Cuadernos

Biografías: Antonio Pérez

Por  | 

Ando ciertamente perplejo con el revuelo que se ha organizado alrededor de las filtraciones de documentos de la diplomacia estadounidense, cortesía de Wikileaks. No es que me parezca mal que se aireen secretos de estado de vez en cuando, al contrario, lo encuentro una sana e higiénica costumbre, pero no deja de ser algo sorprendente que lo más llamativo hasta el momento haya sido descubrir que Gadafi lleva la cara henchida de botox o que Berlusconi y Putin se llevan a partir un piñón. Da la impresión de que el propio gremio periodístico, que antaño era capaz de destapar escándalos estilo Watergate, anda limando los cuernos del astado. Da la impresión de que a la postre no saldrá nada realmente jugoso de este asunto, que quedará en una cosita light y descafeinada, signo de los tiempos, salvo quizá el peligroso precedente de ver nacer una lex Assange de fornicatio ad capillum (ya, que no sé latín, pero lo compenso con una total ausencia de vergüenza ajena). Que como tenga el mismo éxito que la ley Bosman va a convertir el ayuntamiento carnal sin goma en una verdadera proeza clandestina. Todo esto por no hablar de la insípida reacción de la opinión pública, que se ha limitado a enarcar una ceja ante tanta revelación obvia, aunque no muy bonita.

Y es una lástima, porque todo esto no es ni mucho menos una novedad de este siglo XXI tan tecnológico, globalizado y rarete en que vivimos; la Historia está plagada de abundantes casos de “ventilación” pública de papeles comprometidos, pero de los que ponen en verdaderos aprietos a gobiernos poderosos y no este amago tan insulso, con tanto ruido y tan escasas nueces. Así que inspirado en la actualidad más actual, voy a animarles a que se dejen de comida insípida y fast-food y vengan conmigo a probar ese sabor auténtico e inconfundible de la cocina de la abuela, la de antes. Queda por lo tanto inaugurada una nueva sección en esta bitácora, la que hablará sobre esos pobres incomprendidos que un buen día, por los motivos que fueren, deciden convertirse en traidores, agentes dobles, chaqueteros y vendepatrias. Para abrir esta sección de apestados sociales y como viene siendo costumbre, he escogido un escabroso episodio de la inapreciable historia de España con un protagonista de muy altos vuelos; nada menos que Antonio Pérez, secretario de Felipe II, el rey Prudente. Que dicho sea de paso deja en mantillas el affaire Wikileaks. Vamos a ello.

Antonio Pérez era hijo de Gonzalo Pérez, eficiente secretario de Estado del emperador Carlos V y a la sazón clérigo, por lo que Antoñito tuvo que guardar las preceptivas apariencias y pasar por sobrino en su juventud. Preparada ésta a conciencia por su padre, ya que planificó cuidadosamente la carrera del “sobrinito” para convertirlo en un administrador capaz y sobre todo un político sin escrúpulos. Antonio no sólo se educó en las mejores universidades de la época (Salamanca, Lovaina, Venecia, Padua…), sino que además aprendió de su propio progenitor, que se encargó puntualmente de ponerle al día de los entresijos de la burocracia de la corte. Para colmo, el muchacho era inteligente, sagaz y retorcido, y dominaba como nadie el arte de la diplomacia. Así que cuando el viejo secretario falleció en 1566, había dejado un sucesor convenientemente adiestrado, una auténtica máquina de intrigar. Sin embargo, Felipe II era un rey patológicamente desconfiado, así que decidió que era el momento de seguir el consejo que le diera su señor padre el Emperador en su “Instrucción secreta” (básicamente, que no pusiera todos los huevos en el mismo cesto) y dividió las secretarías de Estado en dos. Antonio tuvo por tanto que conformarse con los asuntos del Norte; Francia, Inglaterra, Alemania y los Países Bajos, mientras que el Sur sería para Diego de Vargas. Cosa que, de cualquier manera, para un recién llegado de veintisiete años no estaba nada mal. Pero antes de empezar con la parte morbosa, y siempre asumiendo que han llegado hasta aquí, voy a explicarles lo que era un secretario de Estado, porque era bastante diferente del concepto actual y además porque si no no se va a entender bien nada.

