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Breve historia de la esclavitud (VI): Érase una vez, las Américas

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A poco que uno lea sobre el tema se da cuenta de que la Historia es un proceso continuo de cambio y más cambio. Las revoluciones y transformaciones de cualquier tipo no surgen de un día para otro, sino que son el resultado de un proceso que generalmente empieza bastante antes. Para que se desate una crisis se han de dar una serie de desajustes sociales, económicos o políticos; sólo los hechos coyunturales, una batallita, una usurpación de trono, en definitiva el tiempo corto histórico, como lo llamaba el historiador francés Braudel (un señor muy prestigioso), puede ser incidental y azaroso; en los cambios a largo plazo intervienen muchos más factores.

Todo este rollo pseudomarxistilla, aparte de para que vean lo pedante que puedo llegar a ser, sirve para situarnos concretamente en los albores de la Edad Moderna. Desde mediados del siglo XIV se empiezan a barruntar síntomas de cambios profundos en Europa, tras las terribles epidemias de peste. El feudalismo del siglo XII ha mutado en otra cosa; las monarquías inician un proceso de fortalecimiento de poder frente a la nobleza. El pacto privado entre señor y vasallo típicamente feudal va dejando paso al reconocimiento de una autoridad real, ejercida a través de tres patas de un mismo banco: hacienda, ejército y justicia. Económicamente la población crece: en el campo hay una fiebre por poner tierras en cultivo, las ciudades resurgen (por lo que la “industria” y el comercio se revitalizan) y de su manita aparecen nuevas clases sociales que no encajan en el cerrado modelo medieval de oratoresbellatores y laboratores, para entendernos, clero, nobleza y campesinado. Como siempre que las transformaciones socioeconómicas desbordan el corsé político, estallan unas cuantas crisis, muere gente y todo se acaba reajustando al nuevo modelo. Este proceso es el que algunos llaman la aparición de los “estados modernos”. No los de ahora, evidentemente, porque se parecen como un huevo a una castaña, aunque sí serán la base territorial y política de unas cuantas sopranos principales en la historia mundial. A mediados del siglo XV los cambios se ven claramente por toda la cristiandad, y por ello se justifica aquí este paso de Edad Media a Edad Moderna, que cada autor pone donde le sale del cimbrel, pero siempre alrededor de esta época: el final de la mal llamada Reconquista y la unión política española, la consolidación de Francia e Inglaterra, la caída del Imperio Bizantino, el Renacimiento, y dejándolo para el final a propósito, los inicios de la expansión fuera de Europa. Como vimos aquí, los dos países ibéricos, Portugal y España (más propiamente Castilla), reunían las condiciones necesarias para dar un paso decisivo que cambiará el panorama de la humanidad para siempre; la Era de los Descubrimientos.

Por entonces los portugueses habían ocupado Azores y Madeira, y establecido factorías por toda la costa africana hasta muy al sur; para llegar allí sus carabelas daban lo que llamaban La Volta por el Atlántico, lo que además les ponía muy cerquita de la costa brasileña, a la que probablemente arribaran antes de que los castellanos pusieran el pie en el Caribe. Castilla no se quedó atrás, y conquistó las Canarias, ocupó Ceuta, Melilla y otras plazas africanas y como remate, financió las trascendentales expediciones de Colón. Nuevas tierras para conquistar, nuevas oportunidades económicas para un excedente de población sin futuro en Europa, nuevos pueblos paganos que probarán las delicias de la cruz y la espada, y también nuevos mercados. Entre ellos, el de esclavos, por supuesto. En esta época comienza a anunciarse lo que vendrá después: el número de negros africanos en los mercados de Nápoles, Sicilia o Génova aumenta sensiblemente a finales del siglo XV.

