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La Reconquista (VIII): Si no tengo con quién, me pego solo

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A finales del siglo XIII tenemos ya a los cristianos tocando a las puertas del último reino musulmán superviviente, el de Granada. Ya era hora, dirán ustedes, que llevamos nada menos que ocho entregas y esto se alarga. Pues más se va a alargar, porque como ya apuntamos en la anterior entrega, pero se lo refresco porque mi ritmo de publicaciones va como va, la cosa se atascará un par de siglos más.

¿Y esto por qué? Entre otras cosas, porque la tozuda realidad socio-económica de la escuela marxista se va a imponer otra vez, pero como yo sé que a ustedes no les van mucho las profundas y apasionantes reflexiones sobre índices de precios del trigo, las aderezaré con sus consecuencias más visibles: las peleas entre reyes y nobles. Hemos llegado a la época que esos señores con pajarita, suéter de rombos y gafas redondas llaman la Baja Edad Media, y que se caracteriza por ser una auténtica desgracia, además de contener una de las crisis más galopantes de la Historia; la del feudalismo.

En resumen, habíamos dejado a la Europa cristiana, incluida esta revoltosa península, en plena fase de expansión: los campesinos, con el señor detrás dándoles collejas para que trabajen más, roturaban todas las tierras que podían. Se instalaban donde fuera y a golpe de azada, deforestación, desecación de pantanos y lo que hiciera falta, la buchaca del señor feudal crecía a la vez que lo hacía la población. Toda esta idílica estampa de feudalismo floreciente en continuo crecimiento chocará con el señor Malthus, allá por el siglo XIV. Llegado al umbral máximo que puede soportar el sistema económico medieval, con un rendimiento de la tierra de bastante ascopena, entramos en un ciclo de hambrunas, altísima mortalidad, debilidad y flojera general. Bastan unas pocas malas cosechas seguidas para que el personal muestre una preocupante tendencia a morirse y dejar los campos abandonados. En medio de esta bonita coyuntura, y cumpliendo con el famoso teorema de “A perro flaco…”, hará su aparición en Europa la famosísima Peste Negra, que no es una, sino varias, y que desde 1348 dejará a la famélica población europea en aproximadamente la mitad, que se dice pronto. Háganse una idea de la tragedia, pensando que habrá ciudades que pierdan al 75% de sus habitantes.

Vale, bueno, todo esto está muy bien, y lo hemos entendido, pero ¿qué incidencia tiene en la estructura social y económica medieval? O dicho en menos finolis ¿cómo se traducen estos procesos en el mundo concreto de las personas humanas? O menos fino aún, ¿qué carajo pasa? Pues tenemos que explicarlo en términos de clases dirigentes, porque hay que recordar que vivimos en un mundo y una época donde el 10% de los seres humanos manejan el cotarro. No, como ahora no, que el 90% restante aún pintaba menos que hoy. De hecho, no pintaban; es la crucial diferencia entre ciudadano y súbdito, entre poquito y nada.

Ese grupo de elite, como ya saben, lo forman el alto clero, la nobleza y las casas reales. Y los reinos hispanos no son una excepción. Hemos visto cómo los nobles eran los grandes beneficiados de la expansión hacia el Sur, puesto que los reyes solían necesitar sus servicios, no en vano forman la clase militar, y el núcleo del sistema feudal. Estos servicios, incluidos en el pack del pacto de vasallaje, se hacían pagar con rentas y fueros (sí, de aquí vienen muchos “derechos históricos”), que como se pueden imaginar iban en consonancia con el grado de apuro del monarca de turno. ¿De dónde proviene este ansia nobiliar de acumular tierras y honores? Pues en pocas palabras, el estatus de noble llevaba asociados unos gastos en prestigio tremendos, por lo que cualquier ingreso era poco para sufragar el tren de vida que debía llevar un miembro de la nobleza, acorde con el rango; castillos, ropajes de lujo, objetos preciosos, mesnadas de guerreros, liberalidades (es decir, un noble TIENE que gastar como un marajá)…obviamente los reyes eran los que más gastos tenían, así que en su caso el problema era casi catastrófico. Así que no es tan estrambótica la costumbre de legislar la ropa que podía vestir cada clase social o limitar las visitas del noble de turno a la corte, con un séquito de cien personas a gastos pagados durante unos mesecillos. ¿Lo pillan, no?

Bien, pues ahora imagínense que empiezan a morirse los campesinos y a menguar los ingresos. Los nobles se lanzarán a una feroz extorsión de los que quedan; tratarán desesperadamente de fijarlos a la tierra, perseguirlos…en definitiva, lo que se conoce como recuperar los llamados “malos usos”. Estos incluían lindezas como impedir que emigrasen, tener que pedir permiso para casarse, poder apalearlos sin injerencias, catar a la esposa, robarles lo poco que tenían, etc. Por otro lado, la carrera para acumular tierras será también cruel y despiadada. Seguramente se imaginarán que lo lógico es que en tales circunstancias se produjera una conquista rápida y fácil de los restos de Al Andalus, de saldo en la sección Oportunidades.