Para gobernar su descomunal Imperio, los reyes Habsburgo se apoyaban en la estructura de Consejos heredada de los Reyes Católicos, modernizada y ampliada para cubrir las necesidades de tan enorme cantidad de reinos tan distintos. Pero por otro lado, y sobre todo Felipe II, querían supervisar todas las decisiones que se tomaban, que para eso eran tan absolutistas ellos. Como se podrán imaginar, la cantidad de papeleo que generaba un gobierno tan extenso era ingente, siendo prácticamente imposible para un hombre solo llevar el despacho de los asuntos al día, por no hablar de que cada carta o petición podía tardar meses en llegar al rey desde la otra punta del mundo, demorándose otro tanto la respuesta, de forma que a veces el problema ya había desaparecido solito o mutado en otro peor. Aquí entra al rescate el secretario: se trataba de hombres de confianza del monarca, cuyo cometido era leer y clasificar toda la correspondencia que llegaba a la corte, presentándola al rey. Una vez éste decidía a qué Consejo tocaba tratar el tema, el secretario se presentaba allá con las instrucciones pertinentes del monarca. Cuando terminaban las deliberaciones (recuerden que hablamos de España, y por tanto podían ser extraordinariamente largas), nuestro hombre volvía al rey con las recomendaciones del Consejo para que tomara una decisión final, que se despachaba de vuelta. Este intrincado proceso podría pues haber paralizado la Monarquía si no hubiera sido por la figura del secretario, que como hemos visto no era un simple burócrata, ya que tenía acceso directo al rey y trataba los temas con él, pero tampoco llegaba a ser un ministro, puesto que no podía tomar decisiones por sí mismo.

Comprenderán las dificultades inherentes al cargo; no sólo había que ganarse el respeto y la confianza de un rey reacio a delegar en nadie, sino que el hecho de no ser de origen noble y ocupar un puesto tan importante te ganaba la hostilidad potencial de toda la aristocracia cortesana. Por lo tanto, un buen secretario debía saber hacer bien un trabajo altamente delicado mientras se labraba toda una red clientelar, cultivando amistades, otorgando favores y forjándose un colchón de influencias por si el viento soplaba en contra. Pues bien, Antonio Pérez se mostró como un auténtico maestro en ambas suertes. Su capacidad y buen criterio, con su dominio de los asuntos de gobierno, unidos a una gran habilidad para mostrarse algo servil y melifluo fueron la combinación correcta para camelarse a un rey inteligente y receloso, al que no le gustaban mucho los caracteres fuertes. Pronto toda la corte se dio cuenta de que aquel astuto individuo era una apetitosa puerta por la que obtener los favores y la atención del poderoso rey Habsburgo, por lo que se desataron los típicos manejos en la sombra tan queridos por las series de televisión, brillantemente utilizados por Pérez para labrarse una enorme fortuna a base de vender prebendas e influencias. De la cual hacía gran ostentación, viviendo a todo tren en su casa de Madrid o su mansión en las afueras, donde sus amistades se daban a todo tipo de lujos.

Pero en este ambiente cortesano también introdujo una dimensión política que hasta entonces había permanecido algo adormilada (entre otras cosas porque en cuanto Felipe barruntaba que un subordinado andaba tomándose libertades en este campo más allá de las tareas del cargo, le daba la patada). En efecto, había dos facciones en la corte española, más o menos difusas, enfrentadas no tanto por cuestiones de política (entiéndase exterior, porque a todos estos nobles e hidalgos los asuntos internos del reino les importaban bastante poco) como por enemistades e intereses personales. Una era la “tradicionalista”, representada por el gran Duque de Alba y el Inquisidor general, que a grandes rasgos era partidaria de aplastar a los rebeldes holandeses por la fuerza de las armas y someterlos a su señor natural, por lo que modernamente se les considera los duros, los malotes, o los “conservadores”. La otra la encabezaba don Ruy Gómez da Silva, príncipe de Éboli, favorito portugués del monarca que proponía una paz con las provincias rebeldes y por ello los ebolistas han pasado a la historia como pacifistas, “liberales” o los buenos. Como ya se figurarán, esto no son más que etiquetas que en realidad significan más bien poco y añaden más ruido que otra cosa, porque la mencionada paz que ansiaban los ebolistas debía servir para una invasión de Inglaterra, auténtica bicha de la Monarquía. Por contra, Alba se inclinaba a mantener unas relaciones amistosas con los anglos (sorpresa, ¿eh? Con la fama que tiene…), y además un destacado miembro de los supuestos pacifistas también era un experimentado guerrero, el marqués de Los Vélez, así que el teatrillo de guiñoles no es tan evidente; la cuestión es que Alba y el de Éboli irremediablemente chocaban en todos los asuntos de Estado. En definitiva y para lo que nos interesa, Antonio Pérez había sido ebolista desde siempre y con su ascenso se convirtió en un importante personaje de esta facción.

