Igualdad

El postfeminismo es sólo un atajo

Por  | 

Escuchar constantemente que “la naturaleza humana es así”, desgasta. Ya es tarde para la creencia de que estamos determinados por la genética y genitalidad, por las hormonas, intuición e instintos. Y antes de hablar de naturaleza humana, hay que hablar de codificación humana, porque estamos codificados, y todo lo que se muestra como naturaleza son, en realidad, efectos, efectos que se muestran como naturaleza. Por tanto, voy a desnaturalizarme, a comprender que el género es una realización paródica y que incluso la noción de original es una fantasía: viajar hacia el origen no es sino partir de éste. A dónde se derive es un misterio; yo derivo a diario en la ininteligibilidad y todavía no sé dónde estoy. Sé que existo en un discurso, por hermético que sea, porque mi cuerpo, abierto, lo aloja y lo porta como parte de su propia vida, de mi propia vida. Y esta es la única coordenada que puedo ofrecer ahora: me reconozco abyecto, ajeno al discurso hegemónico. Quienes me conozcan en profundidad no lo negarán. Saben que tiendo a distinguir la expresividad, en la cual no veo finalidad, del lenguaje, en el que sí veo una finalidad u objetivo, la de comunicarse, hacerse entender. En este sentido, pienso que los cuerpos son expresivos pero no prelingüísticos, y tampoco tienen una trascendencia propia: la metafísica de la sustancia y el dualismo cartesiano han muerto. Ambas eran percepciones artificiales y superfluas, porque lo cierto es que no hay ser detrás del hacer, ni identidad genérica detrás de las expresiones del género. Lo que sí hay, con base en el poder, son ideas regulativas acerca de cómo deben ser las cosas para que funcionen en términos reproductivos. Estas ideas regulativas son las que producen la normatividad, fijando lo que es normal y lo que no. Para ello tienen que demarcar el poder en la performatividad.

Si me enfado y me indigno parezco llevar más razón.

Al nacer no hay tantas diferencias, por ejemplo, hormonales, ni instintivas o intuitivas, en función genética ni genérica. La cantidad de hormonas que el cuerpo genera y absorbe vienen dadas como efecto del poder lingüístico. En otras palabras, se nos hace pertenecer a una forma práctica de hacer las cosas, es decir, a una forma de vida. Pues la regulación hormonal es el resultado de la esa gestión vital; y, por tanto, que estadísticamente haya una notable diferencia hormonal entre hombres y mujeres se debe a una política sexual binaria: lo material es el efecto del poder lingüístico. Sin embargo, en la prácticas lingüísticas reside también el contrapoder, la subjetividad. En la inscripción cultural, en la cultura inscrita en nuestros cuerpos, queda una parte incompleta, la de la subjetividad, nuestro único contrapoder. En consecuencia, para no ser aplastados del todo por el poder o hegemonía, hay que desviarse de las normas y, en esta inestabilidad, deconstruir el propio cuerpo para excluirlo de la normatividad. Toda exclusión es una práctica discursiva, una política corrosiva que, significando, dando significado a través de diversas vinculaciones, existe en tanto lo que es. Por este motivo, el feminismo no debe limitarse a las mujeres sino transcender los límites de la mujer, esto es el movimiento queer. Paradójicamente, el atajo del feminismo, el postfeminismo, se encuentra en la ampliación del horizonte mismo de significaciones. El postfeminismo se trataría, pues, como de una caja de herramientas con la que, cuanta más diversidad de herramientas disponga, más rápidamente podrá sintetizar el feminismo mismo, y menos probabilidades habrá de que éste, el feminismo, se lisie. Por ende, el postfeminismo es un atajo que avanza sobre el dominio de lo abyecto, mostrando la violencia implícita en el proceso mismo de exclusión.

