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El mito de Esparta (III): Si hay que ir se va, pero ir pa ná, es tontería

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En este capítulo de la saga lacedemonia, le daremos un repaso a la forja del mito político-militar de nuestros cejijuntos protagonistas, las Guerras Médicas… sí, amigos, ¡es la hora de las tortas! Como ya vimos en la anterior entrega, a base de repartir cantidades industriales del producto típico espartano, las hostias como panes, estas simpáticas y risueñas gentes habían montado una original, brutal y esquizofrénica sociedad donde casualmente se reservaban todos los derechos políticos a cambio de sufrir una disciplina militar de por vida, porque a la fuerza ahorcan, y porque al principio duele un poco pero después te gustará, tontorrón.

Los griegos antiguos son famosos por pasarse prácticamente toda su historia atizándose entre ellos, disputándose cada valle, riachuelo o montañita, y aliándose y traicionándose a cada momento. El paraíso de la política y su continuación por otros medios, el sueño húmedo de cualquier jugador de Risk. ¿Cómo se manejaban los espartanos en este terreno? Pues básicamente, la directriz principal y casi única de estos tipos en su relación con los demás estados griegos a lo largo de la historia será “¡¡¡a mí no me cambiéis ná, que se quede tó como está!!!”. Ni siquiera en las épocas en las que por avatares de la política exterior (dicho de otra manera, por su habilidad para alicatarte la cara a leches) Esparta se vea empujada a actuar de gran potencia, su objetivo será otro que el de mantener su parcelita sin tener que introducir ningún cambio social o político, y para conseguirlo no les temblará el pulso a la hora de dejar a sus aliados con el culo al aire o ciscarse en las “libertades” de los griegos frente a la amenaza locaza persa.

[pullquote]Así, Argos, Mégara o Corinto, las polis más importantes de la zona, no tuvieron otro remedio que aceptar la tutela del primo de zumosol, que se convirtió en su aliado y líder de la Liga del Peloponeso[/pullquote]Después de construir su estado y someter a los hilotas, los espartanos empezaron a mirar un poco por encima de su boina, sólo un poco: concretamente echaron un vistazo a su alrededor y aseguraron su posición en la península del Peloponeso por el método de repartir aún más cera a sus vecinos, para que no les tocaran lo suyo. Así, Argos, Mégara o Corinto, las polis más importantes de la zona, no tuvieron otro remedio que aceptar la tutela del primo de zumosol, que se convirtió en su aliado y líder de la Liga del Peloponeso. Que si bien permitió que los espartanos se dedicaran con tranquilidad a su rústico y castrense modo de vida, a la larga les creará problemas, porque los corintios…ah, los desgraciaos de los corintios…Pero esa, parafraseando a Conan Rey, esa es otra historia.

Trasladémonos ahora a la época en que el lobby gay oriental decide lanzar una OPA hostil sobre los viriles efebos griegos del otro lado del mar Egeo. El verdadero papel de Esparta contrasta bastante con el mito revisitado en la película y el comic de Frank Miller, mito que se basa en dos acontecimientos principales; la negativa de Esparta a aceptar la sumisión a Persia y la dichosa batalla de las Termópilas. Si bien ambos episodios concretos son incontestables, la visión de conjunto de las Guerras Médicas deja la leyenda un poquito por los suelos.

En el año 499 a. C., las ciudades jonias, en la costa occidental de la actual Turquía, se rebelan contra el rey persa, Darío I, y corren a pedir ayuda a sus primos de la Grecia continental. La principal potencia militar helena, Esparta, responde valerosamente que es que ahora mismo le viene malamente, que si hay que ir se va, pero que ir pa ná… los únicos que finalmente ayudan a los jonios son Eretria y Atenas, a las que Darío cogerá algo de manía desde entonces. Así que en 490 envía emisarios a todas las polis griegas exigiendo el agua y la tierra, símbolo persa de sumisión. Todas aceptan excepto Atenas y Esparta, que en una muestra de dominio del sutil arte de la diplomacia, los arroja a un pozo al grito de “¿Queréis agua y tierra? ¡Pues hala, a beber, a beber!”, hito culminante en las relaciones internacionales hasta la aparición en la historia de los aragoneses. Huelga decir que hasta para los estándares griegos esto se consideraba un pelín maleducado.