Pero hete aquí que en 1573 van a producirse muchos movimientos de piezas. Para empezar, la muerte del príncipe dejará descabezado su partido, así que todas las miradas se posarán sobre la pujante estrella del momento, nuestro ya muy poderoso Antonio Pérez. Incluida la de una inquietante figura, doña Ana Mendoza de la Cerda, de la nobilísima y poderosísima familia de los Ídem (de los Mendoooooza…), más conocida por su polémico parche en el ojo y por el título de Princesa de Éboli. Esta mujer es uno de los personajes más atrayentes de la época, puesto que no sólo pertenecía a la alta aristocracia sino que era la mujer más bella, exótica y excéntrica del momento. Que además estuviera situada en el epicentro de los terremotos políticos del XVI le da un plus de fascinación que se ha traducido en abundante literatura, mucha imaginación romántica y varias visiones distorsionadas sobre la individua; la última moda es rabiosamente feminista y trata de reivindicar su imagen de “luchadora” (aunque no se sepa muy bien cuál era su causa, suponemos que simplemente manejarse entre un grupo de hombres poderosos), deformación que desgraciadamente ha dado lugar a una horripilante película histórica made in Spain.

Lo cierto es que examinada de cerca, Ana Mendoza debía ser bastante insufrible. Con todos los mimbres que hemos mencionado, era muy complicado que no se inclinase por las intrigas palaciegas, como así fue. La de Éboli tenía una ambición desmesurada y una afición desmedida por convertirse en el centro de la escena política. Su aspiración no iba más allá que la de influir en todos los personajes y acontecimientos que pudiera; obviamente utilizaba su belleza física para ganarse adeptos y partidarios, aunque no esté nada claro hasta qué punto. Era bastante amiga de los números teatrales, como el que protagonizó tras el fallecimiento de su esposo, ingresando en un convento (pasando de sus hijos, como le reconvino el rey) y abandonándolo pocos meses después para alivio de Santa Teresa, que estaba ya hasta el moño de la Mendoza. Antonio Pérez era un objetivo irresistible para semejante pieza, además teniendo en cuenta que el rey ya la tenía calada y la había puesto en cuarentena: si no podía tener línea directa con Felipe, Antonio era el candidato mejor situado. Ya saben, a falta de pan…

Esta curiosa comunión de intereses entre arribistas sin sentido de la ética funcionó a la perfección y los dos intrigantes pasaron a liderar la facción, abriendo un fructífero negociete de filtrado y venta de documentos secretos de Estado. La leyenda popular los sitúa también como amantes, pero no existe ninguna prueba de ello; aunque la de Éboli jugara al equívoco, parece evidente que su interés mutuo era acumular poder e influencia. Muchos historiadores se preguntan cómo es posible que el rey Prudente hiciera la vista gorda ante estos hechos más o menos rumoreados o notorios, pero yo no estoy tan convencido de que Felipe fuera totalmente ciego ante los manejos de su secretario, puesto que en el mismo año de 1573 y poco antes de la defunción del Príncipe, decidió ampliar la secretaría de Estado incorporando al clérigo de oscuro origen don Mateo Vázquez de Leca, que además de muy eficiente en su oficio se convirtió en la Némesis de la pareja.