Pues no, porque vamos a introducir otro dramático evento típico de la política medieval, que se combina perfectamente con el matrimonio (¿se acuerdan?) para causar estragos familiares equivalentes a cuatro culebrones de televisión autonómica: las minorías de edad regias. Cada vez que un rey la palmaba dejando un menor como sucesor, causaba varios terremotos de grado 17,5 en la escala de Richter en el reino, puesto que la nobleza aspiraba y conspiraba, quitando, poniendo y apoyando candidatos, y de paso, vendiéndose al mejor postor y apropiándose con mayor o menor disimulo de todas las tierras y rentas que pudiera. Resultado; el reino como un solar y la política real paralizada. Generalmente si no había una guerra civil, al cumplir la mayoría de edad el monarca se encontraba al mando de un desastre, hipotecado hasta las cejas y con un margen de maniobra similar al de un madrileño conduciendo por la M-30 hacia el curro un lunes a las 9. Resumiendo, era mucho más atractivo pescar a río revuelto que conquistar Granada.

Bien es verdad que la actitud de la nobleza va a ser especialmente irritante, como veremos (con mención destacada para la aragonesa), pero tampoco es que las casas reales  tengan precisamente una gran preocupación por el bienestar de los humildes. Es más, los gastos de la Corona son mucho mayores, ya sea en prestigio (una coronación o una boda real pueden ser la ruina), o bien en el sumidero de la política internacional: una guerra, una cruzada, unos derechos a tal o cual ducado costaban una fortuna. ¿Cómo se financiaba el rey? Pues reuniendo a las Cortes, léanse las elites, y diciendo algo así como “Hala, aflojad 400.000 ducados para la candidatura de mi hijo al trono de Patatín”. Generalmente la nobleza replicaba con un “Muy bien, pero antes, firmad esto, esto y esto, y concededme tal o cual derecho”, todo esto tras arduas negociaciones, dimes y diretes. Sin embargo, durante los siglos XIV y XV, con la crisis del feudalismo, que afectará especialmente a la nobleza, los reyes van centralizando funciones y tratando de acumular el poder del Estado clásico en sus tres patas: Hacienda, Justicia y Milicia.

Ahora que ya hemos comprendido en toda su magnitud la política medieval, podemos detenernos en menesteres más concretos, y ver cómo funciona esto en la vida real. Para ello, tomamos carrerilla y nos situamos un poquillo antes, concretamente a mediados del XIII en pleno furor reparte-leches. Decíamos que había dos reinos mayores, y decíamos que en menos de lo que tarda un Francisco Franco en morirse, los cristianos conquistan lo habido y por haber, ciertamente. Pero casi todo en beneficio de la nobleza y para mantener tan ávidas garras entretenidas con algo que echarse a la boca.

En el caso de los castellanos, tras los años dorados de Fernando III el Santo, subirá al trono Alfonso X, Sabio para unas cosas y no tanto para otras. Tras dedicarse a estabilizar las fronteras con Portugal y Aragón y repoblar el territorio conquistado, este  hombre se empecinará en lo que se conoce como “el fecho del Imperio”. Los pisanos, que andaban desesperados por conseguir alianzas, le ofrecieron una remota posibilidad de ser elegido Sacro Emperador Romano Germánico, pues era hijo de una princesa muy Hohenstaufen ella.  Esto costaba una pasta gansa, porque había que untar a los siete electores que decidían, así que Alfonso se dedicó a arrastrarse por los Parlamentos pidiendo para lo suyo. Por entonces, los primeros síntomas de la crisis ya eran evidentes, y si no lo creen sólo hay que mirarse la abundante legislación económica del rey Sabio. Todo esto se traduce en que se hipotecó hasta la camisa con los nobles, que le amargaron la existencia y finalmente se le rebelaron en 1272 porque no recibían todo lo que creían “justo”, ni querían leyes centralizadoras (unos autonomistas, ellos). En actitud muy patriótica, se aliaron con todos los enemigos de Castilla, incluido el moro. El rey cedió, abandonó las glorias imperiales y finalmente murió en el sitio de Algeciras frente a los benimerines, una nueva potencia norteafricana, y van tres por lo menos.

