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Breve historia de la esclavitud (VII): Negros vendo y para mí no tengo

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No hay que perder de vista al hablar de la trata atlántica de esclavos el hecho de que este comercio no sólo tenía importancia por el puro y simple hecho de ser un producto rentable, sino por el rendimiento que se le sacaba como fuerza productiva. Esto, que parece una obviedad (bueno, qué leches, lo es, para qué engañarnos), suele pasarse por alto a la hora de valorar el fenómeno globalmente. Porque en algunas zonas de América se puede hablar de nuevo con propiedad, por primera vez desde los tiempos del Bajo Imperio romano, de una sociedad esclavista.

Ciertamente, por sí solo el negocio de la trata era muy apetitoso; se calcula un total aproximado de 11 millones de esclavos en el periodo del siglo XVI al XVIII para las colonias de Sudamérica y el Caribe, siendo las principales receptoras las portuguesas, españolas, inglesas, francesas, holandesas y danesas (sí, Lars también llegó a América). Pero si nos ponemos las gafas de leer, vemos además que fue en aumento exponencial. Lógico, ya que mientras que durante el siglo XVI españoles y portugueses se limitaron a extraer plata y productos agrícolas como buenamente pudieron, a finales del XVIII asistiremos a la explotación intensiva, racional y planificada de prácticamente todo el continente por los “déspotas ilustrados” de Europa, mejorado por el progresivo desarrollo tecnológico. Un auténtico boom del negocio esclavista, sí, pero también cantidades ingentes de todo tipo de productos y bienes que fluyen hacia Europa extraídos mediante el trabajo forzado del hombre negro. Las naciones que se llevaron el gato al agua en este mercado mundial se colocaron en la primera línea de salida de la carrera hacia el capitalismo y la industrialización, con una destacada por encima de las demás; Inglaterra.

Después de que los portugueses empezaran a traficar con negros por toda la costa, los holandeses, esos retorcidos calvinistas siempre ávidos de beneficios, vieron enseguida la oportunidad de negocio, así que una de las actividades de la famosa Compañía de las Indias Occidentales durante el XVII consistió en robarles a los portugueses la mercancía en el mar y venderla de contrabando. Para ellos era muy práctico y se adaptaba muy bien a su particular situación geopolítica: en guerra casi permanente con el Imperio español, y sin territorios ultramarinos atlánticos que llevarse a la boca, la prosperidad de los “mendigos del mar” se basaba en su impresionante flota comercial, o en otras palabras también, donde pone comerciante lea pirata. Más tarde la Compañía invadió el norte del Brasil (¿nunca se ha preguntado de dónde sale gente como Xuxa?) y estableció un régimen esclavista intensivo que sólo abandonó cuando dejó de serle rentable.

El Caribe y el Atlántico bullirán de contrabandistas, mercaderes, corsarios y piratas que roban y trafican con todo tipo de mercancías, entre las que el negro es una de las principales. Al predominio holandés sucederá a finales del XVII el de franceses, y sobre todo ingleses, que acabarán copiando y superando con mucho a sus maestros holandeses (y dándoles de collejas, por supuesto), convirtiéndose en la potencia naval predominante con todo lo que eso conlleva. Si cogen ustedes un libro de historia del siglo XVIII, leerán que al acabar la guerra de Sucesión española, por la paz de Utrecht de 1713, Inglaterra (como potencia vencedora) recibe de España en compensación por reconocer a Felipe V como rey el famoso Derecho de Asiento. Y se queda tan contenta. Razones tenía, porque esto, que leído así parece un churro patatero a cambio de ganar una guerra “cuasimundial”, era la bonoloto: Inglaterra, que poseía la mayor flota del mundo y era dueña y señora del Atlántico, que lideraba la trata atlántica en el resto de las colonias europeas, obtiene además el monopolio de la trata negrera en el único territorio que le faltaba; el imperio colonial más extenso del mundo. Visto así parece un poco diferente, ¿verdad?

Las condiciones de estos esclavos negros eran particularmente horrendas en la historia de la institución. En las factorías de la costa occidental africana se separaba a las familias y se agrupaba a los individuos por edades y sexos, poniéndoles cadenas y encerrándolos en recintos vallados. Después se les vendía allí mismo o en algunos importantes centros como la famosa isla de Goreé, controlada por los franceses. Los barcos se cargaban hasta los topes, ya que la “merma de la mercancía” en la travesía atlántica se calculaba en el 15-20%. Profecía autocumplida, pues en ese estado de hacinamiento en una bodega, pasando hambre, calor y miedo, lo más normal es que muchos muriesen.