Y ahora que están todos los actores colocados en su sitio, va a comenzar el drama. Hacia finales de 1576 se estaba cociendo algo muy gordo en los Países Bajos españoles. Tras la muerte del gobernador Requesens, los tercios se amotinaron por falta de paga y estalló una rebelión general. El hombre que escogió Felipe como nuevo gobernador fue nada menos que su hermanastro, el prestigioso general Don Juan de Austria. Este, no sin cierto recelo, puesto que mantenía una tensa relación con Felipe y pensaba que el cargo era un regalo envenenado, partió a su nuevo destino junto con su secretario, Juan de Escobedo. Don Juan era un bastardo reconocido del Emperador, y era un joven y brillante militar que acumulaba la gloria del éxito de la campaña contra los moriscos rebeldes de las Alpujarras más el resonante triunfo de Lepanto. Tenía un alto concepto de sí mismo y pensaba que estaba llamado a hazañas mayores que su manchado origen le impedían. Por su parte, Escobedo era un antiguo compañero de facultad de Antonio Pérez e igualmente bien preparado, aunque todo lo que éste tenía de sagaz, aquél lo tenía de brusco. Así que el rey se lo quitó de encima asignándoselo a su hermano, con el cometido oculto de hacer de informante desde Flandes. Porque como viene siendo ya una constante cansina en este artículo, Felipe no se fiaba.

Y aquí va a comenzar el resbaladizo camino de Pérez al pozo, por querer abarcar demasiado. Don Juan comulgaba con los postulados del sector ebolista y su acción de gobierno estaba orientada a firmar una paz con los rebeldes mientras prepararía una invasión de Inglaterra, destinada a liberar a la católica María Estuardo de su prisión. El plan culminaría con una boda con la escocesa y el ascenso a rey consorte de una Inglaterra católica. Estas maquinaciones suponían adoptar una política independiente, pero no subversiva, puesto que eran leales a la corona. Sin embargo, Antonio Pérez comenzó a mantener un doble juego en la correspondencia con Escobedo; por un lado él y el rey ponían trampas a Juan y su secretario para comprobar su fidelidad, mientras que por el otro, seleccionaba las respuestas que mostraba al rey, haciendo parecer una conspiración lo que no eran más que ambiciones personales. Así que Antonio acabó convenciendo al rey de que su hermanastro pensaba traicionarle. Pero había una pieza suelta en el rompecabezas; Escobedo se plantó en Madrid en 1578 para hacer valer sus puntos de vista ante Felipe. Había que evitar a toda costa que salieran a la luz los manejos en la sombra de nuestro Antoñito, así que solicitó al monarca que empleara la “vía reservada” para deshacerse de tan molesto personaje. Nadie sabe exactamente qué es lo que llevó a Pérez a estirar demasiado de la cuerda y entregarse a un juego tan peligroso; quizá la necesidad de aparecer como imprescindible a los ojos de Felipe II, toda vez que su excesiva influencia despertaba suspicacias en el rey y que Vázquez le iba comiendo la tostada poco a poco. El caso es que con la aprobación del Habsburgo encargó el asesinato de Escobedo, que se convirtió en una chapuza a la hispana; primero trataron de envenenarlo sin éxito, y para cuando la familia de Escobedo ya pedía una investigación y los rumores señalaban a Antonio Pérez, tres espadachines lo ensartaron en una calle de Madrid el 31 de Marzo. Pérez trató de borrar sus huellas pero no lo consiguió del todo; a pesar de la conveniente muerte de dos de los asesinos, el continuo filtrado de papeles y cartas confidenciales hacía imposible atar todos los cabos. Finalmente Váquez le denunció ante el rey, que se vio en un brete por su mala cabeza. Y ahora les voy a hablar un poquito de Felipe II.

La propaganda anglosajona ha presentado siempre a Felipe II como encarnación del Mal; poco menos que un fanático religioso que mandaba impunemente a la gente a la muerte. Por supuesto, aparece como el estereotipo de español de la época que se estila por allá; ya saben, esos señores barbudos, austeros, altivos y antipáticos que se pasan el día rezando fervorosamente cuando no tiran de espada. Y no, no era así, o no del todo. Felipe II era, además de desconfiado (rasgo agravado por experiencias como la de su hijo don Carlos), un rey inteligente, capaz y con una capacidad de trabajo extraordinaria. Era plenamente consciente de su papel y sus deberes, lo que incluía el convencimiento de que si el bien de la Monarquía lo requería, estaba facultado para usar la guerra sucia contra el Terror y eliminar “indeseables”sin necesidad de juicio, prisión y todos esos molestos requisitos legales. Este concepto absolutista del poder, si bien era compartido por muchos monarcas europeos de entonces, no era ni mucho menos aceptado por todo el mundo pensante en el XVI, como por ejemplo la escuela de Salamanca (encabezada por Fray Luis de León), así que no era un recurso que se pudiera emplear alegremente. Para más inri, Felipe era un hombre piadoso y amoroso padre; en otras palabras, tenía conciencia, así que cada asesinato de Estado le provocaba grandes remordimientos.