Y aquí se lió la primera trifulca por la sucesión; como el heredero había muerto antes que Alfonso, había varios candidatos. Sancho IV apoyado por los nobles (vamos, que los compró), contra los Infantes de la Cerda (sí, como lo leen, qué quieren, es lo que hay), apoyados por Aragón. Triunfó el primero, pero tuvo la poca delicadeza de morirse 11 años después, dejando un niño de 9 años y el reino a cargo de su viuda, María de Molina. Esta brava e inteligente mujer tuvo que lidiar con un marrón de elefantiásicas proporciones: no sólo se enfrentaba a familias que poseían territorios del tamaño de un par de CCAA’s modernas, sino que ni siquiera era hombre. Apoyándose en los concejos y en la Iglesia, logró evitar lo que parecía imposible, que el reino se fragmentara durante las luchas nobiliarias por el trono, metiendo en vereda a los Haro o los Lara. Al alcanzar la mayoría de edad, su hijo Fernando IV no tuvo otra ocurrencia que hacer un desplante feísimo a su madre, ciscarse en sus aliados y correr a los amorosos pechos de la nobleza. Huelga decir que este gesto no gustó ni siquiera a los propios nobles. Cuando este mindundi murió, curiosamente 11 años después de subir al trono, como su padre, su hijo Alfonso XI tuvo que sudar tinta china para recuperar el terreno perdido. Por cierto, que este pobre hombre ostenta el record mundial de ser el único monarca europeo en diñarla de peste, en 1350.

Por su parte, los problemas en el reino de Aragón no tienen nada que envidiar a los de Castilla. Jaime I accede al trono tras una larga minoría, para contemplar descorazonado lo que queda de su reino: la nobleza aragonesa suelta sin correa ni bozal, la catalana enfrentada entre sí por el “temita” de la Provenza, y a su vez, con los mercaderes de las ciudades de la costa, cuyos intereses eran radicalmente opuestos. Así que Jaumet decide liquidar el asunto provenzal que tanta inquina había costado con los gabachos, y lanzar a todo el mundo a por la zanahoria musulmana del sur. Manos a la obra; mientras que Mallorca fue una petición de los comerciantes catalanes, por Valencia hubo división de opiniones e intereses, que el rey zanjó por la vía salomónica del camino de en medio: la taifa fue conquistada y colonizada al alimón por catalanes y aragoneses, y convertida en reino independiente para que nadie se peleara, y así se han quedado de traumados los valencianos desde entonces, pobrecitos. Una vez liquidada la disputa murciana con Castilla, la expansión tomó la única dirección restante, la marítima. Las buenas relaciones comerciales con Túnez, prácticamente protectorado de Aragón, y los pinitos contra Génova, aliada de Francia, respondían a las necesidades catalanas. Por el contrario, no hicieron ni puñetera gracia a los nobles aragoneses, que no sólo veían cómo se ponía fuera de su alcance aquello tan jugoso de las conquistas, sino que encima era a costa de Francia, que en cambio estaba, amén de enfadadísima, bien cerquita, justito encima de ellos. Así que temiendo pagar los platos rotos de la fiesta mediterránea, se dedicaron (con un empeño sólo definible como aragonés) a dar la brasa a Jaime y a su sucesor Pedro el Grande, aprovechando su necesidad monetaria y militar, con una cosa que se dio en llamar el Privilegio de la Unión. Que no es ni más ni menos que un compendio de favores, prebendas y beneficios “porque-yo-lo-valgo”, aderezados con leyes para blindarse contra la influencia de los catalanes, aunque hoy en día se relacione con las “libertades de los aragoneses” y todas esas pamplinas regionalistas. Regularmente, en cuanto barrunten un leve síntoma de debilidad monárquica, estos mafiosos obligarán a firmar una confirmación de su absoluta impunidad tras otra, tras otra y tras otra. Sin embargo, estirarán demasiado del cordelillo si tenemos en cuenta las peculiaridades del reino, donde no había un Parlamento sino tres. Este montaje peculiar juega a favor del rey, ya que por una parte aunque unas Cortes le nieguen subsidios, siempre le quedan dos tiradas más, y por la otra, puede disponer de varias facciones para jugar a la política, oponiendo a unos con otros. Por contra, cuando necesite poner a todo el reino de acuerdo, tendrá muchos más problemas, pero me callo que me adelanto. En 1348, el mismo año de la peste, la Unión resucitará, y aprovechando una disputa sucesoria, se sublevará en Aragón y Valencia. Pero medirán mal sus fuerzas y serán definitivamente aplastados y disueltos por el rey Pedro IV, que en una ceremonia solemne procederá a rasgar el texto oficial del Privilegio con un puñal, cortándose en el empeño, para quemar los restos después. Por ello se le conoce como “Pere el del Punyalet”.

