de derechos políticos. Su vida se orientaba a su función primordial, la de parir hijos, preferentemente varones. Recibía la educación imprescindible en casa (labores domésticas, tejer, y otras diversiones) hasta que se hacía mayor y podía acudir a la escuela. Cuando la niña tenía alrededor de los 13-15 años, los padres concertaban un matrimonio, eligiendo al pretendiente más adecuado. La chiquilla iba con una dote, destinada a protegerla en caso de que el matrimonio fracasara por cualquier motivo, y el novio debía a su vez comprar hacer regalos a la familia. Tras la boda, tocaba estar encerrada en la zona de la casa para mujeres o gineceo y a parir y criar hijos, y por supuesto llevar la casa. Cuanto más alta la clase social de los esposos, más rígido era este régimen: las mujeres de clases bajas aún podían salir a la calle, incluso sin ir acompañadas de un hombre, ir al mercado o regentar algún negociete, al fin y al cabo no eran tan valiosas. Aun así no podían acudir a los espectáculos deportivos y mucho menos participar (salvo las borricas de las espartanas, que luchaban y corrían semidesnudas como los hombres). En tan estimulante vida no tenía cabida el amor entre esposos, tal como lo conocemos nosotros. En la mentalidad griega, dentro del matrimonio, como mucho, podía aparecer en ocasiones lo que llamaban philía, cariño.

Pero el arrebato sexual, la pasión desatada o erós, eso se daba fuera de la institución familiar. La esposa sólo acudía a la cama de su marido cuando éste la requería, y con el fin de hacerle un churumbel, así que los calentones los desahogaba el varón heleno mediante el uso de esclavas o concubinas, si era muy rico y se las podía permitir, o en su defecto acudiendo a la amplia oferta de prostitución a su disposición en las polis. Abundaban los burdeles (dicteria), instituidos en Atenas por el respetable Solón y regentados por funcionarios públicos, donde solían ejercer mujeres extranjeras. En Corinto, el templo de Afrodita donde vimos que se practicaba la prostitución sagrada, derivó en un inmenso y famoso lupanar con más de mil sacerdotisas “trabajando” cobrando a cambio las ofrendas, hasta entrada la época romana. Ya se pueden imaginar en qué consistía ir a visitar Corinto…

En los prostíbulos se ofrecían baños, comida, masaje y sexo, y las chicas se maquillaban de forma llamativa con colorete, se dejaban el pelo largo y teñido de rubio, se ponían zapatos altos, se depilaban el cuerpo o se vestían con ropa provocativa, incluso dejando un pecho al aire. Esta moda de arreglarse en exceso fue pronto imitada por las atenienses “decentes” (sí, por entonces ya se vestían como…ejem…dejémoslo), así que alguna confusión que otra se producía. Como ven, nada nuevo bajo el sol, con la salvedad de que estas mujeres no tenían que andar escondiéndose de las autoridades. Estas prostitutas de clase más humilde se denominaban pornoi (ahora ya saben de donde viene la palabra pornografía), y se diferenciaban de las de lujo, las famosísimas hetairai, compañeras.

En una sociedad donde se consideraba al hombre el ideal de belleza e inteligencia y el único que poseía las cualidades necesarias para ejercer derechos políticos y dirigir los asuntos de la polis, las heteras suponían una rara excepción. Estas mujeres eran las únicas de Grecia que recibían una esmerada educación en cuestiones como filosofía, política, música y danza. También eran las únicas a las que se permitía acudir a los banquetes (symposia) acompañando a los hombres. Su cometido era una mezcla de prostituta, acompañante, y consejera. Algunas de las más conocidas han pasado a la historia, como Aspasia, hetera de Pericles, a la que algunas fuentes apuntan como factor determinante en el bloqueo comercial a Megara y por tanto, uno de los desencadenantes de la Guerra del Peloponeso. También son muy conocidas la bella Friné (curiosamente, un apodo que significa “sapo”), que sirvió de modelo para la estatua de Afrodita de Praxíteles, y que fue declarada inocente de un delito de sacrilegio religioso quedándose desnuda ante el tribunal del Areópago mientras su abogado hacía un alegato que le da varias vueltas a los de las películas de juicios modernas: “Comprenderéis, oh, jueces, que una belleza tan sobrehumana no puede ser impía”, o Lais de Corinto, que volvió locos a Demóstenes, Alcibíades y Aristipo y fue considerada la mujer más bella del mundo en su época. Las heteras eran por tanto personajes de primer orden y podían acumular poder político o económico: la propia Friné pagó de su fortuna personal la erección (lo sé, no he podido resistirme a hacer el chiste) de las murallas de Tebas, de donde era originaria.

Pero en última instancia, el hecho de considerar al varón como medida humana de todas las cosas, por encima de la mujer, relegada a un papel secundario (uno de los que más contribuyeron a justificar este estado de cosas responde al nombre de Aristóteles, un misógino empedernido), propiciará que los hombres tiendan a preferir la compañía de otros hombres y todos sabemos que el roce hace el cariño. La homosexualidad estaba ampliamente extendida y por tanto, bien documentada en la Grecia Clásica, aunque difería un poco del concepto moderno. Se concebía en un contexto educativo: un hombre adulto (erastés) tomaba a un joven e imberbe preadolescente (erómenos) bajo su tutela y se ocupaba de su educación integral, al mismo tiempo que lo convertía en su amante. Así que los adultos frecuentaban gimnasios o palestras para contemplar a los muchachos y tratar de adoptar uno bajo su estrecha e íntima tutela para educarle, incluso en cuestiones militares. De aquí derivan instituciones tan extrañas para nosotros como el Batallón Sagrado tebano, unidad militar de elite formada por 150 parejas de este tipo, pues los griegos consideraban que como mejor se luchaba era al lado del amado, y la conocidísima agogé espartana, que se basaba en un similar principio de pederastia educativa. Porque estas relaciones homosexuales pedagógicas comenzaban a los 12 años o incluso antes, y duraban hasta que el efebo alcanzaba una edad adulta (unos 18-20 años); prolongarla más allá se consideraba pervertido y era motivo de broma o rechazo. 

No se me escandalicen; en Grecia era normal que los chicos de 10-12 años ya mantuviesen relaciones homosexuales, y era la edad en las que las mujeres se iniciaban en el mundo de la prostitución, oficio que incluso se heredaba. Piensen que a los 13 una niña ya puede engendrar hijos, y que a esa edad se casaban las muchachas. La moral sexual de los griegos no incluía la noción de lo que era una desviación sexual como la concebimos nosotros los postfreudianos, tachándola de enfermedad mental, aunque algunas prácticas se veían como vulgares o risibles. Por ejemplo, los roles de una pareja homosexual estaban perfectamente definidos: el activo (el “soplanucas”, vaya) estaba bien visto, pero el pasivo o “muerdealmohadas” (kinaidoi, ¿recuerdan el apelativo perruno?) era objeto de motes burlescos. Generalmente se consideraba viril a quien efectuaba la penetración y afeminado a quien la recibía. Esta concepción tan falocéntrica la veremos repetida en la moral sexual de otra sociedad que influirá decisivamente en la nuestra: la romana. En la próxima entrega, “Pedicabo vos et irrumabo”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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