En mi vida diaria, visto con alguna prenda de ropa o/y complemento de mujer. También estoy buscando una falda larga porque, además de atraerme estéticamente, intuyo que ha de ser mucho más cómoda y sana que los pantalones, los cuales me oprimen los genitales y no me dejan respirar. Es una manera de empatizar con las mujeres discriminadas -aquellas que no han llegado al poder y que, por tanto, son discriminadas por el mero hecho de ser mujeres- y de comprender por experiencia propia qué significa visibilizarse así. Hace tiempo que vengo imaginando, por ejemplo, a un alemán que durante el antisemitismo nazi portase en su brazo derecho la insignia o estrella amarilla y, además, se hiciese llamar con nombre judío. Pero no tengo noticia de que algo así aconteciese, como sí la tengo acerca de Sophie Scholl, fundadora de La Rosa Blanca, grupo pacifista de resistencia anti-nazi, corrosivo por la capacidad activa de su discurso. Reducir el dominio de lo abyecto no era su punto de partida sino su objetivo principal. Los nazis, en su día a día, no eran especialmente sádicos ni especialmente malvados. No se veían a sí mismos como demonios, ni estaban demonizados por las relaciones de poder, por la biopolítica. Estando preso en Auschwitz, entre los funcionarios del campo de concentración, Primo Levi sólo vio a gente con su mismo rostro. Era gente con carrera, que quería ascender. Gente con conciencia, pero con una conciencia diseñada por el Estado, por el aparato reproductor de la dominación. Hoy, el Estado es cada vez más dulce, cada vez ofrece más servicios a los que acudimos para justificar su existencia, mas sigue habiendo un predicador, un poder pastoral con una función demiúrgica de los educadores, una corrección moral de la población. Nuestra conciencia continúa estando diseñada y, por ello, no somos tan distintos de aquellos alemanes. No se requiere de un régimen totalitarista ni de una disciplina propia del Reich, la doma pedagógica es suficiente para tolerar el fascismo, la docilidad y el principio de autoridad y jerarquía. Dada nuestra dependencia al Estado, incluso nos conviene llevarnos bien con nuestros dominadores y sus representantes.

La vuelta a la tortilla.

La vuelta a la tortilla.

En la adaptación cinematográfica de El Libro de la Selva producida por Disney en 1967, hay cierta inversión de roles. La mujer constreñida que es rescatada por un héroe, es sustituida por la mujer coqueta que seduce al hombre para sacarlo del salvajismo. La noción de salvaje, que etimológicamente significa silvestre o selvático, aquí es confundida por la noción de barbarie, es decir, está comprendida de manera negativa, como algo que ha de ser abandonado. Además, como el joven Mowgli es seducido sólo por Kaa, la hipnótica serpiente, y por la chica civilizada, que deja caer la tinaja de agua como argucia para tentarlo o, como suele decirse, para tenerlo en el bote, cabe pensar que ésta, la chica, está inspirada en Lilit, figura legendaria del folclore judío, pero, a su vez, con cierta inversión de roles. Si bien Lilit representa el mal por sentirse igual al hombre y no querer doblegarse ante éste, en El Libro de la Selva la chica representa el bien o la buenaventura que el hombre ha de seguir, cargando el peso sobre su cabeza. También cabe recordar que Baloo, el oso, se traviste, adoptando la forma “mujer”, y, con ello, logra seducir a Louie, el mismísimo rey de los monos.

Se trata, y ha de tratarse, de la materialidad de los cuerpos, es decir, del proceso en el que se consolidan las condiciones normativas del sexo. La condición necesaria para la materialización es el lenguaje. Aunque no los origina ni los causa, el lenguaje construye la materialidad de los cuerpos. En otras palabras, no existe el cuerpo puro que no sea al mismo tiempo una construcción lingüística, performativa. De manera condicionada, la realidad extra-lingüística se nos aparece. Sólo se nos aparece. No hay un acceso a esta realidad, como tampoco lo hay a lo real, esto es, a lo irrepetible. La realidad es, pues, siempre aquello que se puede repetir, aquello a lo que tenemos acceso, como lo es, por ejemplo, una descarga eléctrica controlada. Lo real, lo irrepetible, es siempre aquello que está fuera del lenguaje, como, por ejemplo, un rayo natural, para lo que sabemos que, independientemente del tipo que sea -perla, staccato, bifurcado, etc-, no hay dos rayos iguales.