Pero el cambio dramático se producirá cuando España y Portugal se encuentren con enormes extensiones de tierra americana que explotar. Gran parte del territorio estaba habitado por grupos de indios en estado tribal, que desconocían absolutamente los placeres de la organización jerárquica y el trabajo forzado, así que no servían como mano de obra: abrumados por el extraño y brutal régimen que les impusieron los nuevos amos europeos, no sobrevivieron a éste. El maltrato, el trabajo obligatorio, las enfermedades y la imposibilidad de asimilar psicológicamente algo que no entendían, acabaron por llevarles a la extinción. Sólo en los territorios de los grandes imperios precolombinos los españoles dispusieron de mano de obra india “aprovechable”, ya que estos sí conocían la cantinela europea, similar a la de sus anteriores señores, pues por ejemplo en el imperio azteca menudeaban los esclavos (tlacotin). Además, se desató la cuestión de la condición del indio, que como vimos antes, no es más que una continuación de las doctrina moral bajomedieval. Los prelados peninsulares y el Papa determinaron que el indio no sólo tenía alma, sino que no se le podía considerar infiel, puesto que no había conocido aún la Fe Verdadera. Así que se decidió que el procedimiento correcto era evangelizarlo pero no esclavizarlo. Obviamente al conquistador esto le importó una higa, y se hizo amplio uso de la servidumbre entre los indios, aunque técnicamente no se les podía reducir a la categoría jurídica de esclavo.

Así que nos encontramos con vastos territorios sin mano de obra que llevarse a la boca. Los colonizadores de la época son generalmente varones solteros jóvenes, sin perspectivas de prosperar en la Península, en cuya mentalidad no cabe el hecho de emprender una arriesgada conquista para acabar plantando cereales, tal como les estaba destinado de haberse quedado en casa. Por no hablar de que la emigración blanca no fue ni mucho menos masiva ni despertó gran entusiasmo en sus inicios. ¿Cómo resolver la cuestión? Uno de los primeros pájaros que entrevieron una solución fue el zorro de Fernando de Aragón, que siendo por entonces regente de Castilla despachó una autorización para importar negros africanos a las islas antillanas españolas. El apaño era ideal, puesto que a diferencia del indio, la autoridad moral imperante (los de la tiara) dictaminó que los negros no tenían alma, así que hablamos de cosas completamente sometibles. Y encima se compraban en los mercados mediterráneos, en los que la Corona de Aragón tenía grandes intereses. Durante el reinado del emperador Carlos I, la Corona española comenzó a otorgar lo que se menciona como “Derecho de Asiento”, eufemístico recorte de nombre del “Derecho de Asiento de Negros”. ¿A que dicho así queda mucho más claro? ¿Por qué será que ha pasado a la historia con el primer nombre, que además se menciona de pasada?

El asiento es una concesión de monopolio por parte del estado a un particular, en este caso el del tráfico de esclavos negros a las colonias americanas controladas por los españoles. El primer beneficiario de este derecho fue la señora esposa de uno de los consejeros valones de Carlos, pero pronto, hacia 1595 el privilegio recaería en los verdaderos reyes del negocio negrero: los portugueses. Toda la costa occidental africana hasta Angola era un hervidero de “factorías comerciales”. El sistema era sencillo: a cambio de productos como alcohol y armas, los diferentes reinos tribales africanos se lanzaban alegremente a la caza de congéneres que entregaban a los lusos, los cuales ni siquiera tenían que adentrarse mucho en el continente ni recurrir a la conquista para obtener ingentes cantidades de esclavos, con destino a sus propias colonias, o a las extranjeras. Brasil, o el Caribe español, incluidas las costas del Norte de Sudamérica (actuales Venezuela y Colombia) se llenaron pronto de esclavos negros a los que se les reservaba las tareas que requerían mayor resistencia y esfuerzo, como recoger el oro de los cauces fluviales, o las plantaciones de caña de azúcar, tabaco y otros productos exóticos de las zonas tropicales. El principal destino de los millones de negros llevados a América a la fuerza es el Brasil portugués, con casi el 40% de los esclavos, seguido por las colonias británicas de Norteamérica, y en una modesta medalla de bronce se encuentra el Imperio español, debido desde luego a la gran densidad de población de las zonas de México o Perú que ocupaban aztecas e incas. Ventaja que no tenían portugueses ni anglosajones, pues no había más que grupos tribales en sus colonias, así que procedieron a quitárselos alegremente de en medio. Que si no de qué nos iban a quitar el primer puesto, hombre.

Aquí empieza una inmensa tragedia para otra etnia sobre cuyo sudor y sangre se sentaron las bases que permitieron dar paso a nuestro ubicuo amiguito moderno, el capitalismo. En el siguiente episodio veremos cómo se desarrolla este proceso en “Negros vendo y para mí no tengo”.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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