Y aquí hemos llegado justo a la mitad del siglo XIV, que es a donde quería yo llevarles. Acabamos de ver que Castilla y Aragón tienen problemas similares, producto de la misma crisis global del feudalismo y muy relacionados con el excesivo poder nobiliario. Pero podría dar la impresión hasta ahora de que los avatares de cada reino van por libre. Y sería una lástima, porque es una idea falsa; las relaciones de poder y la alta política se complican cada vez más, y se mezclan por arriba. Los reyes de Aragón y Castilla van emparentando entre sí a consecuencia de diversos pactos, guerras y alianzas, y además hay poderosas familias nobles con rentas,  tierras y parentela en los dos reinos. Pero encima resulta que llegados a este punto, va a comenzar un proceso de fricciones y acercamientos que derivará en importantes (aunque no premeditados) pasitos hacia una desigual unión futura, que tienen mucho que ver con la política exterior de cada reino. Así que vamos a hacer un repaso breve de las características geopolíticas de cada uno en este simpático siglo XIV lleno de guerras y pestes, donde aunque nadie lo sabe, se va a ir decidiendo la balanza hacia Castilla. Pero no crean que se debe a una imposición militar de esas que dicen los nacionalistas periféricos; parafraseando al asesor de Clinton, “It’s the economy, stupid!”.

En la primera mitad del siglo XIV, Castilla es un reino más bien homogéneo, con unas Cortes únicas y una nobleza que manda mucho. Su economía es primaria, se basa en la ganadería, más concretamente en el comercio de la lana; la todopoderosa Mesta es prácticamente intocable en sus derechos de paso por cañadas y pastos. Las materias primas (lana, hierro vizcaíno, madera) se exportan a los mercados flamencos, en un comercio controlado primero desde la capital, Burgos, y después desde los puertos fundados a tal efecto por los reyes, como uno que no sé si les sonará, Bilbao. Ya se imaginarán que esto de vender materia prima y comprar el producto manufacturado (ropas de lujo) es una ruina, y que hay que ser tonto para no invertir en industria textil propia si tienes el material. Pero piensen que cortar la lana y venderla es más rápido y la nobleza necesita cash. Eso sí, el peso demográfico es enorme; la Meseta cuenta con el 70% de la población peninsular, aunque no lo crean. En otras palabras, economía rudimentaria pero rentable a corto plazo, volcada en el mercado atlántico y muchos recursos humanos. 

Aragón es un conglomerado de reinos, con tres Cortes, sólo cohesionados por la casa real, a la cual sin embargo nadie discute seriamente. Su población es el 20% nada más, pero compensa la falta de efectivos con una economía pujante; los mercaderes catalanes ponen las bases de un lucrativo comercio, interior y sobre todo exterior y los artesanos fabrican abundantes productos manufacturados. Esta sofisticada economía es altamente rentable, y está orientada, por supuesto, al Mediterráneo. Así que en conjunto, su riqueza es equiparable a la castellana.

Pero hacia mediados de siglo, Aragón tiene las bazas malas. La crisis del feudalismo y su remate en forma de Peste Negra afectarán a su compleja y delicada economía mucho más que a la castellana, más simple y por ello resistente a las desgracias. Además, el Mediterráneo va a iniciar su imparable declive en favor de esos rubicundos norteños del Atlántico. Así que Castilla acabará atrayendo a Aragón hacia su órbita. En política exterior también veremos este efecto; vender en el Norte implica que Castilla se verá envuelta en la Guerra de los Cien Años, del lado inglés primero y después del francés: la Meseta se convertirá en campo de batalla de la segunda fase de la guerra. El triunfo final del primer Trastámara sobre su hermanastro Pedro I el Cruel (para la propaganda de Enrique, obviamente) es algo más que una nueva guerra civil, pues consagra la alianza castellano-francesa y arrastra en el bando triunfador a Aragón, frente al eje Portugal-Inglaterra-Granada (que como ven, no acierta ni con los aliados). Los aragoneses exhiben por entonces una alarmante debilidad militar derivada de su curioso sistema de gobierno; en la guerra de los dos Pedros, iniciada en 1356 (otro episodio menor de la dichosa guerrita anglofrancesa) mientras que la “sencillez” política de Castilla permitió a los ejércitos de su Pedro pasearse por Aragón como ídem por su casa, el otro aún trataba de convencer a catalanes y valencianos, más pendientes de las guerras ultramarinas, de que pusieran dinero y hombres para defender el reino.

Todo este estado de cosas se precipitará en el momento en que, en 1410, Martín el Humano, rey de Aragón, se sienta muy malito y sin descendencia masculina legítima. Preguntados los juristas del reino, con tantas Cortes y leyes diferentes y tanta parentela, no sabrán qué hacer cuando el pobre hombre la diñe. En el próximo episodio, el Compromiso de Caspe, piedra angular de las discusiones nacionalistas sobre el medievo hispano. ¿Qué? ¿La Reconquista? Bien, gracias; en modo pausa. No se quejen tanto, que a cambio les estoy contando lo que siempre quisieron saber sobre la Sacrosanta Unificación De España y nunca se atrevieron a preguntar.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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