El cuerpo es el resultado de la performatividad, de la codificación y del significado que se le da a su propia performatividad. O, en palabras de las filósofas Judith Butler y María Luísa Femenías, “el cuerpo es el efecto del poder, de las normas regulativas que gobiernan su materialización y de la significación de sus efectos materiales”. El binarismo sexual, el sexo-género, está culturalmente construido como un sistema de relaciones de poder por los discursos hegemónicos que in-forman los cuerpos y contraponen lo auténtico a lo real. El postfeminismo -pienso- consiste en comprender e integrar esta abertura para la resignificación y reinvención del género, y, ya que estoy, de la clase, raza, fuerza muscular, saber, elección sexual y subjetividad. Es un atajo complejo que conlleva la destrucción de mi identidad y la desconfiguración de mis fijaciones y exclusiones. Es un intento por abrirme desinteresadamente al continuo de la materia para negar la jerarquización, para abolir toda forma de opresión. El binarismo sexual es un mandato social inscrito en los cuerpos para su reproducción, calificación e inteligibilidad cultural -cuando, en realidad, la reproducción es un anhelo de la naturaleza por extenderse, sí, un anhelo, no un mandato; la calificación es siempre clasista y discriminatoria, puesto que obliga realizar las mismas pruebas a cuerpos que son distintos entre sí; y la inteligibilidad, aun siendo secundaria, se impone sobre la expresividad, a pesar de que la inteligibilidad encierra el objetivo de hacerse entender con el deber de lograrlo, con lo cual se está ya perjudicando la posibilidad del desarrollo expresivo, en el cual no hay finalidad y, por ende, cabe de sobras la impetuosidad necesaria para la vida y las pasiones. Además, la construcción de lo humano es una operación de diferenciación, el levantamiento de un muro a las libertades, un límite discursivo que he de rearticular para librarme de las vertientes coercitivas de la política performativa; política que, por cierto, he de reconocer, ya que es la de la construcción misma del yo-sujeto.

Genesis P. Orridge

Genesis P. Orridge

Por un lado, entiendo el <<yo>> como una herramienta de distinción -del tú, él, nosotros- tras la que no hay una sustancia o una cosa. Considerar que sí la hay es lo que lleva a la cosificación. Por otro lado, el sujeto es una construcción del lenguaje fagolocéntrico regido por la Ley del Padre, por la que todo decir tiene un sentido sexual, conflictivo, que censuramos dando lugar al inconsciente, al discurso del Otro, a los complejos, a esas ficciones inscritas en el cuerpo para satisfacer y justificar el sadismo socialmente demandado, un sadismo regulado por el deber y la obediencia, por un deber y una obediencia que no sólo explotan nuestros cuerpos sino que, peor aún, los vacían. Por tanto, he de pensar el cuerpo lleno, el cuerpo lleno sin órganos, el puente entre mi desnudez y mi sexualidad, entre mi descodificación y mi agencia, entre mi biología y mi energía intraatómica. Es el puente de la resignificación. Un puente flotante para con el que elevar anclas y transcender la fantasía y la doble figuración de la fantasía actuada a través de los estilos que constituyen corporalmente las significaciones de género. La identidad es sólo un ideal normativo más, constitutivo de la construcción del sujeto. Su continuidad no es analítica sino culturalmente instituida. Y la identidad es a todas luces innecesaria. Es decir, puedo ser anormal en lugar de codificarme, en lugar de adaptarme a las normas de inteligibilidad por las que se define a los sujetos. Valga la redundancia, el sujeto está sujeto a una obsolescencia programada. Así que ya no más sujeto ni ya más sujeción. No hay, pues, igualdad o diferencia homologables. Un atajo del feminismo es el postfeminismo: no ya la igualdad de la mujer al hombre sino más bien del hombre a la mujer. En otras palabras, se trata de que el hombre deje de ser prójimo, semejante e idéntico a la identidad de género que creía persistente, unificada e internamente coherente; que abandone las prácticas regulatorias de la formación y de la división de los géneros binarios; y, sobre todo, que revise y renuncie a todos sus privilegios porque con ellos no sólo está discriminando a la mujer sino que también se está matando así mismo, por estar más violentado desde el patio escolar, caer más en la droga, entrar más a prisión y, entre demás atrocidades, acometer más suicidios. En resumen, el hombre, partiendo del feminismo, ha de favorecer la diversidad de subjetividades, aparcando y dinamitando el machismo: mal indisociable de todos los males. Y, si es su deseo, puede hacerlo atajando por el postfeminismo, esto es, la deserción de todos los modelos, la deserción del modelo, porque, lo cierto, es que no hay nada que perder… salvo el miedo, los prejuicios, las corazas y el castigo de la victoria. El atajo es, pues, quedarse justo donde se está. Pararse, mirarse y rehacerse; descualificarse, desistematizarse y desautomatizarse. El postfeminismo está aquí, ya está aquí.

Cineasta con siete largometrajes, casi una veintena de cortos e incontables participaciones en proyectos ajenos o/y colectivos a mis espaldas. Pintor que gusta en darse baños de color. Y escritor que preferiría ser ágrafo. Estoy preparándome para huir al margen del Estado, fuera del sistema. Me explico en "Dulce Leviatán": https://vimeo.com/user38204696/videos

Tienes que registrarte para comentar Login