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La Reconquista (I): Campo de Mitos

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Después de una cantidad de artículos publicados bastante respetable, si tenemos en cuenta mi tendencia a la pereza, al fin ha llegado el momento de tratar en esta bitácora la abundante mitología histórica del Pueblo Elegido, el Faro de Occidente, Depositario de Valores Eternos, Reserva Espiritual del Catolicismo, Crisol de Razas y Hogar de Señores Permanentemente Cabreados; voy, ahora sí, a meterme de lleno en los entresijos de la Historia de – en pie – ¡¡España!!

En un principio tenía pensado empezar una serie sobre la Edad Contemporánea española, un esquizofrénico batiburrillo de golpes de Estado, fusilamientos, represiones, guerras, atraso, incultura, caos político, desarrollo deficiente de la Revolución industrial, fracaso del liberalismo, corrupción institucional a mansalva y en última instancia, una curiosa asimilación de las ideologías que venían del extranjero, adaptadas al típico gusto ibérico por el tremendismo, el pathos, y el popular porcojonismo tan extendido por toda la Monarquía Hispánica. Comprender los dos últimos siglos de la historia de España es esencial para saber cómo se ha llegado a esta era de rutilante triunfo y dorado esplendor del nacional-boinismo. Sin embargo, después me lo pensé mejor: si se trataba de poner al paciente en el diván, mejor enfocarlo desde el psicoanálisis al estilo freudiano. Vayámonos pues a la infancia, a descubrir el origen de los complejos (sexuales, por supuesto) de este castigado país. La Edad Media.

¿Por qué elijo la Edad Media? Pues realmente no tiene mucho que ver con que sean realmente las raíces o no de España como ente político o incluso como concepto, sino porque es la época histórica en la que hoy en día la mayoría del personal considera que se produce. Si hay una ideología política triunfante en España en la época moderna, lamentablemente es el nacionalismo. Como sabemos, es un producto “made in Deutschland” y data de la época en que estos señores suspiraban por tener un estado unificado propio y no 300. El siglo XIX alemán es el escenario del desarrollo del movimiento cultural que llamamos Romanticismo, que va íntimamente ligado al nacionalismo como ideario político. Por otro lado, una de las características principales del dichoso Romanticismo es su pasión por la época medieval, en contraste con la Ilustración, que la veía como un periodo oscuro y más bien feote. Así que los historiadores alemanes se pusieron manos a la obra y escarbaron en la historia antigua y sobre todo medieval germánica en búsqueda de unas supuestas raíces histórico-étnicas que justificaran la creación de un Estado moderno para el pueblo alemán Uno, Grande y Libre.

Este modus operandi se convertirá en un hit-parade nacionalista, sobre todo a partir del éxito alemán e italiano. Todo nacionalismo que se precie hundirá sus raíces en el pasado para crear una historiografía que sirva a sus fines: demostrar que lo suyo ha existido siempre, o al menos desde el derrumbamiento del Imperio romano. Y si la realidad no es demasiado gloriosa o favorable, pues nos la inventamos. Ahora bien, el nacionalismo puede ser tanto de tendencia unificadora como disgregadora. En este sentido, la Edad Media es idónea, ya que se puede aplicar a cualquiera de ambos fines; el desarrollo del feudalismo es campo abonado para los disgregadores, mientras que el ocaso y final de éste y su sustitución por lo que se llaman “primeros estados modernos”, es la temática favorita de los unificadores.

Supongo que ya se han hecho la composición de lugar del caso hispano. Las características del medievo peninsular son ideales para cualquier movimiento nacionalista, así que están expuestas a la manipulación, más o menos grosera, de cualquier “padre de la Patria” de ocasión. La visión nacionalcatólica de la dictadura franquista es el ejemplo más obvio: un par o tres de generaciones de españoles crecieron sufriendo las historias sobre la “pérdida de España”, La Reconquista, Isabel y Fernando el-espíritu-impera-moriremos-besando-la-sagrada-bandera o El Cid Campeador, figuras glorificadas y deformadas hasta la náusea, de tal forma que uno era perfectamente capaz de imaginarse al pobre Rodrigo Díaz de Vivar con su bigote y luciendo la camisa azul con el yugo y las flechas. El comprensible hastío y el rechazo hacia esta historiografía burda y tendenciosa que supuso el fin de la dictadura le han hecho un flaco favor a unos cuantos personajes históricos, que son popularmente percibidos como más fachas que el cuñado de Franco.

Sin embargo, con la llegada de la democracia, el testigo ha sido recogido de nuevo por los nacionalismos periféricos, que en su concepción teórica de la historiografía beben de las mismas fuentes que el centralizador. Ahora se trata de negar cualquier atisbo de similitudes culturales, minimizar o eliminar las intrincadas y estrechas relaciones entre las entidades políticas medievales: los diversos territorios cristianos son una especie de compartimentos estancos completamente diferentes, ya que se pretende distanciarse del vecino lo más posible. Mágicamente, la población de los reinos peninsulares posee una conciencia nacional diferenciada, y la historiografía nacionalista habla de “pueblos”, concretamente de “libertades” o “derechos históricos” de los “pueblos”. El feudalismo además tiene la ventaja de que puede justificar casi cualquier movimiento separatista; hasta Albarracín, las Alpujarras o Nájera podrían reclamar un presunto pasado “independiente”.