Se puede comprender así que se resistiera a encausar a Antonio Pérez, pues en el fondo había dado el visto bueno al crimen y no tenía la conciencia tranquila. Motivo suficiente para que no quisiera que saliera a la luz su implicación, pero no único, porque sabía también que Antonio guardaba un buen puñado de documentos comprometedores para su Alteza. Además, el secretario estaba ocupándose de un tema muy delicado (con la habitual intromisión de la Mendoza y la venta de secretos) como era la anexión de Portugal y le necesitaba. Pero mira por dónde, a don Juan le dio por morirse de tifus, y cuando sus papeles llegaron a España en 1579, el rey descubrió el engaño al que le había sometido Antonio; don Juan era inocente y se había cargado a su secretario por nada. 

Felipe llamó corriendo al cardenal Granvela y a Juan de Idíaquez de Italia y una vez tuvo a su nuevo equipo formado, la noche del 28 de Julio de 1579, después de haber estado despachando asuntos con él, detuvo a Antonio Pérez. Una hora más tarde, la princesa de Éboli era detenida también, inicio de su reclusión de por vida en su palacio de Pastrana. Esta acción simultánea ha dado pábulo a la supuesta historia de amor por la que monarca y secretario competirían por la misma mujer, que queda preciosa pero no es más que una patraña; parece probable que Felipe fuera amante de la Mendoza e incluso padre de su hijo Rodrigo, pero en cualquier caso en 1579 aquella sería una historia muy vieja, ya que el rey mantenía a la princesa bien lejos de su presencia. Es mucho más lógico pensar que Felipe II sabía de la implicación de la duquesa de Pastrana en el tráfico de secretos de Estado y se sintiera justamente traicionado por ambos pájaros.

Pero las cosas no habían cambiado demasiado; Antonio seguía teniendo papeles en su poder, sabía muchas cosas incómodas que dejaban a su jefe en muy mal lugar y tocarle podría ser contraproducente. Así que paradójicamente el detenido se movía libremente por Madrid y dirigía aún asuntos de Estado desde la prisión mientras Vázquez y los partidarios de Escobedo trataban de empapelarlo. En 1585 consiguieron que se le juzgara por corrupción y tráfico de secretos de Estado, pero el asesinato seguía en el aire. En 1590 el propio Felipe, presionado por la opinión pública, y viendo que era vox populi que había consentido el crimen (cosa que el propio Pérez se encargó de airear) finalmente le abrió un proceso por asesinato y lo puso en manos de la Inquisición. Tras torturarle un poquitillo para que confesara cuáles eran los pecados de Escobedo, Pérez acabó reconociendo que no había chicha suficiente que justificara el asesinato.

Por fin tenía el rey las manos (y la conciencia) libres para proceder a eliminar legalmente a su traicionero ex-secretario, cosa que éste comprendió a la perfección. Ese mismo año, y con la ayuda de su mujer Juana Coello, se fugó de la cárcel de Madrid y buscó refugio en Aragón, de donde era originaria su familia. Lugar escogido con toda la intención, puesto que se trataba de una especie de Suecia rústica del momento, donde la larga mano de la justicia real no podía llegar.

Efectivamente, Aragón era uno de los tres reinos de la Corona de idéntico nombre, que como todos los lectores sabemos ya, tenía sus propias instituciones y fueros, que por arte del nacionalismo hoy se llaman libertades. Este reino era un dolor de cabeza continuo para Felipe II por su posición estratégica al ladito de Francia y por la nula capacidad de gobierno efectivo que le dejaban sus estrictas y anacrónicas constituciones y el cerrilismo con que la nobleza local las defendía. Aragón era un anacronismo medieval en el que los nobles tenían sus privilegios señoriales totalmente blindados (que esto y no otra cosa sostenían los fueros) hasta el punto de que podían dar garrote vil a sus vasallos impunemente si querían. Por supuesto la justicia real no podía modificar nada, y de hecho muchos aragoneses jamás habían visto un funcionario de la corona. Sus territorios eran intocables y su colaboración con el rey, dudosa y condicionada. 