Una vez llegados a destino, a los supervivientes se les vendía en los puertos coloniales, como Veracruz, La Habana o Jamaica y de ahí directamente a la plantación, donde alrededor del 30% moría el primer año. Ningún poder colonial, ni público ni privado se molestaba en suavizar sus condiciones de vida, ni tan siquiera enseñarles rudimentos del idioma, y por supuesto nada de bautizarlos en la Fe. Es más, ni tan sólo se les tenía alguna consideración como fuerza de trabajo: eran explotados hasta la muerte, puesto que salía más barato reemplazarlos por otro esclavo que humanizar el trato para mantenerlos en buen estado. Los africanos malvivían encerrados aparte y mantenían en aquellas condiciones de desarraigo sus propias tradiciones en la medida de lo posible. No hace falta decir que a los ojos de sus amos esto los hacía aparecer como salvajes primitivos, con los que se podía cometer cualquier tropelía. Algunos se fugaban y se escondían en la jungla, como los famosos cimarrones que tuvieron en jaque a las autoridades españolas de la actual Colombia, la mayoría inevitablemente se aculturaba, y unos pocos privilegiados obtenían la libertad. Pero siempre formaron lo más bajo de la escala social americana.

La espectacularidad y dramatismo del fenómeno, un traslado masivo de población de un continente a otro que determinará una sociedad completamente nueva, la importancia económica que tiene este aporte de mano de obra explotada en el siguiente periodo, y  el eurocentrismo habitual en los historiadores, ha provocado que por comparación el otro gran tráfico esclavista de la Edad Moderna quede en segundo plano, salvo para mostrar lo malísimos que pueden llegar a ser los infieles: el musulmán. Ya hablamos del tráfico de esclavos por el Mediterráneo islámico desde los mercados orientales hasta Al Andalus y viceversa en la Edad Media. Con el auge del Imperio Otomano, y las grandes luchas del siglo XVI y XVII entre la Cristiandad y el Islam por todo el Mare Nostrum, la marina otomana o los piratas sarracenos tomarán aproximadamente un millón y medio de esclavos cristianos entre el XVI y el XIX, que llenaron galeras, harenes, palacios y casas importantes por todos los territorios controlados por la Sublime Puerta (ya, es un nombre un poco tonto, pero es el oficial, qué quieren que le haga). El estímulo del poder turco también provocará un aumento del tráfico de esclavos negros, en este caso procedentes de la costa este de África; millones de esclavos etíopes, nubios, sudaneses, o de los territorios de la actual Tanzania o Mozambique, harán el triste camino hacia el Asia musulmana a través del Golfo Pérsico, el Índico o las rutas caravaneras.

Al ocuparse de la Edad Moderna, de nuevo encontramos una herencia de toneladas de hipocresía en la historiografía patria (en las demás también, pero yo es que soy un chauvinista). Si para el periodo anterior se había silenciado tradicionalmente la existencia de la trata de personas entre naciones cristianas, incompatible con el mensaje de la Iglesia, con el descubrimiento y conquista americana el panorama historiográfico muta ligeramente para adaptarse a las circunstancias, que en esto la Santa Madre es una verdadera maestra. Entre los múltiples cambios que se dan durante la Edad Moderna, uno de los más importantes, y que me he dejado adrede cuando hablé de ellos en el anterior artículo, es el de la Reforma protestante. De la manita del afianzamiento de los primitivos “estados nacionales”, la cristiandad sufre una convulsión; el cisma, o mejor dicho, los cismas son un hecho. Los historiadores españoles, como fieles católicos, tienen campo abierto para tratar el tema de la esclavitud negrera, pero evidentemente la practicada por luteranos, calvinistas y anglicanos. Ah, y los franceses, que aunque sólo lo son a medias, todo el mundo sabe que son unos groseros, unos libertinos y además medio maricas. Así que mágicamente la esclavitud vuelve a aparecer en la historiografía católica, pero eso sí, al margen de la Corona española. Las naciones católicas no trafican con personas, las convierten a la Fe. ¿Portugal? El caso es que me suena…cae cerca, ¿verdad?

En definitiva, tanto por el este como por el oeste, el continente africano se desangra a lo largo de tres siglos, y el hombre negro paga el pato de la pujanza de los europeos (y árabes y turcos en menor medida). Sobre el sacrificio de millones de esclavos se construye el siguiente y trascendental peldaño en la historia humana. Inglaterra sobre todo, y también algunas zonas de Holanda, acumulan las riquezas y los bienes necesarios para desatar una tormenta económica y social de dimensiones desconocidas hasta el momento…la Revolución Industrial.

La llegada del pack de revoluciones liberales e industriales trastocará completamente este estado de las cosas. Sí, más cambios, pero no me digan que no les avisé. Aunque por esta vez es suficiente, lo dejaremos para el final de la saga, donde el mecanicismo industrial y los ideales “tol mundo es güeno” dominarán el mundo. Ya saben quién gana, ¿verdad?

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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