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La conquista de América (II): La horda no nace, se hace

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La valoración del conquistador español ha sido uno de los campos de batalla tradicionales de la historiografía. Para unos, encarna el espíritu del último caballero andante en el ocaso de la Edad Media, una especie de Quijotes trasnochados. Resumiendo, la típica deformación del romanticismo. Para otros, un psicópata asesino sediento de oro, que se plantó al otro lado del Atlántico con la sola idea de destruirlo todo y arramblar con el botín. Esta es la del indigenismo, nacionalismos iberoamericanos y en general admiradores de la Leyenda Negra. Y por supuesto, todos mienten.

Todo este rollo introductorio sólo sirve para que quede claro que, tal como amenacé en el anterior artículo, la saga continúa; en esta nueva entrega nos acercaremos a la guarida de la bestia, para cotillear a la horda por dentro, a ver qué le da tanto repelús al prejubilado Chirac.

Nuestro endeudado protagonista (el adelantado, no Chirac), una vez encontrados los socios capitalistas y comprado el equipo a crédito, procedía al reclutamiento de voluntarios para ir a las Indias. El éxito o fracaso del enrolamiento, al igual que hoy en día ocurre con las ofertas de Infojobs, dependía de la fama del capitán, de los bulos y rumores que corrían sobre la riqueza de las tierras a conquistar (por ejemplo, Chile tenía muy mal cartel), y de la coyuntura económica y social. Era frecuente que los voluntarios procediesen de las regiones más afectadas por la crisis económica (sí, lo han adivinado, andaluces, extremeños y castellanos, aunque los vascos aparecen en muchas conquistas tardías), y que primara las relaciones de paisanaje. El caso extremo es el de Pizarro, que para su última y triunfal expedición al Perú se pasó antes por su pueblo a reclutar amigos y familiares.

Así que por el banderín de enganche se dejaban caer todos los que en la sociedad de la época tenían el futuro más negro que el asesor de imagen de Maria Antonia Iglesias; ex soldados sin compañía, artesanos arruinados, campesinos sin tierras, hijos segundos o terceros de familias acomodadas, funcionarios sin empleo, o bien aquellos a los que les convenía poner distancia (un océano más o menos) entre ellos y el Emperador, como algunos ex comuneros, o a quienes la Inquisición tenía interés en hacer unas cuantas preguntas. Ni siquiera los capitanes eran de extracción noble, ni importantes mercaderes, como algunos descubridores; no se puede decir que el conquistador estuviera muy bien visto socialmente. En resumen, un conjunto de especimenes muy abundante en la Europa de aquél tiempo; los desheredados sociales.

Lógicamente todos perseguían mejorar su suerte como fuera, y alcanzar el ideal de todo español que se precie de serlo a lo largo de los tiempos; vivir bien sin dar ni golpe. Ni conseguir tierras de labranza, ni nada por el estilo, el objetivo era obtener lo que se conocía como “repartimiento de yndios”, invento español que se compone de un señor viviendo a costa de un lote de indios que trabajan para él.

La creencia de que la mayoría de los conquistadores eran militares profesionales es falsa. Cada uno de los enrolados participaba en la empresa, poniendo además el equipo militar de su propio bolsillo. Esto puede parecer una tontería, pero entonces no existían esas flamantes factorías de material bélico al por mayor que son el orgullo del primer mundo, así que se trataba de equipo muy valioso y necesario. En función de lo que aportasen, su participación en el botín aumentaba; un peón llevaba una parte, un ballestero o arcabucero llevaba una y media. Enrolarse con caballo suponía dos partes. Incluso algunos perros entrenados para la guerra llevaban su parte también. De esta manera, la expedición se convertía en una empresa comunal, donde había participado cada uno de sus miembros. Por ello, el capitán era muy consciente de que, a pesar de tener el mando, no podía dirigir la hueste abusando del famoso método de gestión empresarial conocido como PYLD (Porque Yo Lo Digo), sin arriesgarse a que la Asamblea de Socios lo destituyese a punta de arcabuz. El capitán ordenaba, y los soldados se dejaban ordenar, pero no solía disfrutar de muchos privilegios.

Como habrán adivinado, queridos lectores, el oficio de conquistador no era precisamente una ganga. Uno apostaba todo lo que tenía, hasta su propio pellejo, a cambio de una arriesgada e improbable oportunidad de enriquecerse. El que entraba a formar parte de una empresa de conquista y vivía para contarlo, si no conseguía repartimientos o puestos de funcionario para vivir holgadamente toda su vida, como aquellos estancos que ponía Franco, no tenían muchas veces más remedio que volverse a enrolar en otra y tentar la suerte una vez más. Así se entraba en un círculo vicioso del que la forma más habitual de salir era con los pies por delante o acabar en la más completa miseria. Era por lo tanto un oficio que todos consideraban transitorio, y el hecho de llevar mucho tiempo en él era una indudable señal de fracaso.