Una de las máximas expresiones de esta situación era el cargo de Justicia de Aragón. Se trataba de un juez local cuyas decisiones estaban al margen y por encima de la jurisdicción real. Cualquier reo podía ponerse en manos del Justicia y automáticamente era intocable hasta que éste dictaminase la sentencia. No hay que ser ingeniero aeronáutico para darse cuenta de que tal cargo existía para la protección exclusiva del privilegio nobiliar, y que se prestaba a todo tipo de abusos y corruptelas (sin ir más lejos la familia de los Lanuza monopolizaba el cargo desde hacía un siglo). No en vano a Aragón se le llamaba la “cárcel de la libertad” ya que acogía a todo tipo de prófugos de la justicia regia. Incluido Pérez, por supuesto, del que dice la leyenda que al llegar besó el suelo al grito de “Aragón, Aragón”.

En otras ocasiones, Felipe II había jugado al tira y afloja legalista con los estamentos aragoneses, pero esta vez era de la máxima urgencia ponerle las manos encima a Antonio, antes de que hablara más de la cuenta. Además, desde Aragón podía huir fácilmente a Francia con vaya usted a saber qué secretos de Estado. Los ánimos estaban revueltos por asuntos como el nombramiento de un virrey castellano (el marqués de Almenara) y el control del estratégico condado de Ribagorza, fronterizo con Francia y agujero negro para el rey; sólo faltaba la guinda de Pérez agitando los ánimos contra la corona y haciendo su propia propaganda mientras se desarrollaba el lentísimo y parcialísimo proceso que acabaría seguramente con la absolución del preso, que vivía en casa del Justicia y cenaba con él. Así que el rey optó por una finta legal, y puso el caso en manos de un tribunal cuya jurisdicción estaba más allá de cualquier otro: el de la Inquisición. El confesor real fray Diego de Chaves fabricó una ridícula prueba contra Antonio Pérez tergiversando hasta donde le pudo la vergüenza, pero suficiente como para acusarle. El virrey trasladó a Antonio a la cárcel de la Inquisición, momento en que la baja nobleza zaragozana aprovechó para rebelarse contra el rey y “defender las libertades de Aragón”, linchando al odiado Almenara y rescatando al reo.

La paciencia de Felipe se agotó aquí. Un ejército de 12.000 hombres al mando de Alonso de Vargas cruzó la frontera del reino y dado que el apoyo a los rebeldes era escaso (puesto que a ningún campesino se le había perdido nada en la discusión, ni tampoco ninguno de los otros dos reinos de la Corona movió un dedo por ellos), llegó sin oposición a Zaragoza, donde sofocó la revuelta, degolló al Justicia y detuvo a los principales implicados. Esta acción sirvió para que los regionalistas aragoneses de hoy puedan llorar a gusto por la leche derramada desde Madrid, descontextualizando como viene siendo habitual, y para limar la figura del Justicia (que no hacerla desparecer) sometiéndola al control de la Corona.

Sin embargo, como el rey temía, nuestro dudoso héroe consiguió escapar al Beárn y ponerse al servicio de Francia. Enrique de Navarra cogió la oportunidad por los pelos y organizó una invasión chapucera que fracasó, cosa que le importó poco porque el objetivo era tocarle lo que no suena al monarca español y aliviar presión en el Norte. La carrera de Antonio en el extranjero no fue precisamente muy lucida; trató de servir en la corte inglesa y francesa, pero era lógico pensar que con este currículum tan poco fiable nadie en su sano juicio pondría en sus manos más secretos de Estado. Fue más útil como propagandista y promotor de la archisobada Leyenda Negra, y murió en la misera en París en 1611 sin que le llegase el perdón de la corona. Y colorín colorado, ya ven, queridos amigos, que Roma no paga a traidores y que el mal nunca compensa al criminal y … no, hombre, que es broma. Para moralina estamos, a estas alturas de la película. Ya les dije que era una historia mucho mejor que la del impoluto Assange, ¿no creen?.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

Tienes que registrarte para comentar Login