Después de semejante éxito diplomático, Darío organizó una expedición para invadir Grecia y desembarcó en Maratón. Los griegos que salieron a defender la libertad, la justicia, occidente y bla bla bla y obtuvieron una resonante victoria fueron los atenienses. ¿Y los espartanos? Pues mandaron a 300 hoplitas (parece que tenían algún tipo de fijación con el numerito) pero qué mala suerte, oye, que llegaron tres días después de la batalla, porque hay que ver a quién se le ocurre pelear en la Carneia, que pilla en festivo y hay que ver cómo estaba el tráfico en el istmo de Corinto.

El sucesor de Darío, Drag Queen Jerjes I, superenfadado que te cagas, tía, decide vengar la derrota de papuchi. Un enorme ejército persa invade Grecia desde el norte, así que Atenas y Esparta se alían y acuerdan dar el mando militar terrestre a los espartanos, únicos soldados profesionales de Grecia, y el marítimo a Atenas. La primera línea de defensa es el paso de las Termópilas, por tierra, y el cabo Artemisio por mar, donde una flota ateniense impedía que los persas desembarcaran por detrás del desfiladero. Y hete aquí que de nuevo a los espartanos les viene mal, qué coincidencia que otra vez son las fiestas de la Carneia y que ellos en festivo no luchan. Pueden disertar sobre el significado de incumplir esta prohibición y sobre el sacrilegio en la Grecia Antigua, pero ya les adelanto yo que los casos en que una ciudad griega se pasa las prohibiciones religiosas por el forro cuando les interesa son abundantes. Hasta los propios oráculos lo hacen. Al final se les cae un poquito la cara de vergüenza y tras largas discusiones típicamente griegas, se presenta uno de sus reyes (a los espartanos les daban dos), Leónidas, con 300 hoplitas de su guardia personal. Todos conocemos cuál fue el resultado, por obra y gracia de 2500 años de marketing patriótico, y quién pasó a la historia, a pesar de que, por contraste, palmaron todos los tespios varones en edad militar (y eso que, además de ser una polis mucho menos importante que Esparta, ellos no eran militares profesionales), una pila de focidios y locrios y por supuesto, los dos hilotas que cada espartano llevaba como asistencia personal.

Como resultado, los persas invaden Beocia y el Ática y arrasan Atenas, que en previsión había evacuado a todos sus habitantes. En la batalla de Salamina, los atenienses destrozan a la flota persa y evitan así una invasión por mar del Peloponeso. Mientras tanto, Esparta mira valientemente desde la segunda línea de defensa griega, tras el istmo de Corinto (mírese el mapa, hombre de dios, que para eso lo he anarroseado…). Cuando Atenas ya lleva sufridas unas cuantas expediciones persas por el Ática a su costa y no hay señales de los lacedemonios que, no olvidemos, lideran la coalición, empieza a sugerir que aquello es una tomadura de pelo, y que, o salen al campo a pelear o firman la paz que les ofrecían los persas, que ellos son muy griegos y muy libres, pero no gilipollas. Ante la amenaza, los espartanos se presentan en la decisiva victoria de Platea, que libraron contra los más ligeramente armados persas, mientras los atenienses se comían el marrón de lidiar con las falanges beocias. De nuevo la gloria inmortal para Esparta, entre otras cosas por el afán de ocultar el vergonzoso hecho de que muchos griegos pelearon esa batalla del lado de Persia.

Así que el balance de los ciudadanos-soldado en tan famosas guerras se resume en una incomparecencia, una aparición a título personal de uno de sus reyes para salvar la honra de la polis y la presencia en Platea obligados por la amenaza de quedarse solos. Esto, a pesar de contar con los mejores combatientes de Grecia. Eso sí, comparado con las demás ciudades griegas importantes, exceptuando Atenas, es un papel digno, y encima van y ganan, pero desde luego, no muy glorioso que digamos.

Pero no crean que esto acaba aquí, no. El resultado de esta guerra va a ser, paradójicamente, enredar a los espartanos en “las cosas de los de fuera”, que en el fondo, les importaban un pimiento. Más sobre la curiosa política exterior espartana y sus fazañas bélicas en el próximo episodio, “Yo fui una potencia mundial adolescente”, o “La política no es para mí”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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