Cuando se habla, pues, de la codicia del conquistador como un rasgo de carácter, se ha de tener en cuenta que es la típica del que busca desesperadamente mejorar su posición en una sociedad donde no te quedan muchas opciones, en unas condiciones extremas. En un ambiente hostil, empezando por el clima, y rodeado continuamente de enemigos, o receloso de sus propios aliados, tampoco es muy extraño que se realce habitualmente el espíritu combativo de la hueste indiana.

Y aquí llegamos a una parte polémica. Se ha escrito mucho sobre las terribles crueldades que los españoles, en efecto, cometían con los indios; quemarlos vivos dentro de sus cabañas, mutilarlos o aperrearlos, entre otras represalias espantosas. Estas acciones ocurrieron habitualmente, pues los españoles trataban en muchos casos de atemorizar de la forma más rápida y eficaz a un enemigo mucho más numeroso que ellos. Y por otro lado, para espanto de los que gustan de la corrección política, en las guerras europeas de la época son bastante frecuentes las historias de este estilo (y de épocas posteriores, véanse “Los desastres de la guerra”, de un tal Goya, o la que se organizó durante el último Adolf Hitler’s European World Tour). No es difícil imaginar que no les doliera mucho perpetrarlas con los indios, que no sólo no eran blancos, ni europeos, sino que ni siquiera eran cristianos. Y hablaban raro, además.

Es muy común hablar de la curiosa combinación de Medievo y Renacimiento en la mentalidad de los conquistadores. Y es curioso comprobar como los rasgos que se suelen asociar al renacentismo y que ya hemos comentado (codicia material, combatividad de “condottiero”, etc) suelen presentarse de forma negativa. En ese sentido, un aspecto que sí se corresponde con una mentalidad puramente medieval, y que ha sido muy remarcado en positivo, sobre todo a la hora de representar al conquistador como un caballero andante, es su religiosidad. Es indudableque profesaban una fe cristiana profunda y sincera, pues incluso en casos en que el exceso de celo religioso puso en peligro las vidas de todos, como es el de Cortés ofendiendo a los dioses aztecas y erigiendo un altar cristiano en su lugar (que hay que tenerlos cuadrados, en pleno Tenochtitlán), no se registró ni el menor asomo de motín, ni peticiones de dimisión, ni manifestaciones por la libertad. Mentalidad medieval que también se manifiesta en la tendencia supersticiosa a creerse todo tipo de mitos y leyendas de forma acrítica, y que llevará a muchas huestes a perseguir frenéticamente Eldorados, ciudades de oro de Cíbola, y fábulas similares.

Pero no sólo de barbudos, recios y austeros mozos castellanos vive la hueste. El pacato y meapílico pudor de la historiografía hispana tradicional ha borrado del mapa otra parte importante de la tropa conquistadora; las soldaderas. Formaban aproximadamente el 20% de la tropa conquistadora, acompañando a los soldados con la esperanza de, una vez terminada con éxito la conquista, casarse con alguno y vivir como “Señora de”. Lo cual tampoco era sencillo, si tenemos en cuenta que muchas indias se amancebaban tranquilamente con los españoles sin necesidad de tener que casarse con ellas, ni les pedían que bajaran la basura, y lo que es más importante, no se enfadaban si se cepillaban a la india de la choza de al lado. Si uno se molesta en mirarse las crónicas de entonces, y no los imaginativos refritos de después, encontrará unas cuantas referencias a estas mujeres, que no dudaron en empuñar espada y rodela si la ocasión lo requería. Una de las más conocidas es María de Estrada, más que nada por salvar la vida a Cortés durante la Noche Triste.

Una vez reclutada una parte de la hueste en España, se solía completar con una nueva leva al llegar a las islas de las Antillas. Allí se podía encontrar voluntarios dispuestos a enrolarse de nuevo en otra empresa de conquista, especialmente apreciados por su experiencia y su adaptación al medio. También se incorporaban a ella los principales y también silenciados protagonistas de la conquista; los propios indios, parte fundamental de una hueste indiana.

Y cómo no, aquí se producían todo tipo de deserciones de última hora. Es por ello por lo que el capitán de la hueste, una vez desembarcados los hombres en el punto indicado, y antes de internarse en terreno desconocido, ordenaba el alarde, que servía para saber la composición exacta de la expedición. Los soldados formaban para revista con su variopinto y anárquico equipo, junto con los indios, los caballos, los perros, y toda la impedimenta, y se efectuaba entonces el recuento.

Y aquí dejamos a los socios compromisarios de esta curiosa cooperativa preparados para lanzarse a la aventura, que eso será cosa de relatar en el siguiente capítulo: Hondonadah de Yoyah.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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