Por supuesto, hasta anteayer el enfoque principal se centraba en los cristianos, y casi todo el mundo, salvo honrosas excepciones (generalmente extranjeras), tenía claro que los musulmanes estaban aquí de paso, o más bien “ocupando” una tierra que no era suya, y se les negaba incluso la condición de “españoles” (una curiosa costumbre de los historiadores patrios, la de retirar una supuesta nacionalidad española a los heterodoxos de la historia). Por lo visto, ocho siglos de estancia, o incluso más, como veremos, no le dan carta de naturaleza a un linaje familiar como originario del lugar. Al menos no a uno que se salga del prototipo establecido como “correcto”…por el nacionalismo imperante. ste prejuicio de obvio origen religioso ha pasado a un segundo plano y afortunadamente los estudios sobre Al Andalus han experimentado un espectacular avance en épocas recientes. Algunos de ellos movidos, como ya lo habrán adivinado, por el deseo de de reivindicar un pasado propio – diferente, obviamente – de mucho aspirante a nacionalista andaluz.

Así que no resulta muy sorprendente que la interpretación de la época medieval hispana haya sido brutalmente deformada durante bastante tiempo, y que esto se haya traducido en una imagen popular que parece sacada de un alucinante mundo paralelo. Si se pasean por los artículos de temática medieval que jalonan la Wikipedia, versión en castellano, catalán o gallego (lo siento, de euskera no entiendo ni jota), no les costará mucho encontrar absurdos paralelismos con épocas recientes, párrafos de marcado tinte aldeanista (algunos no llegan ni a nacionalista) y otras barbaridades por el estilo, la mayoría tendentes a dejar claro que su tribu no es España, o al menos, son otra España mejor y distinta al resto, y por supuesto, que ellos estaban primero.

El error fundamental, ya sea deliberado en el caso nacionalista, o repetido por imitación, consiste en interpretar desde una óptica contemporánea el contexto social, político y cultural de la Edad Media. Señores, el medievo no tiene absolutamente nada que ver con el siglo XX o XXI. Nada. La sociedad es diametralmente opuesta a la nuestra, y los conceptos políticos, empezando por las nociones modernas de estado, territorialidad o “pueblo” se parecen como un huevo a una castaña. Los reinos y señoríos medievales son estrictamente patrimoniales; el territorio no es un marco de convivencia de una comunidad cultural más o menos homogénea que se dota de instituciones, sino el principal medio de producción de riqueza, y por tanto, propiedad privada de un señor o un grupo elitista. Hablando en plata, son negocios familiares. La mentalidad de todas las clases sociales es radicalmente distinta a la presente. Los paralelos con la situación actual son por tanto, sencillamente improcedentes. Intentar plantear un cansino e interminable debate sobre el modelo o la estructura del Estado de hoy yéndose al siglo XIII es directamente una aberración. Por otro lado, no sé si ustedes están en condiciones de ilustrar las diferencias culturales entre un campesino leonés del siglo XII y su homólogo castellano, yo desde luego no osaré hacerlo. O de uno catalán, más allá de suponer que hablaban una lengua romance algo diferente. En cuanto a las clases altas, como muestra un botón: tras la conquista de Mallorca por Jaime I, parte de la isla pasa a manos de don Pedro…infante de Portugal, a cambio de los derechos del portugués al condado de Urgell. Después, el hombre cambiará sus posesiones mallorquinas por unos señoríos en Valencia. ¿Dirían ustedes que cualquiera de estos territorios ha sido dominio portugués? ¿A que no? En definitiva, mentiras enormes que han convertido un período apasionante en una acumulación de mitos absurdos, una descarga de frustraciones y complejos varios de época reciente. La Edad Media se ha utilizado en España como campo de batalla de controversias modernas, dejándola hecha un auténtico vertedero de despojos políticos.

Que además son extremadamente difíciles de borrar una vez implantados en el inconsciente colectivo. Porque ya me dirán ustedes cómo se puede llamar “Reconquista” a un período de 800 años sin reírse, y sin embargo, el término ha hecho fortuna quedando ahí, para la posteridad (que por cierto, veremos de dónde sale tal barbaridad). Así que ya va tocando desfacer el entuerto y poner las cosas en su sitio: vamos a tratar en esta serie de encontrar el trauma infantil español y rescatarlo de la absurda dicotomía “España Una-y-Eterna versus Españas Pluri-Taifa-nacionales”. En el próximo episodio, empezaremos por la invasión islámica con “Pateras lejanas”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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